El revuelo por las películas que ve la princesa Leonor es prueba del rencor de las redes sociales.
Esta semana se ha hablado de los primeros filmes de Akira Kurosawa
que ha visto la Princesa de Asturias, que tiene 11 años. No quiero
alarmar a sus padres pero yo también descubrí al genio del cine japonés a
esa misma edad.
Y miren el adulto que soy, un hombre analógico en
permanente exilio y con una novela que no acaba de terminar. Es cierto
que yo no soy hijo de reyes, pero sí de la aristocracia del talento, mi
madre destacó en el ballet nacional y mi padre fue director de la
filmoteca de Venezuela y por eso gocé, y mucho, de acceso privilegiado a
grandes clásicos del cine.
Para
ser reina no es necesario tener intereses culturales. Pero es una buena
noticia que Kurosawa se haya puesto de moda en España, donde, al menos,
hay dos tipos de educación real. La infanta Elena lleva a su hija menor de edad a las corridas de toros, un espectáculo sangriento, y no molesta tanto como que su cuñada lleve a Leonor a ver Kurosawas. Mi primer Kurosawa fue Vivir,
un magnífico drama sobre un funcionario público al que le diagnostican
cáncer y decide, ante la proximidad de la muerte, vivir. Recuerdo que mi
papá se empeñaba en hacerme notar un fotograma de la película en que el
burócrata se sienta en un columpio. Yo lo veía como una escena más,
pero mi papá, que además es crítico de cine, me hizo ver que en ese
gesto, tan sencillo, tan cotidiano, se balanceaban “verdades íntimas
sobre la vida y la muerte que pueden pasarle a un japonés y también a un
venezolano”. Una hermosa lección e imagino que algo así es lo que
espera Letizia que le suceda a Leonor. Como a mi papá le gustaba tanto este director, en la Cinemateca de
Venezuela había una retrospectiva de Kurosawa cada poco, con copias no
siempre en buen estado y poco presupuesto. Como ya le había pillado el
tranquillo a su cine, me aventuré y vi Rashomon. ¡Fue una
revelación! Me acuerdo muy bien, a los 13 años, asombrando a mis
progenitores diciéndoles: “La verdad no existe, todo el mundo es
inocente, aunque sea culpable”. Porque ese es el argumento de la
película. Siempre recuerdo Rashomon con los juicios por
corrupción, o con los responsables a título lucrativo, porque en ese
tipo de juicios es imposible establecer la justicia. Mi tercer Kurosawa fue a los 15 años, estaba en Londres y estrenaban Kagemusha. Era un insoportable adolescente sabelotodo, que decía: “Es El Gatopardo
de Kurosawa”. Y me quedaba tan tranquilo. Cuando al fin terminó la
proyección, mis amigos se quejaron airadamente de no haber visto Fama, que la estrenaban en la sala de al lado. O sea, yo también sufrí ostracismo por admirar a Kurosawa. Todo este revuelo por las películas que ve Leonor puede ser prueba del rencor que anida en las redes sociales. Derzu Uzala
es una película maravillosa, para todos los públicos. ¡Cómo suena el
aire entre los árboles o el viento por encima del cereal! La serenidad
infinita de esos planos largos, larguísimos, porque hay que reconocer
que el director hizo tan suyo el plano largo como Valerio Lazarov lo
hizo con el zoom . A mí me parece mucho más saludable que estas sean
también referencias para una heredera. Opino que amplía sus criterios y
le ofrece el placer de disfrutar de belleza y humor aunque sea para esa
vida de cenas y almuerzos de Estado para la que también se la prepara.
Finalmente, mis padres se preocuparon. Sabían que leía el ¡Hola!
Fue difícil para ellos confirmar que una de mis figuras favoritas de
aquellos años era un traficante de armas: el magnate Khashoggi y su
familia pero, sobre todo, su yate, el Nabila . Soñaba con
navegar en él, pero eso lamentablemente no pasó, aunque conozco a una
persona, muy popular, que estuvo a bordo pero no puedo desvelar su
nombre. Ni nada de lo que allí vio. Khashoggi ha muerto un poco olvidado. Lo vi salir de un ascensor en Cannes mientras alguien de su seguridad me apartó con fuerza. La actriz Paz Vega fue testigo. Pena me ha dado saber de la fortuna del Nabila. Donald Trump se lo compró a mitad de precio y después lo vendió aún más
rebajado y su estilizado casco terminó en alguna esquina populista del
Caribe. El final de los yates es una de las cosas que más tristeza me
produce.
Entre un antiguo son jarocho de Veracruz rocanroleado por chicanos,
una canción del verano andaluza remezclada por cubanoamericanos y un reguetón de Puerto Rico reviralizado por un anglosajón existe un nexo: han sido los tres únicos números uno en español en la lista Billboard de EE UU. La Bamba, interpretada por Los Lobos, en 1987; La Macarena, el milagro de Los del Río, en 1996; y desde hace cuatro semanas el Despacito de Luis Fonsi y Daddy Yankee con Justin Bieber. Cada una ha marcado un hito en la evolución de la presencia hispana en América. Cuando La Bamba
estuvo una semana de primera en la lista la población latina rozaba los
19 millones de personas (8% del país) y su ritmo de crecimiento y su
juventud empezaban a atraer a la industria del entretenimiento. La Macarena ocupó el primer lugar 14 semanas en plena combustión demográfica hispana (28.5 millones; 10,8% del total) y en vísperas del boom del pop latino con los Ricky Martin, Jennifer López, Marc Anthony y Shakira. Despacito ha llegado con los hispanos como primera minoría (17%), en una fase de empoderamiento avivada por la xenofobia del presidente Trump y con proyección de sobrepasar a los anglosajones a mediados de siglo como primer grupo étnico de EE UU. La Bamba fue íntegra en español. La Macarena incorporó una voz femenina en inglés al ser adaptada para EE UU. Despacito
nació en español, escaló rápido en las listas y tras volverse bilingüe
con Bieber se catapultó a la cima, del puesto 44 al uno en Billboard y
del tres al uno en la lista global de Spotify. “Pero con un detalle que
nos abre una ventana nueva. Él se suma a los latinos, Fonsi y Daddy
Yankee, sin borrarlos y cantando en su idioma”, señala la experta en
estudios latinos Frances Negrón-Muntaner. Bieber se asombró al ver el
tema romper la pista de un club de Bogotá y propuso a Fonsi la
colaboración en la que la estrella canadiense empieza en inglés y luego
canta en un español bien ensayado. El locutor de radio Enrique Santos, al que Obama dio una entrevista a
una semana de las elecciones para buscar el voto latino para Clinton,
recuerda cómo en los noventa subía la ventanilla del coche al parar en
un cruce “porque me apenaba un poco que me vieran escuchando una salsa o
una bachata en español”. Hoy cree que Despacito es otra
muestra “de que tenemos muy buen gusto musical, somos los mejores del
baile y le gustamos a los estadounidenses más allá del idioma”, y
resalta la propulsión extra que le ha dado a esta canción formar parte
de la era de la viralidad digital. “Si Macarena se hubiera lanzado a las redes su fuerza se hubiera multiplicado por cien”. “En nuestro caso se demoró unos meses en coger la furia”, dice Johnny Caride, el disc jockey
que remezcló la canción de Los del Río desde Miami con su trío de
productores Bayside Boys después de probar la original en una discoteca
en la que pinchaba y ver “cómo todo el mundo saltó de la silla”. Cuando
puso por primera vez su versión americana en la radio en la que
llevaba un programa de música, rememora, “las líneas telefónicas se
volvieron locas y una semana más tarde ya habíamos mandado por correo
unos mil compactos a otras emisoras”. Caride cree que por entonces la
música hispana era todavía “algo regional” y que los artistas del boom
latino y otros después como Enrique Iglesias, Romeo Santos o Pitbull
“han montado la gran bulla conectado el mercado latino al
estadounidense”. Negrón-Muntaner inscribe el fenómeno de Despacito en EE UU en
una línea de continuidad que se remonta “al menos al tango de principios
del siglo XX e incluye entre otros el mambo, el rock, el boogaloo, la salsa, la música disco, el pop o el hip-hop,
que no se hubiera desarrollado de la misma manera sin la presencia
puertorriqueña en el Bronx de Nueva York”. “Es imposible hablar de la
historia y la cultura estadounidenses sin los latinos”, concluye. Pareciera que el título del éxito de Luis Fonsi resumiera en una palabra
todo el proceso paulatino de imbricación de una minoría cultural en el
tejido de un imperio: Despacito . O si se prefiere, pudiera
decirse con el reguetonero Daddy Yankee en el coro: "Pasito a pasito /
suave suavecito / nos vamos pegando, poquito a poquito".
En Juan
Goytisolo siempre hubo una amargura, como una zona de sombra que
despuntaba en sus libros, en su actitud. En el cansancio infantil y
viejo de sus ojos.
Era legítimo preguntarse de dónde venía tanta pesadumbre en este hombre que miraba como si estuviera escuchando un terremoto. Tenía
amigos, y también aduladores; viajaba por el mundo con la fama de ser
uno de los escritores cuya opinión atronadora ponía firme a los alcaldes
de la literatura. Sin embargo, en Juan Goytisolo
siempre hubo una amargura, como una zona de sombra que despuntaba en
sus libros, en su actitud. En el cansancio infantil y viejo de sus ojos. Daban ganas de irlo a abrazar donde estuviera porque en esas
fortalezas parecía también un hombre desvalido, como si hubiera dejado,
en medio del océano de palabras que fue su vida, un rastro de sangre,
una vida sin resolver. Una amargura. Se le vio reír (ahí está la foto, riéndose con los Reyes, con Susan Sontag, en Sarajevo); pero en la punta oscura de esa risa siempre había un hombre yéndose, esquivo, como dice Caballero Bonald en su ajustado examen de este ingenio español tan controvertido consigo mismo, tan afanoso por ser y por desaparecer. Y se le vio dar y recibir mandobles de sus colegas, por envidia, la
suya o la ajena, pues en este círculo concéntrico que es el mundo
literario siempre hay un grillete que te amarra, y a veces eres tú el
que amarra con el grillete.
¿Qué le pasaba? ¿Qué había en ese poso, o pozo, de su alma? Tristeza,
había tristeza, inseguridad, una naturaleza escondida en la que
habitaban las memorias que lo hicieron, a la vez, español y desespañol,
africano y desafricano, europeo y deseuropeo. La inseguridad lo hizo, es cierto, esquivo y a la vez altanero,
parecía que su nariz miraba por encima de las ventanas ajenas; pero esa
misma incertidumbre escondía el deseo de quedarse solo. Como eso es
imposible, se sintió único, hundió su pluma en una arena difícil y de
ahí salieron obras a las que quitó claridad para seguir buscándose en
ese túnel que rompió a veces con una risa asimismo triste, cabizbaja. Ahora viene este retrato de sus últimos años, tan bien trazado por
Francisco Peregil, con tantos testimonios explícitos o anónimos. Ahí
está Juan Goytisolo cavando en el túnel, a oscuras, queriendo irse de
todas partes, y sobre todo de donde querían cuidarlo. Asido a la palabra
hasta la penúltima oportunidad y ya renunciando a ella como acaso
renunció a la felicidad hace tantos años, cuando supo que en el origen y
en el final están la miseria y la muerte. Este testimonio que viene ahora vale por las palabras que él ya no pudo escribir, por los túneles que ya no pudo sacar a la luz. Es ese Goytisolo solo y triste el que convoca el abrazo que requieren
las personas que, de pronto, en el último suspiro, dejan en la tierra,
como una metáfora, con un solo gesto, todo lo que quisieron decir con
miles de palabras. Ahora sobre esta figura impar de la posguerra hay una luz cenicienta
del amanecer impregnando la atmósfera de una tristeza indefinible. Estas son, por cierto, también sus palabras. Sus juegos de manos.
La imposibilidad de escribir y la necesidad de dinero para costear los estudios de sus ahijados deprimieron al escritor.
Hace tres años Juan Goytisolo
apenas contaba con medios para subsistir. Le era imposible costear los
estudios de sus tres ahijados, algo que se había convertido en su razón
de vida. Le fallaban las fuerzas para emprender una obra de envergadura y
en abril de 2014 escribió el siguiente documento: “Mi decisión de
recurrir a la eutanasia a fin de no prolongar inútilmente mis días
obedece a razones éticas de índole personal. Desaparecida la libido y
con ella la escritura, compruebo que ya he dicho lo que tenía que decir. Tampoco mi cuerpo da para más. Cada día constato su deterioro y antes
que ese declive afecte a mi capacidad cognitiva prefiero anticiparme a
mi ruina y despedirme de la vida con dignidad”. Y seguía: “La otra razón
de la eutanasia es la de asegurar el porvenir de los tres muchachos
cuya educación asumo. Me parece indecente malgastar los recursos
limitados de que dispongo, y que disminuyen a diario, en tratamientos
médicos costosos en vez de destinar este dinero a completar sus
estudios. Por todo ello, escojo libremente la opción más justa conforme a
mi conciencia y respeto a la vida de los demás”. Goytisolo
escribía siempre a mano y a mano firmó el documento. Se lo pasó al
ordenador la persona que solía transcribirle muchos textos, Rafael
Fernández, un profesor del Instituto Cervantes de Marrakech que murió de
cáncer ese mismo año. Goytisolo estaba obsesionado con la educación de
sus tres ahijados: Rida, que ahora tiene 23 años, Yunes, también 23, y
Jalid, 18. Rida es hijo de su gran amigo Abdelhadi y los otros dos son
hijos de Abdelhaq, hermano de Abdelhadi. Todos ellos, más la esposa de
Abdelhaq, vivían con Goytisolo en un antiguo hostal, que el escritor
compró en 1997. Formaban lo que él llamó su “tribu” y su tribu lo cuidó
hasta el final.
En 2004 comenzó a tener dificultades económicas. El entonces
director del Instituto Cervantes, César Antonio Molina, le facilitó
giras de conferencias en la institución e intercedió para que le
encargasen cursos de verano. A partir de 2007 EL PAÍS pasó de abonarle
los 250 euros que cobraba por artículo a asignarle una mensualidad de
3.000 euros. El sueldo lo percibió en Marruecos hasta el último momento,
aunque no escribiera. “Una vez descontados los impuestos, le llegaban
2.200 euros, lo indispensable para vivir”, señala alguien próximo. Las
fuentes que aparecen en este artículo sin nombre y apellido solicitaron
expresamente mantenerse en el anonimato.
En 2014 Goytisolo asumía que su cuerpo no daba para más.
Tenía 83 años, pero lo peor quedaba por venir. Siete meses después de
escribir el documento de la eutanasia, en noviembre de 2014, se anunció
la concesión del premio Cervantes, el más importante en lengua española,
dotado con 125.000 euros. El problema es que Goytisolo se había opuesto
en varias ocasiones a ese galardón. En enero de 2001, tras anunciarse
el premio para Francisco Umbral, Goytisolo publicó un artículo en este
diario titulado Vamos a menos donde criticaba “la putrefacción de la vida literaria española” y “el triunfo del amiguismo pringoso y tribal”. Goytisolo terminó aceptando el premio y ese hecho le hundió
más en su depresión. Porque continuaba sin fuerzas para escribir y era
consciente de que se había contradicho al aceptarlo. Sus íntimos
insisten en que ni le deslumbraron los focos ni le atrajeron los
honores. Pero ahora que contaba con dinero para los muchachos ya no le
encontraba sentido a seguir viviendo. La víspera del 23 de abril, fecha
de la entrega solemne del premio en Alcalá de Henares, llamó en Madrid a
un amigo para que lo ayudara a comprarse un traje. Solo disponía de una
corbata y decía que no conjuntaba con la camisa. Cuando el amigo llegó
al hotel le dijo que no tenía fuerza ni ánimo para salir a la calle. Su
familia deseaba hacerse una foto con los reyes de España. Pero él estaba
tan perdido que no solo se olvidó de la foto , sino que al concluir el
acto reparó en que ni siquiera había saludado a los reyes en su discurso.
Fractura de fémur
“Nunca cometió la vileza de decir que aceptó el premio por
dinero”, recuerda un allegado. En 2016, una persona que sabía de su
depresión lo invitó a París a pasar unos días. Goytisolo le entregó el
documento de la eutanasia. Tras leerlo, le dijo: “Como amigo te pido que
no lo hagas. Porque estos muchachos, aparte del dinero, tienen derecho a
tenerte ahí. No se trata solo de que les pagues la carrera. Dicho esto,
si quieres seguir adelante, entonces vámonos a un notario y lo dejamos
todo resuelto para tu sucesión”. Pero Goytisolo no fue al notario. Esa misma noche de
principios de marzo lo llamó Carole, hija de su esposa, Monique Lange,
escritora fallecida en 1996. Carole tenía 56 años, se había separado de
su marido y pidió una suma al escritor. Juan Goytisolo, que otras veces
la había ayudado, en ese momento le dijo que no disponía de fondos. No
obstante, quedaron para cenar al día siguiente.
Pero ese día, al mediodía, Goytisolo recibió la noticia de
que Carole se había suicidado.
“Esa noche estuve con él”, relata este
amigo, “y fue horroroso. Estaba ausente, con cien años más encima.
Apenas podía caminar Decidió volver a Marrakech al día siguiente, sin esperar el
entierro de Carole. La familia de Carole estaba muy ofendida por el
hecho de que no se quedara al entierro . Pero Juan estaba hundido”. El
autor de Juan sin Tierra volvió a Marrakech. Tres semanas
después, coincidiendo con la Semana Santa de 2016, se cayó al bajar las
escaleras del café de la plaza Yemáa el Fna donde solía acudir cada
tarde. Se fracturó el cuello del fémur. Ingresó en la Polyclinique du
Sud, aunque su seguro solo tenía validez en el Hospital de Barcelona. Como su empeño era gastar el mínimo dinero posible en sí
mismo con tal de dárselo a sus ahijados, Goytisolo se empeñó en salir de
la clínica al cabo de dos días. Los médicos se negaban, porque padecía
insuficiencia respiratoria y flebitis . Y además, sufría unos dolores
espantosos a causa de la rotura del fémur. Sin embargo, se marchó del
centro. Y esa misma noche, en su hogar, quedó al borde de la muerte. El
embajador de España en Rabat, Ricardo Díez-Hochleitner,
y la cónsul honoraria de Marrakech, Khadija Elgabsi, lograron que la
clínica lo readmitiera, aun sin pagar la garantía. Quienes lo vieron
salir aquella noche de casa en camilla por los callejones de la medina
aseguran que iba más muerto que vivo.
Goytisolo solo aguantó tres días en el centro médico . Sin
embargo, lograron convencerle para que tratarse sus enfermedades con el
seguro en España. Llegó a Barcelona en abril de 2016 y permaneció un mes
internado. Varios amigos, miembros de su familia española, como su
sobrina Julia —musa del poema Palabras para Julia, de José Agustín Goytisolo—
y empleados de la agencia literaria Carmen Barcells se turnaron para
cuidarlo en el Hospital de Barcelona y en un centro de rehabilitación. Con todo, él quiso regresar a Marrakech. Estuvo varios meses con la movilidad bastante reducida. Y el
18 de marzo de 2017 sufrió un ictus cerebral. Entró por urgencias en la
Clínica Internacional de Marrakech. “Los médicos me dijeron que lo más
probable era que muriese a lo largo de la madrugada”, relata la cónsul
honoraria de Marrakech, Khadija Elgabsi. “Sin embargo, por la mañana
recobró la conciencia y me pidió hablar con su amigo José María Ridao”. Contactado por teléfono en París, el escritor y diplomático comenta que
Goytisolo estaba un poco desorientado esa mañana. “Me contó lo mal que
lo había pasado. Hablaba con una leve dificultad, pero su voz era
firme”.
Una
vez más, Goytisolo decidió marcharse. Dejó el hospital a los tres días,
contra el criterio de todos los médicos. Dos días después de llegar a
casa perdió el habla y a los cuatro, la capacidad de moverse. En la
madrugada del pasado domingo falleció. Su compañero Abdelhadi nos
explicaba horas después en su casa: “Últimamente tenía dificultades para
respirar. Pero murió tranquilo, en su cama”. Este es el drama que cargaba sobre sus espaldas el hombre
ataviado con corbata verde a rayas que el 23 de abril de 2015, durante
la lectura de su discurso, preguntó : “¿Cuántos lectores del Quijote
conocen las estrecheces y miseria que padeció [Cervantes], su denegada
solicitud de emigrar a América, sus negocios fracasados, estancia en la
cárcel sevillana por deudas, difícil acomodo en el barrio malfamado del
Rastro de Valladolid con su esposa, hija, hermana y sobrina en 1605, año
de la Primera Parte de su novela, en los márgenes más promiscuos y bajos de la sociedad?”.
Goytisolo logró reparar, al menos, la injusticia social que
padecieron todos los miembros y ancestros de su tribu, condenados a la
pobreza y el analfabetismo. Hoy, Jalid ha concluido un ciclo de
formación profesional, Rida estudia cine en Marrakech y Yunes ha
terminado este mes en Francia una carrera de ingeniería.