Ser madre o padre biológico puede ser un anhelo, pero no un derecho inalienable.
Con estas líneas no voy a ganar amigos.
Puede, incluso, que pierda alguno muy querido. Pero hay asuntos que nos aluden personalmente y que nos arañan la conciencia aunque no nos toquen nada.
Cierto que no tuve problemas para concebir, gestar y parir a mis hijas.
Al revés, fue dicho y hecho, hijos, soy ubérrima.
Cierto que nadie cercano los ha tenido hasta ese punto.
Cierto, por tanto, que no puedo ponerme en la piel de los que ansiando ser padres y, no pudiendo o no queriendo acudir a la reproducción asistida o la adopción, invierten todas sus ganas, tiempo y dinero en contratar a una desconocida a miles de kilómetros para que reciba en su útero sus gametos y geste y para a sus hijos.
Un vientre de alquiler; una gestación subrogada, según el eufemismo que prefieren quienes la usan; una mujer horno, sin paños calientes.
Una incubadora humana que, OK, voluntariamente y a cambio de una compensación económica o un deseo de ayudar al otro, en el mejor y menos creíble de los casos, llevará nueve meses en su seno a una futura persona carne de su carne aunque no sea genes de sus genes, para luego entregarla a sus legítimos progenitores.
No sé. Se me hace bola.
Cierto que la ciencia no resuelve todas las infertilidades.
Que la adopción es una carrera de obstáculos.
Que quien puede pagarlo lo hace fuera y que es iluso ponerle puertas al globo.
La vocación de trascendencia, amor y proyección en el otro alienta la paternidad desde que el hombre es hombre.
Ser madre o padre biológico puede ser un anhelo, pero no un derecho inalienable.
La posible regulación de la gestación subrogada divide al PP y al PSOE. No me extraña.
No es un asunto ideológico. Es más bien, sí, una cuestión de tripas. Y de conciencia.
No estoy orgullosa de las mías. No sé si cambiaría de opinión si tuviera a alguien querido en esa tesitura.
Solo sé que las mujeres no somos hornos. Y que tenía que decirlo.
Puede, incluso, que pierda alguno muy querido. Pero hay asuntos que nos aluden personalmente y que nos arañan la conciencia aunque no nos toquen nada.
Cierto que no tuve problemas para concebir, gestar y parir a mis hijas.
Al revés, fue dicho y hecho, hijos, soy ubérrima.
Cierto que nadie cercano los ha tenido hasta ese punto.
Cierto, por tanto, que no puedo ponerme en la piel de los que ansiando ser padres y, no pudiendo o no queriendo acudir a la reproducción asistida o la adopción, invierten todas sus ganas, tiempo y dinero en contratar a una desconocida a miles de kilómetros para que reciba en su útero sus gametos y geste y para a sus hijos.
Un vientre de alquiler; una gestación subrogada, según el eufemismo que prefieren quienes la usan; una mujer horno, sin paños calientes.
Una incubadora humana que, OK, voluntariamente y a cambio de una compensación económica o un deseo de ayudar al otro, en el mejor y menos creíble de los casos, llevará nueve meses en su seno a una futura persona carne de su carne aunque no sea genes de sus genes, para luego entregarla a sus legítimos progenitores.
No sé. Se me hace bola.
Cierto que la ciencia no resuelve todas las infertilidades.
Que la adopción es una carrera de obstáculos.
Que quien puede pagarlo lo hace fuera y que es iluso ponerle puertas al globo.
La vocación de trascendencia, amor y proyección en el otro alienta la paternidad desde que el hombre es hombre.
Ser madre o padre biológico puede ser un anhelo, pero no un derecho inalienable.
La posible regulación de la gestación subrogada divide al PP y al PSOE. No me extraña.
No es un asunto ideológico. Es más bien, sí, una cuestión de tripas. Y de conciencia.
No estoy orgullosa de las mías. No sé si cambiaría de opinión si tuviera a alguien querido en esa tesitura.
Solo sé que las mujeres no somos hornos. Y que tenía que decirlo.