Melanie Griffith ha hablado de su relación con los que han sido los hombres de su vida y ha contado que se sentía "atascada" en su matrimonio con Antonio Banderas. La actriz, que antes estuvo casada con Don Johnson y Steven Bauer, se
separó de Banderas en 2014. Griffith ha desvelado que sus fracasos
matrimoniales la han dejado muy reticente con los hombres.
La actriz, de 59 años, contó a la revista PORTER
los motivos de la ruptura con Banderas: "Parte de la razón por la que
mi matrimonio terminó es porque personalmente me quedé atrapada. No
dejaré que eso vuelva a suceder, quiero disfrutar de la vida, quiero
poder hacer lo que quiera" Griffith en su nueva soltería lleva una vida en solitario. "Soy
tímida con los hombres ahora, muy reticente. No he conocido a nadie en
los casi dos años que llevamos divorciados. Sin embargo, eso no ha
impedido que su mejor amiga, Kris Jenner, trate de presentarle gente en
vano.
Antonio Banderas y Melanie Griffith mantienen una relación cordial tras su separación. Una muestra de ello fue que cuando su hija Stella del Carmen, de 19 años, abrió una cuenta de Instagram
compartió una imagen en la que se podía ver juntos a sus padres.
También se han lanzado mutuamente palabras de elogio. Banderas ha
señalado hace solo unos días que mantiene una excelente relación con su
exmujer y con los hijos de esta y que todos ellos forman una gran
familia que la separación no ha roto. La actriz también habló sobre sus operaciones de cirugía plástica,
revelando que ha pasado de nuevo por el quirófano para mejorar el
aspecto de su rostro. Griffith asegura que odia el proceso de
envejecimiento. Antes, recurrió a inyecciones de bótox durante siete
años. "¡Espero que me vean mejor!", ha dicho. De su brazo derecho
también ha desaparecido el tatuaje con el nombre de Antonio, que fue una
prueba de amor a Banderas.
Frente al estigma conservador y la nueva saña de los fiscales de la cultura de la Transición, se publica el libro 'La mala fama'.
Desde hace unos años, la llamada Movida
ha vuelto a ser campo de batalla. Ya lo fue cuando el PP conquistó el
poder y aplicó su lanzallamas; inolvidable aquel dictamen de Álvarez del Manzano:
“nada, de la movida no ha quedado nada”. Ahora el tiroteo viene del
otro extremo: los fiscales de la CT (Cultura de la Transición) se
aplican al vituperio con idéntica saña. En
ambos casos, el nivel argumental es bajo. El entonces alcalde de Madrid
aseguraba no recordar “un solo libro, un solo cuadro, un solo disco”
(al menos, no presumía de haber pisado el Rock-Ola). Hoy, todo vale:
recuerdos nebulosos, leyendas urbanas, incluso los pudores. En un libro
reciente, supuestamente de crítica musical, las objeciones eran morales:
resulta que aquellos movidos se dedicaban al sexo y a las drogas.
¡Caramba! Pues va a ser verdad. Sale ahora La mala fama
(Editorial Berenice), donde Germán Pose reconstruye los asombrosos
monólogos de 16 protagonistas de los ochenta. Una memoria oral que
ratifica que se fornicaba mucho y se tomaba de todo. Se trata de una formidable panorámica generacional. Pose ha
evitado a esas primeras figuras de cuyas andanzas tenemos cumplida
noticia. Su selección está escorada hacía el clan del cuero negro; en
general, son peatones de la movida que comparten antipatía por los
ganadores (abundantes recriminaciones a Almodóvar) y suspiran por los
caídos (Antonio Vega, Antonio Flores). Algunos, es cierto, estuvieron en el machito. Tesa Arranz
conoció brevemente el estrellato, como animadora de los Zombies. Fernando Estrella, del grupo Peor Impossible, reinó en las barras de
locales de moda y cuidó de famosos en pisos francos de camellos. May
Paredes fue cortejada por un rock star estadounidense que
consiguió que abrieran el Museo del Louvre para una visita privada; no
se sintió impresionada y, muy madrileña, se quejó de que allí no se
permitiera fumar.
Los personajes que desfilan por este libro han vivido. Han
vivido mucho, han vivido duro. Son gladiadores, gente brava que no
esperó a que los padres de la patria detallaran las libertades: se las
tomaron, sin pedir permiso. Irrumpieron cuando el país estaba noqueado
por amenazas de golpe de estado y cotidianos actos de terror;
aprovecharon el desconcierto social y la dedicación de la Policía a
otros menesteres. Si algo tienen en común es la habilidad para seguir una
vocación, para establecer un modus vivendi, para dejarse arrastrar por
el frenesí del momento: cuenta Manolo UVI que iba para futbolista cuando
escuchó a los Sex Pistols por la radio. Las únicas referencias
políticas vienen de Carlos García-Alix, activista que conoció la cárcel. Aparte del testimonio del cura Enrique de Castro, en La mala fama hay poco heroísmo y sí mucho hedonismo. Abundan las cabras locas,
una descripción que se repite en más de un soliloquio. A la larga,
demostraron extraordinaria capacidad de adaptación: uno de los
entrevistados, pinchadiscos, termina ingresando –esto va a encantar a
los inquisidores de la CT- en la Guardia Civil. Lo avisaron los
veteranos: “en peores garitas haremos guardia”.
Las fotos de los ‘influencers’ en las redes sociales ganan terreno a los tradicionales editoriales de las revistas.
La actriz Úrsula Corberó, en una foto publicada en su Instagram para promocionar una marca de ropa.
Son tiempos convulsos para la producción editorial de moda. Mientras
los grandes grupos se adaptan a la cultura digital, las redacciones tal y
como eran hasta la fecha podrían estar en peligro. Esas fotografías
estilizadas agrupadas en forma de pequeñas historias compiten hoy con
las imágenes que personajes influyentes de todo el mundo lanzan desde
sus redes sociales . Los presupuestos para este tipo de contenidos
tradicionales han ido reduciéndose al mínimo: la relación
esfuerzo-impacto es baja. Lejos queda esa época en la que Diana Vreeland, la famosa editora de moda de Harper’s Bazaar, envió durante cinco semanas a Japón al fotógrafo Richard Avedon,
a la estilista Polly Mellen y a la modelo Verushka con 15 maletas
repletas de prendas para que dispararan una historia de 26 páginas para
la revista. Titulada The Great Fur Caravan, es una buena
representación de esa fotografía de moda aspiracional en peligro de
extinción que hace uso de la fantasía y la creatividad para vender lujo.
“¡El ojo tiene que viajar!”, decía Vreeland. Hoy el ojo viaja, sobre todo, a través de Instagram y muchas marcas han
empezado a poner todos sus esfuerzos para que sus productos se cuelen en
estos nuevos relatos digitales. “Como influencer aprendes a formar parte de una estrategia online, a vender el producto. Eres una pieza fundamental”, explica Mila Plaza de Style in Lima,
una veterana bloguera de Barcelona que ahora ha montado su propia
agencia de comunicación. Y si para estas nuevas editoras las marcas
parecen ponerlo muy fácil, las estilistas que trabajan con medios
tradicionales sienten que cada vez les es más complicado hacer su
trabajo. “Me piden un montón de información: dónde se va a publicar,
quién me representa, el moodboard… Siempre intento ser lo más educada posible pero en muchas ocasiones ni me respondan los mails”, explica la estilista Rebeca Sueiro. Ella señala como lo peor la saturación: “La cola para las prendas es
cada vez más larga. Que grandes marcas tengan un solo muestrario es
inexplicable”.
Impacto más inmediato
Un bolso en un selfie se suele traducir en un impacto mucho más inmediato. Maria Ke Fisherman
se define como “una marca digital”. La proliferación de sus prendas en
la Red ha ayudado a dar visibilidad a esta firma madrileña que exporta
la mayor parte de su producción. “A mí una foto editorial bonita me
parece que me sube el producto mucho más. Pero, al final, el típico selfie
del baño muestra una forma más normal de llevar la ropa y en ventas eso
te ayuda”, explica María Lemus, su diseñadora. Como consecuencia, el valor de estas imágenes cotiza al alza. Mientras que las imágenes editoriales para revistas con un valor de
producción más costoso no suelen implicar una transacción económica de
la marca, un influencer puede pedir para hacerse una foto con
un producto de 200 hasta 3.000 y 5.000 euros cuando se trata de
personajes con muchos seguidores y una reputación alta. No todas las
marcas pagan, ni todos los influencers cobran: todo depende de los intereses de unos y de otros. Los dos formatos podrían convivir, pero la pregunta se torna inevitable: ¿Hoy tiene más valor un selfie
o una foto editorial? Sergi Pedrero es probablemente una de las
personas que mejor conoce los mecanismos de deseo que activan las
imágenes digitales. Formado en una agencia tradicional, se independizó
para representar a Dulceida, una bloguera transformada en youtuber que sigue rompiendo récords (1,6 millones de seguidores en Instagram
y subiendo). Centrado ahora en su propio proyecto personal, The
Tripletz, reflexiona: “La calidad no depende del formato, la calidad
está en la idea, en los medios, en cómo representas esta imagen en la
que aparece la prenda”. Para Pedrero puede haber imágenes de Instagram
que “son auténticas obras de arte y fotos editoriales que son muy
malas”. Pero ser responsable de imágenes editoriales maravillosas no es ahora
tampoco garantía de nada. Ana Murillas, estilista de algunas de las
imágenes más bellas del panorama editorial patrio, es muy crítica. “Da
igual la calidad, solo quieren visitas y cada vez hay que hacer más
fotos en menos tiempo: para Instagram, para la web… Y, al final, tienes
50.000 fotos que son una mierda en lugar de tener 4 que sean
impresionantes. Es el fast food de la moda. Es horrible el poco valor que se le da a cualquier cosa artística, a algo bien hecho”, sentencia.
Un juez de Los Ángeles rechazó este lunes el que puede ser el último intento del director de cine Roman Polanski
de hacer las paces con la justicia de Estados Unidos y poder regresar a
un país que abandonó hace cuatro décadas. Polanski, de 83 años, está
buscado por haber huido de EE UU para evitar una sentencia contra él por
violación de una menor. La condición que pone para volver a pisar
territorio estadounidense es que le den alguna seguridad de que no lo
van a meter en la cárcel inmediatamente. Esa posibilidad le fue negada
este lunes, quizá para siempre.
El caso es tan definitorio en la biografía de Polanski como sus películas. En 1977, cuando había tocado la cumbre de Hollywood tras La semilla del diablo y Chinatown,
fue acusado de violar a una chica de 13 años durante una sesión de
fotos en casa de Jack Nicholson. Polanski, admitió el cargo de sexo con
una menor de edad, estuvo 42 días en prisión y salió bajo fianza. Polanski
asegura que había admitido un cargo menor porque había pactado con el
juez que ese tiempo en prisión sería el total de su eventual condena. Sin embargo, antes de que se leyera la sentencia huyó del país,
convencido de que el juez pensaba ponerle una condena de décadas de
cárcel para dar ejemplo, debido a la presión mediática sobre el caso.
Polanski
abandonó Estados Unidos en 1978 y no ha vuelto desde entonces, a pesar
de haber ganado un Oscar en este tiempo. Lleva cuatro décadas viviendo
en Francia y pisando países donde no haya peligro de que lo extraditen. Ha evitado dos intentos de extradición, en Suiza (donde pasó 10 meses en
arresto domiciliario esperando la decisión) y en Polonia. En esta ocasión, la defensa del director había pedido que se le juzgara en ausencia. Polanski
se ofrecía a aparecer ante los tribunales si primero se dictaba la
sentencia contra él. Su abogado, Harland Braun, argumentó ante la Corte
Superior de Los Ángeles que el cineasta ya ha cumplido el tiempo de la
condena inicial. Braun pedía que el tribunal le diera a su defendido
alguna indicación de qué pasaría si regresara a territorio de Estados
Unidos. El juez Scott Gordon decidió en su auto de este lunes que no hay
ningún material nuevo que requiera una revisión del caso. Los
tribunales, dice el juez, “han dicho inequívocamente que no van a
discutir ninguna cuestión sustancial sobre el caso de Polanski hasta que no esté físicamente presente en la jurisdicción de la corte”.
La fiscal del distrito Michelle Hanisee argumentó que lo que Polanski
quiere es un “anticipo” de su posible sentencia. “Quiere respuestas,
pero solo se presentará si le gustan las respuestas”, afirma. Hanisee
cree que va contra los intereses de la justicia dar la impresión de que
se está dando trato de favor a una persona por ser famosa. Con esta decisión parecen cerrarse las puertas a un eventual regreso de Roman Polanski
a Estados Unidos. Sin embargo, queda aún un cabo suelto en esta
historia. Los abogados del cineasta quieren que se levante el secreto
judicial sobre una declaración que hizo Roger Gunson, el fiscal original
del caso, en 2010. La defensa cree que ese testimonio contiene
información que favorece la versión de Polanski, según la cual el juez
del caso llegó a un acuerdo con él. El mismo juez Gordon ha fijado una
vista sobre esta petición el próximo 26 de abril.