Las 'machistadas' no son noticia, la buena nueva es que algunas se pagan, aunque sea a la fuerza.
Últimamente ando pelín sorda y ciega del oído y el ojo
derecho. Nada serio, gracias.
Un tapón tamaño tuneladora a consecuencia
de ir dejándolo todo para mañana —el lunes pido cita con el otorrino— y
una catarata rollo Iguazú después de cinco episodios de uveítis producto
de los disgustos de la vida, no entraré aquí en detalles sórdidos.
A
ver: ver, veo y oír, oigo.
Pero solo lo que canta tan fuerte que lo ves y
lo oyes aunque no quieras.
El blablablá, el mundanal ruido, la infernal
cháchara de ahí fuera me la ahorro.
Total, doy el pego y no me pierdo nada.
Tú hablas con quien
sea, pones cara de me importa sobremanera lo que me estás contando,
sonríes como si vieras al Mesías, dices que fenomenal todo y que a ver
si comemos y charlamos, y quedas como una reina aunque no te hayas
coscado de nada y hayas estado pensando todo el rato en si te queda
papel higiénico en casa.
Aun
así, cegata y teniente perdida, el último escándalo de andar por
Twitter ha sido de tal calibre que hasta yo me he enterado.
Resulta que
un tenista de cuarta, Maxime Hamou, eufórico después de un partido en
Roland Garros, le metió la lengua en la oreja en directo sin su permiso a
la periodista Maly Thomas y los demás varones presentes se limitaron a
reírle la gracia al baboso. La alarma ha sido tan ensordecedora que
todos, torneo, patoso y palmeros, han tenido que pedir disculpas con el
rabo entre las piernas.
Que su reacción no fue apropiada, que no
estuvieron a la altura, que lo sienten en el alma, lloran a toro pasado.
De que les pareciera normal lo que vieron e hicieron no dicen nada, eso
sería hilar fino.
Las machistadas no son noticia, la buena
nueva es que algunas se pagan, aunque sea a la fuerza.
Porque algunos
cambios o se imponen por las bravas o las mujeres seguiremos siendo
objetos a disposición del macho por los siglos de los siglos.
Y acabo,
que me pitan los oídos y no es por lo mío.