Desaparece una esas cafeterías que no solo sirven tartas y copas: son patrimonio de Madrid.
En La ley del deseo, la película de 1987 que abrió el ciclo que la Filmoteca Española dedicó el pasado mes a Pedro Almodóvar, hay un plano (y no es el único) que, pese a estar rodado en una localización real, hoy pertenece al territorio de los sueños.
En él, los personajes que interpretan Eusebio Poncela, su hermana/o Carmen Maura y la hija de esta, Manuela Velasco, se toman un sándwich mixto en la cafetería Manila de la Gran Vía de Madrid.
El encuadre, tomado de noche desde la calle, está iluminado como si fuera un cuadro de Edward Hopper, de hecho hace un guiño a una reproducción del pintor estadounidense que cuelga en el piso del personaje de Poncela.
Un plano, el de la vieja Manila, iluminado de manera premonitoria con la luz de la nostalgia.
Un plano que directamente hoy duele.
Durante años fui cada tarde a merendar a Manila.
El ritual era invariable: mi padre me recogía en el colegio y me llevaba en su scooter hasta la casa de mi madre.
Entre un lugar y otro parábamos en el Manila de Juan Bravo.
Yo le contaba mis cosas del colegio y él me hablaba de perros, caballos y películas, los únicos asuntos que, por ese orden, entonces me interesaban.
Luego me despedía en el portal hasta la siguiente tarde.
Yo adoraba Manila y su sándwich mixto, las cristaleras enormes y las mesas, para mí tan familiares como mi propia casa.
Durante años fui cada tarde a merendar a Manila
con mi padre.
Yo le contaba mis cosas del colegio y él me hablaba de
perros, caballos y películas, los únicos asuntos que, por ese orden,
entonces me interesaban
En Embassy mi padre bebía y yo merendaba, hasta que empecé a beber también a su lado.
Cuando la conversación sobre perros empezó a decaer, el cine, la literatura y la comida se convirtieron en un elástico eufemismo para hablar de las cosas importantes de la vida.
Recuerdo largas charlas en la barra de Embassy, conversaciones que marcaron mi vida y que fluyeron durante horas gracias al cobijo de aquella barra.
Adorábamos Embassy, por la profesionalidad y exquisita amabilidad de sus trabajadores, por las bebidas, los sándwiches y los pasteles y, por supuesto, por su historia y clientela, única en Madrid y donde siempre había muchas más mujeres que hombres. Su fundadora, Margarita Kearny Taylor, una inglesa divorciada que abrió el local durante la República y que, ya saben, durante la II Guerra Mundial lo utilizó como tapadera para esconder judíos, murió en los años ochenta con una sola obsesión, que su negocio no se extinguiera con ella, que se mantuvieran intactas sus recetas de bollería y pastelería, que se respetase la mimada tradición que había traído a España desde Inglaterra.
La noticia del cierre del comercio (para justificar un ERE que afectará a más de 50 trabajadores, la familia aduce que el negocio es ruinoso pese a que sigue atrayendo a su fiel clientela) ha convocado a centenares de madrileños decididos a protestar a la japonesa, es decir, consumiendo, hartos la mayoría de que el alma de su ciudad siempre tenga un precio.
Una de esas tardes, un incrédulo cliente lamentaba el cierre a uno de los camareros más veteranos.
El camarero, con una escoba entre las manos porque el cliente había tirado al suelo el célebre cóctel de champán de la casa, le respondió cabizbajo:
“Pues si usted está disgustado imagínese nosotros que nos vamos al paro”.
Ante tal bofetada de realidad, el cliente masculló algo que arrancó del impecable barman una nueva lección:
“Pero no se preocupe, que la vida sigue”. Así es, la vida sigue y el verdadero patrimonio de Embassy no es ni su sándwich de berros ni su tarta de limón, sino tipos como este.
Es a ellos a quienes más echaremos de menos.