Luis Antonio de Villena demuestra con un poemario y un libro de memorias que todo puede ser alta cultura, ya se trate de la movida de los ochenta o del exhibicionismo actual.
Luis Antonio de Villena
es un escritor total bajo el signo de poeta. La idea de totalidad
poética no indica solo el cultivo de distintos géneros literarios, sino
una vida entregada a la escritura, desde su temprana entrada con 19 años
hasta estos dos últimos libros, publicados al borde los 64.
Son dos libros para un momento vital único: memorias (El fin de los palacios de invierno) y poemas (Imágenes en fuga de esplendor y tristeza), que bien pueden leerse por separado, aunque invitan a que el lector sea también total.
Además de intercambiar los rasgos de ambos (poético y narrativo, incluso novelesco), De Villena también evoca otros libros suyos.
Sus lectores más fieles constatarán que Imágenes en fuga… es el reverso lejano de entregas inaugurales como Hymnica o Huir del invierno.
Los himnos han dejado paso a las elegías, porque todo se prepara para ese invierno del que siempre quiso huir nuestro poeta.
El joven que en Un arte de vida se propuso: “si al final todo es duro / saber ser como Verlaine, el rey de un palacio de invierno”, rotula ahora el balance de sus días con ese mismo final. Así, sin decirlo, nos dice que es un momento duro.
A destiempo, en su juventud, publicó De Villena otro libro de memorias, Ante el espejo, convertido en apunte profético.
El espejo mismo se ha vuelto alegoría moral, que en el retorno desvela sus paradojas: la fundamental es la gran importancia que ha tenido la familia para este solitario.
La otra paradoja es la del amor, casi siempre ausente, que aquí (y en Imágenes en fuga…) recibe una atención singular.
En la fusión de ambas, la figura materna, verdadera coprotagonista de esta vida.
Hay páginas para explicar su negativa relación con el catolicismo desde los tiempos preconciliares hasta el papa Francisco.
Hay espacio para una teoría cordial de España, tan necesaria desde nuestra izquierda, y también una teoría de Madrid, su ciudad.
El fin de los palacios de invierno es un volumen amenísimo para conocer cómo vive un escritor de nuestro tiempo, incluyendo sus miserias y sus maravillas cotidianas.
Un cuadro muy rico lo construyen los amigos y los escritores, dos grupos que rápidamente se funden en uno, salvo figuras ligeramente descolocadas.
Los coetáneos (novísimos, artistas de la movida) y los maestros reciben perfiles que todavía pueden resultar sorprendentes a muchos.
De Villena irrumpió en la literatura casi al mismo tiempo que en la vida gay.
Desde entonces, nadie como él ha encarnado la eclosión de la cultura gay en nuestras letras.
Eso sí que merece una lectura paralela de los dos libros.
Lo que en las memorias se enumera como una serie de episodios y reflexiones, en los poemas se vuelve una sucesión fulgurante de sentimientos.
En las memorias la distancia del tiempo se suma a la del lenguaje. En Imágenes hay una inmediatez prodigiosa de ambos.
Parecía que nuestros novísimos, como alquimistas, habían transmutado en oro literario el auge pop de la imagen, pero ahora sabemos que aquello no fue sino un aperitivo de este apogeo vertiginoso que ha traído Internet.
Una vez más, De Villena atestigua espléndidamente ambos extremos, especialmente el presente, en sus Imágenes en fuga…
Ha regresado la fotografía, de modo que este libro del siglo XXI, que reproduce instantáneas inolvidables, recuerda algunos del siglo XIX, porque la imagen fascina al salvaje posmoderno más aún de lo que fascinó al civilizado moderno: no son ilustraciones, sino puntos de partida para desplazamientos muy bellos.
Como los primeros espectadores de cine, el poeta y sus lectores se asombran ante el movimiento en secuencias breves —gifs, vídeos de la Red, retransmisiones por webcam de la intimidad sexual.
Ese movimiento, recogido en el título y en la imagen de portada, es todo un lema.
Gracias a él los retratos de Tennessee Williams o de Borges alternan con los de Justin Bieber o los de jovencitos gimnastas anónimos.
El cibersexo, tan presente en estos poemas, lleva a su culminación tendencias literarias como el voyerismo o la melancolía.
Para convertir en oro tanta cantidad y tanta fugacidad hace falta ser más que un alquimista.
De Villena se reviste de auténtico rey Midas. Vuelve áureo todo lo que toca.
Igual que ha sucedido con la imagen, la cultura pop parecía de masas, pero no era nada comparada con este paroxismo en el que todo se exhibe.
Ahora sí que todo puede ser vulgar.
De Villena, aristócrata del espíritu, sabe que todo, incluidos los despojos, puede ser alta cultura.
Desde su primer libro está compartiendo lo sublime del mundo. Una prueba es la naturalidad —fruto del amor— con la que reiteradamente evoca el mundo grecorromano.
Es un poeta. Tiene el secreto para volver inmortal lo efímero.
Son dos libros para un momento vital único: memorias (El fin de los palacios de invierno) y poemas (Imágenes en fuga de esplendor y tristeza), que bien pueden leerse por separado, aunque invitan a que el lector sea también total.
Además de intercambiar los rasgos de ambos (poético y narrativo, incluso novelesco), De Villena también evoca otros libros suyos.
Sus lectores más fieles constatarán que Imágenes en fuga… es el reverso lejano de entregas inaugurales como Hymnica o Huir del invierno.
Los himnos han dejado paso a las elegías, porque todo se prepara para ese invierno del que siempre quiso huir nuestro poeta.
El joven que en Un arte de vida se propuso: “si al final todo es duro / saber ser como Verlaine, el rey de un palacio de invierno”, rotula ahora el balance de sus días con ese mismo final. Así, sin decirlo, nos dice que es un momento duro.
A destiempo, en su juventud, publicó De Villena otro libro de memorias, Ante el espejo, convertido en apunte profético.
El espejo mismo se ha vuelto alegoría moral, que en el retorno desvela sus paradojas: la fundamental es la gran importancia que ha tenido la familia para este solitario.
La otra paradoja es la del amor, casi siempre ausente, que aquí (y en Imágenes en fuga…) recibe una atención singular.
En la fusión de ambas, la figura materna, verdadera coprotagonista de esta vida.
Hay páginas para explicar su negativa relación con el catolicismo desde los tiempos preconciliares hasta el papa Francisco.
Hay espacio para una teoría cordial de España, tan necesaria desde nuestra izquierda, y también una teoría de Madrid, su ciudad.
El fin de los palacios de invierno es un volumen amenísimo para conocer cómo vive un escritor de nuestro tiempo, incluyendo sus miserias y sus maravillas cotidianas.
Un cuadro muy rico lo construyen los amigos y los escritores, dos grupos que rápidamente se funden en uno, salvo figuras ligeramente descolocadas.
Los coetáneos (novísimos, artistas de la movida) y los maestros reciben perfiles que todavía pueden resultar sorprendentes a muchos.
De Villena irrumpió en la literatura casi al mismo tiempo que en la vida gay.
Desde entonces, nadie como él ha encarnado la eclosión de la cultura gay en nuestras letras.
Eso sí que merece una lectura paralela de los dos libros.
Lo que en las memorias se enumera como una serie de episodios y reflexiones, en los poemas se vuelve una sucesión fulgurante de sentimientos.
En las memorias la distancia del tiempo se suma a la del lenguaje. En Imágenes hay una inmediatez prodigiosa de ambos.
Parecía que nuestros novísimos, como alquimistas, habían transmutado en oro literario el auge pop de la imagen, pero ahora sabemos que aquello no fue sino un aperitivo de este apogeo vertiginoso que ha traído Internet.
Una vez más, De Villena atestigua espléndidamente ambos extremos, especialmente el presente, en sus Imágenes en fuga…
Ha regresado la fotografía, de modo que este libro del siglo XXI, que reproduce instantáneas inolvidables, recuerda algunos del siglo XIX, porque la imagen fascina al salvaje posmoderno más aún de lo que fascinó al civilizado moderno: no son ilustraciones, sino puntos de partida para desplazamientos muy bellos.
Como los primeros espectadores de cine, el poeta y sus lectores se asombran ante el movimiento en secuencias breves —gifs, vídeos de la Red, retransmisiones por webcam de la intimidad sexual.
Ese movimiento, recogido en el título y en la imagen de portada, es todo un lema.
Gracias a él los retratos de Tennessee Williams o de Borges alternan con los de Justin Bieber o los de jovencitos gimnastas anónimos.
El cibersexo, tan presente en estos poemas, lleva a su culminación tendencias literarias como el voyerismo o la melancolía.
Para convertir en oro tanta cantidad y tanta fugacidad hace falta ser más que un alquimista.
De Villena se reviste de auténtico rey Midas. Vuelve áureo todo lo que toca.
Igual que ha sucedido con la imagen, la cultura pop parecía de masas, pero no era nada comparada con este paroxismo en el que todo se exhibe.
Ahora sí que todo puede ser vulgar.
De Villena, aristócrata del espíritu, sabe que todo, incluidos los despojos, puede ser alta cultura.
Desde su primer libro está compartiendo lo sublime del mundo. Una prueba es la naturalidad —fruto del amor— con la que reiteradamente evoca el mundo grecorromano.
Es un poeta. Tiene el secreto para volver inmortal lo efímero.