La publicación de la obra completa de Félix Francisco Casanova, muerto en 1976 a los 19 años, pone en valor un talento que sigue fascinando por su exuberancia.
Félix Francisco Casanova (La Palma, 1956-Tenerife, 1976) solo ambicionaba coleccionar discos, pero entre canciones, escribía, asombrando con su precoz torrente poético a todo el que lo descubría.
Primero a su propio padre, el dentista y poeta Félix Casanova de Ayala, quien le enseñó a jugar con palabras; después, a sus profesores y conocidos; y más tarde, pese a la distancia cultural y geográfica, a un grupo de jóvenes vascos que adivinaron su talento en los márgenes de la revista Disco Express.
Le llamaron el nuevo Rimbaud, nunca una muerte fue tan injusta, aunque todas lo son. Félix Casanova era un muchacho bellisimo, se fue tan pronto que mos quedamos aterrados y sin creerlo.
Se barajó si su muerte fue casual o no, pero eso hace acrecentar la duda.
Escribía y cantaba, componía, justo el murió cuando me tenía que ir de las Islas, un tio suyo que escribió un precioso artículo sobre él recuerda que hubiera preferido un concierto de rock. Nadie se imajinaba que se iba a marchar tan pronto.
Detectaron en su aura mesiánica, de hermoso niño iluminado, el reflejo de sus propios anhelos juveniles.
Cuarenta años después de su muerte a los 19 años —Casanova cayó desplomado en la ducha como consecuencia de un escape de gas, un accidente sobre el que planea la duda del suicidio—, su obra conforma una isla dentro de la literatura española, tan insondable y magnética como la propia isla atlántica que lo vio nacer y crecer.
La publicación de su obra completa a cargo de Demipage (editorial madrileña que en 2010 rescató del olvido El don de Vorace, única novela del malogrado autor) viene apadrinada por el novelista Fernando Aramburu, que firma el prólogo, y por el poeta y crítico Francisco Javier Irazoqui, a cargo de la edición.
La historia se remonta a cuando los dos escritores vascos, pertenecientes al grupo posdadaísta CLOC de Arte y Desarte, quedaron fascinados por aquella voz lejana: “Irazoki fue, desde su caserío de Lesaka, en Navarra, quien me puso al corriente. Encontramos en Casanova un alma gemela
. Quizá sería más justo decir un modelo”, escribe Aramburu en el volumen.
Para Irazoki, que ahora reside en París, aquel arrebato juvenil se ha mantenido milagrosamente vivo:
“El impacto no ha envejecido”, asegura, “y se expande en otros países.
Casanova ya ha sido editado en Francia, Alemania, Turquía.
A Francia llegó con la etiqueta del ‘Rimbaud hispano’, algo que puso en guardia a los críticos.
El humor francés se evapora si infliges el menor daño a su santoral poético.
Sin embargo, los reseñistas agacharon su orgullo, celebraron los méritos de El don de Vorace, le dedicaron los elogios máximos”.
Casanova escribió esa novela en apenas 40 días con 17 años.
Un texto febril, cargado de ensoñaciones y obsesiones que es imposible no asociar a su malogrado destino: “Me muevo ágilmente como un potro salvaje con las crines mojadas por la lluvia.
Me encamino al gran río. El frío penetra en mis huesos como cirios.
Toco el agua y en agua me convierto”, escribe.
“Él rompe en añicos el tópico literario que niega a los jóvenes la capacidad de crear novelas valiosas.
Demuestra que ese dogma es irrisorio frente a su talento”, afirma Irazoki.
Pero es en la poesía donde su estilo florece: “Con tan escaso tiempo de vida quemó rápidamente varias etapas artísticas.
Puede ser el más refinado de los poetas japoneses.
A menudo salta de lo exquisito a la ironía inesperada.
O nos sacude con una ráfaga de hondura y desgarro. Nunca cae en la convención.
En mi opinión, en tres poemarios (La memoria olvidada, Una maleta llena de hojas y Agua negra) alcanza gran altura artística. En ellos prescinde de su capacidad para la exuberancia de imágenes y la sorpresa, consigue la depuración formal y nos ofrece textos muy profundos”.
Pese a compartir esta admiración, el crítico canario Jorge Rodríguez Padrón se muestra receloso con el encumbramiento de la obra de Félix Francisco Casanova, para él un gran proyecto frustrado.
“Es un embrión. Una magnífica promesa. Pero 19 años no dan para más”, asegura.
El propio Rodríguez Padrón formó parte del jurado que en diciembre de 1973, recién cumplidos sus 17 años, concedió a Casanova el Premio Julio Tovar por El invernadero, su primer poemario.
Éxitos que el escritor vivió sin darse importancia. “Acabo de ganar el Pérez Armas”, escribe en sus diarios, “¡estupendo!
El dichoso Bernardo Vorace Martín me ha dado una gran alegría: 125.000 calas.
Tengo música para rato”.
El joven prodigio sin resabio reunió elementos suficientes para embalsamar su recuerdo.
En las fotografías que le hizo su hermano pequeño, José Bernardo, se reconoce esa aura melancólica, con filtro setentero, casi irreal. Canarias, lejos de la Península para lo bueno y lo malo, tuvo su primavera propia y todo, desde los vaqueros americanos a la vida en cámara lenta, hacía de las islas un mundo aparte.
Casanova no era ajeno a esa belleza atemporal.
Alto, delgado y pálido, guardaba un parecido más que razonable a la triste figura del músico británico Nick Drake, otra hermosa isla devorada por el agua.
Reservado, “pero hablador”, recuerda su hermano, poseía la luz de su madre.
“Como ella, era un foco de atracción para todo el mundo. La gente venía a casa a verle a él, jóvenes, viejos, de todas las edades”. Tocaba la guitarra eléctrica, tenía un grupo, Hovno (mierda, en checo), y destacaba porque además poseía una cualidad desafiante. En la mayoría de las fotos que le sobreviven algo sustancial parece quedarse siempre fuera del encuadre.
Es difícil entender a Félix Francisco Casanova sin la figura de su padre.
Ambos mantuvieron un intenso diálogo literario que traspasó las barreras de la muerte.
En el prólogo del libro póstumo Cuello de botella, firmado por ambos, el hijo escribe: “Padre e hijo, poetas con el tiempo, han creído hallar la vena primitiva del viejo arte poético y han comenzado a beberla juntos…
Y si los tiempos están cambiando, más vale ir con ellos y aún mejor en dúo: las grietas del camino no suelen ser tan anchas como para que en ellas caigan dos aliados a la poesía.
¡Ojalá sean éstos, poemas para la reencarnación!”. Prólogo al que el padre, con el hijo ya enterrado, responde:
“Hijo: la grieta del camino fue apenas ancha, apenas el hueco estricto, absurdamente necesario para tu delgadez…
Tú, el único poeta al que yo no podía envidiar, aunque me era envidiable, me has dado la respuesta, a tu modo, sobre la marcha, alegremente.
Sí, ¡ojalá sean éstos, poemas para la reencarnación!”.
“La influencia fue mutua”, explica Irazoki. “El padre, poeta postista en el Madrid de los años cuarenta, regresó a la vanguardia al ver la potencia creadora de su hijo”.
El hermano recuerda cómo su padre usaba un balón de baloncesto para marcarles a los dos hijos el ritmo en sus grabaciones de música casera.
“Los tres conversábamos mucho. Y muchas veces era de poesía, un juego para mi hermano, su forma de jugar desde niño con mi padre.
Aquello le permitió construir un mundo propio y quizá le dificultó la posibilidad de volver al mundo real”.
Tres años antes de la muerte de Félix Francisco, la madre sufrió un coma que la dejó postrada en la cama de un hospital seis meses. Una experiencia devastadora para los suyos.
José Bernardo Casanova recuerda el enorme trauma que fue para su hermano contemplar aquella belleza corromperse en silencio. Cuando la entierran, el padre escoge dos versos del hijo poeta como epitafio:
“La luz de los ojos de madre / guiará mi balsa serena y abismal”.
“Yo tenía 13 años y mi hermano 16, los que tenía yo cuando él murió.
Mi padre nos llevó de viaje. Viajamos mucho con él después de aquello.
Y luego estaban nuestros largos paseos juntos, y el cine.
Siempre estuvimos muy unidos a él.
De pequeños nos contaba cuentos para dormir que improvisaba cada noche. No podíamos vivir sin ellos, las aventuras de los piratas Vico y Tato”.
“La literatura fue un refugio”, afirma Jorge Rodríguez Padrón, que conoció a padre e hijo en los setenta en Tenerife.
“El don de Vorace tiene mucho que ver con la ausencia de la madre.
El padre había abandonado la escritura, pero recuperó el hilo de la literatura a través del hijo, a quien protegía, cobijaba y animaba a escribir.
Por desgracia su muerte lo dejó otra vez perdido y desubicado”. Para el crítico hay una corriente que subyace en toda la obra del joven canario: la música progresiva.
“El suyo no es el ritmo del habla, de la conversación, sino uno sincopado que es el que él tenía en su cabeza constantemente.
Era el sonido de su música y de su vida”.
Algo que el propio escritor alcanzó a descifrar en su última entrevista:
“Muchas veces no sé distinguir yo mismo entre lo que he vivido y lo que he soñado.
Mi vida es rápida, triste y alegre como un larguísimo rock”.