Llevamos milenios intentando construir sociedades que permitan la
diferencia. Ahora una manada de energúmenos corre hacia las cavernas.
ABSURDO MUNDO, el nuestro . Resulta llamativo, por ejemplo, que los
nuevos políticos de la extrema derecha tengan esa tendencia a sufrir
problemas capilares y obsesiones pilosas. Le dan a sus cabellos una
importancia desmedida, como si fueran un símbolo de su virilidad, y
acaban luciendo unos pelucones de payaso. Véase el cardado estropajoso de Trump, el nido de golondrinas que el holandés Wilders lleva en la cabeza o los pelánganos de bruja de Boris Johnson, líder del Brexit. Todos, dicho sea de paso, bien teñidos de rubio, lo cual resultaría
chistoso si no fuera porque temo intuir en ello siniestros ecos del
supremacismo ario. Sea como sea, los tres tienen un aspecto estrafalario
y ridículo. Pero me temo que Hitler también lo tenía y luego pasó lo
que pasó. Otra cosa chocante es el abuso de los eufemismos. ¿Por qué llamamos a
estos políticos los nuevos populistas, en vez de nuevos fascistas? O,
por lo menos, ultraderechistas. De la misma manera, no comprendo a qué
viene acuñar ese tonto palabro de la posverdad, cuando en
realidad queremos referirnos a las mentiras cochinas de toda la vida. Mentir, manipular, engañar, estafar, eso es lo que hacen estos líderes. No hace falta inventar términos: es una actividad inmunda con una vieja
tradición en la historia de la humanidad. La mentira como crimen social y
político. Total, que aquí estamos, en fin, en un mundo cada día más desgarrado
entre el progreso y la reacción, entre el futuro y la involución. Medio
planeta quiere regresar a la horda, protegerse detrás de banderas cada
vez más pequeñas, enorgullecerse de una tonta y falsa homogeneidad,
aunque para ello tengan que teñirse de rubio. En el libro Sólo para gigantes,
de Gabi Martínez, leí este proverbio beduino: “Yo contra mi hermano. Yo
y mi hermano contra nuestro primo. Yo, mi hermano y nuestro primo
contra los vecinos. Todos nosotros contra el forastero”, y me espeluznó
la lucidez con la que retrata ese impulso suicida, tan primitivo y
profundamente humano, de la atomización tribal, del odio al otro. Llevamos milenios intentando construir sociedades cada vez más complejas
que permitan la convivencia en la diferencia, pero ahora una manada de
energúmenos está corriendo en tropel hacia las cavernas. Siempre sostuve que debería obligarse a la gente a viajar; que la
educación pública tendría que incluir al menos un año forzoso de
estancia en el extranjero, porque ver otros mundos nos hace menos
intolerantes y menos incultos. Hoy sigo pensando lo mismo, pero con
matices. Porque Trump ha debido de viajar mucho, pero no le ha servido
de nada. Y he visto reportajes de jubilados británicos que llevan 15
años viviendo en nuestras costas y no sólo no hablan español, sino que
muchos han votado al Brexit y están empeñados en echar a los
polacos de Reino Unido. O sea, que hay personas que viajan como si
fueran maletas, envueltos en el impenetrable capullo de su mentecatez .
En cambio, Kant, por ejemplo, no salió nunca de su ciudad natal,
Königsberg, hoy la rusa Kaliningrado, y le cupo el universo en la
cabeza. Y lo digo en sentido literal, porque, además de su ingente obra
filosófica, Kant dedujo acertadamente que el sistema solar se formó de
una nube de gas o que la Vía Láctea era un gran disco de estrellas. Lo
importante, pues, es abrir los ojos e intentar atisbar y comprender el
mundo más allá de nuestra pequeñez. Lo importante es ponerse en pie,
alzar la cabeza y reaccionar. El pasado diciembre, en Austria, nos salvamos por muy poco de la extrema
derecha cuando el candidato ecologista, Van der Bellen, ganó al ultra
Hofer. Hace un par de semanas, en Holanda, hemos escapado por más margen
de caer en manos de esa cosa cabelluda y feroz llamada Wilders. Esta
progresión en el rechazo de los nuevos brutos me ha levantado el ánimo:
se diría que la sociedad se está rearmando frente a los retrógrados. Crece el racismo en el mundo, desde luego; medra la xenofobia, el miedo
al diferente. Pero también parece que empieza a cuajar cierta
movilización en defensa de los derechos democráticos duramente obtenidos
a lo largo de los siglos. Que cunda. Vivamos mirando al firmamento y no
contándonos los pelos del ombligo, maldita sea.
El resquicio para salvarse de las películas “piadosas” de la Semana
Santa de antaño eran “las de romanos”, hoy también refugio pagano.
ES EXTRAÑO cómo perviven algunas costumbres de la infancia,
mientras que otras se olvidan para siempre. Para parte de mi generación,
de la anterior y de la siguiente, la horrorosa Semana Santa tiene un
lado divertido y festivo cuyo origen, sin embargo, se remonta a uno de
los rasgos más siniestros de aquélla. Hoy cuesta creerlo, pero durante todo el católico-franquismo, la Iglesia
logró arrancarle al régimen no pocas imposiciones para el conjunto de
la ciudadanía. De niño y adolescente odiaba esa época con todas mis
fuerzas: no era sólo que las calles –exactamente igual que ahora– se
vieran tomadas impune y abusivamente por tétricas procesiones de
encapuchados, enlutadas señoras ceñudas, penitentes descalzos que se
azotaban los lomos y ominosas trompetas y tambores, como si los zombies más atroces se apoderaran del espacio público, o quizá el Ku-Klux-Klan con libertad plena para sus aquelarres crematorios. Era que durante ocho interminables jornadas –o eran diez, desde el
llamado Viernes de Dolores hasta el Domingo de Resurrección que ponía
fin a la pesadilla–, la radio y la televisión tenían prohibidas las
canciones “alegres”, es decir, casi todas las canciones; los cines se
veían obligados a interrumpir sus programaciones normales y a proyectar
películas “piadosas”, por lo general sórdidas y soporíferas; en los
hogares católicos (y el de mis padres lo era, sin la menor exageración,
por suerte), a los niños se nos reprendía si cantábamos o silbábamos –en
aquellos tiempos se cantaba y silbaba mucho, y por eso los españoles
sabían entonar y no hacer gallos, a diferencia de hoy: la educación
musical abandonada como la de la Filosofía y la Literatura–. “No debéis
mostrar alegría”, nos regañaban las abuelas, “porque estos son días de
luto y de gran lamento”. No entendíamos que se lamentara por decreto una
imprecisa leyenda con veinte siglos de retraso. ¿Teníamos que estar
tristes por eso críos de nueve o diez años, tendentes al contento? Ni un
cine desobedecía: supongo que los multaban o cerraban si alguno se
atrevía a exhibir un western, o una bélica o de risa, no digamos una
comedia como Con faldas y a lo loco, que la Iglesia consideraba obscena. Los niños temíamos aquella eternidad de capirotes malignos, de
efigies feas y tenebrosas, aquella celebración malsana (¿cuántas
procesiones diarias?, ¿cuántas sigue habiendo en 2017?) de remotas
truculencias. No nos engañemos: aquellas Semanas Santas se parecían
enormemente a los territorios hoy controlados por el Daesh o por los
talibanes, en los que todo está vedado: la alegría, la música, el
tabaco, el alcohol, la risa, el fútbol, el baile, la cara afeitada, un
centímetro de piel descubierta, todo. Al menos aquí no se latigaba ni
degollaba al infractor. Pero el espíritu era similar.
Sin embargo, había un resquicio. Entre las películas “piadosas” se
aceptaban las bíblicas y las que sucedían en tiempos de Cristo, con
mayor o menor presencia de lo religioso. Lo cual significaba, en la
práctica, que se proyectaban masivamente “las de romanos”, como entonces
se las conocía (el término peplum se popularizó más tarde). Y como
algunas de las de aquella época eran excelentes, y principalmente de
aventuras, los niños nos refugiábamos en ellas y así huíamos de Molokai, Marcelino pan y vino y Fray Escoba, que nos resultaban tostoníferas. Nos acostumbramos a ver cada año, en estas fechas, Ben-Hur y Quo Vadis, Barrabás y Los diez mandamientos, Rey de Reyes y La túnica sagrada, Espartaco y La caída del Imperio Romano, de las que tanto copió Gladiator hace ya decenio y medio. Pues bien, conozco a bastantes personas, entre ellas la por mí más
querida, que, cuando llega la Semana Santa todavía insoportable en las
calles, se las prometen muy felices ante la perspectiva de ponerse en
DVD –otra vez– todas esas películas. O de pillarlas en televisión, pues
no son pocos los canales que se apuntan a esa costumbre o nostalgia y
vuelven a programarlas. Es como si las fechas nos dieran licencia para
atracarnos de películas “de romanos”, algo que no solemos permitirnos en
otoño, invierno o verano. La vieja imposición de la infancia –mejor
dicho, el viejo resquicio por el que respirábamos– se convierte en
patente de corso para abandonarnos sin mala conciencia a un festín de
bajas pasiones e inauditas crueldades de la antigüedad más vistosa. Ahora tocan las carreras de cuadrigas, los combates de gladiadores y los
envenenamientos en palacio, toca ver al malvado Frank Thring
interpretando a Herodes, al despiadado Ustinov a Nerón y al histriónico
Christopher Plummer a Cómodo. A Jack Palance con sus escalofriantes
risotadas silenciosas y a Stephen Boyd o Messala con sus turbios odios y
amores. Las apariciones del Cristo o de San Juan Bautista o la
Magdalena son aburridos paréntesis que pagamos con gusto. Hemos heredado
eso: licencia para sumergirnos en el incomparable mundo romano
ficticio. Lo pagano en su apogeo.
Levi's celebra la popularidad de sus pantalones con un documental en el festival Moritz Feed Dog de Barcelona.
Tracey Panek, historiadora de Levi's y responsable del archivo posa con unos vaqueros de 1890.Albert Garcia
Tracey Panek se enfunda unos guantes de algodón blanco antes de
desenvolver un paquete.
Cuidadosamente, retira la tela que lo cubre y
asoman unos vaqueros viejos.
No son unos cualesquiera, son unos Levi’s del
año 1890, que están entre las 20 piezas del siglo XIX que el archivo de
la compañía tiene en su sede de San Francisco.
Los más antiguos que
conservan no salen de allí, están en un armario “a prueba de fuego”,
afirma la historiadora de Levi’s y responsable de su archivo.
No lo dice
para exagerar, esta empresa ya sabe qué es perderlo todo en un
incendio.
En 1906, su fábrica y todo lo que almacenaba quedó destrozado
por el terremoto e incendio que arrasaron la ciudad californiana, en una
de las catástrofes más brutales que recuerda Estados Unidos.
Panek visitó Barcelona para presentar el documental The 501 jean: stories of an original,
dirigido por Harry Israelson, que cuenta la historia de los
emblemáticos Levi’s 501, desde sus orígenes obreros en 1873 hasta su
éxito vistiendo personas de cualquier edad y clase social de todo el
mundo. La película se proyectó esta semana en Moritz Feed Dog,
el único festival de documental de moda español, que se celebra en
Barcelona hasta este domingo. Con este trabajo, Levi’s quiere festejar
la influencia de sus vaqueros en la cultura popular y el pasado jueves
jueves presentó el cuarto capítulo, que muestra la devoción de los
japoneses por el denim. El documental recuerda sus inicios como una prenda popular, creada
para la clase trabajadora, que en aquel momento necesitaba prendas
resistentes. El tejido denim ya existía a finales del siglo
XIX, la gran idea de Levi Strauss y Jacob Davis fue reforzar las
costuras con remaches metálicos, para lograr unos vaqueros mucho más
fuertes. Así nació el 501, que en sus inicios se llamaba overall y era mucho más ancho, porque se vestían encima de los calzones típicos de la época.
El bikini de Love Melody hecho con Levi's.
Si los 501 han llegado a la actualidad convertidos, según la revista Time,
en el mejor diseño del siglo XX, es en gran parte porque son unos
pantalones clásicos que se han adaptado a las demandas del consumidor,
argumenta Panek. Se han rediseñado muchísimas veces para evolucionar con
la sociedad. Del bolsillo único trasero se pasó al doble bolsillo, de
los remaches en la costura de la entrepierna y los bolsillos traseros se
optó por eliminar algunos de ellos. La cinta ajustable trasera y los
botones para los tirantes también se eliminaron cuando se popularizó el
cinturón y se incorporaron las trabillas. Y así hasta llegar a los
modelos ceñidos de los últimos años.