NO HAY DÍA sin que en las páginas de la prensa, que algunos
llaman escaparate, aparezca un cadáver sirio. O dos. O una docena (ya
vamos viendo la cursilada cruel que implica lo de llamar “escaparate” a
espectáculos como el presente). Lo increíble es la variedad de difuntos que somos capaces de
producir: mujeres, hombres, niños, ancianos, cada uno con su
correspondiente parentesco: padre, madre, hermano, nieto, etcétera. Unas
veces los vemos entre cascotes, otras en el medio del campo, y en
ocasiones de pie, con los ojos abiertos y los labios en el trance de
pronunciar una palabra, actuando, es decir, como si vivieran, cuando en
realidad están tan muertos como los muertos a los que amortajan .
Aquí tenemos a un grupo hombres adecentando un par de cadáveres. Estamos en Douma, pero la escena se repite como un eco en decenas o en
cientos de ciudades. Lo que queríamos señalar es que los vivos de la
foto quizá sean también difuntos virtuales que entretienen la espera en
manualidades fúnebres que a los europeos con buena conciencia nos sirven
también como lecciones de antropología. Fíjense, si no, en los
sudarios, tan diferentes de los nuestros, pues aquí enterramos en traje
de calle, a veces con la misma chaqueta y los mismos pantalones de la
boda, chaquetas y pantalones, por cierto, llenos de bolsillos, por si
quisiéramos llevarnos el móvil al lado de allá.
Estos pobres, en cambio, se van con menos de lo que trajeron y se van
pronto porque la esperanza de vida, en su barrio, es nula. Esperamos sin
mala conciencia la próxima fotografía con alguna curiosidad de carácter
étnico.
La estafa de Unetenet puede que se aprovechara de la banal credulidad
humana: poner en marcha un machacón rumor para hacerlo verdad.
NO SÉ SI recuerdan la estafa de Unetenet (vale, digamos
presunta, porque el juicio aún no se ha celebrado). Un tipo llamado José
Manuel Ramírez y su novia, Pilar Otero, dos listillos de unos 40 años
con un radiante aspecto de relaciones públicas de discoteca, todo
sonrisas y coches descapotables, montaron la típica trampa piramidal, ya saben, una de esas estructuras
huecas que sólo funcionan mientras siguen captando incautos. Los
detuvieron en octubre de 2015, pero aún se está investigando el alcance
de sus manejos, y se acaba de saber que actuaron en 78 países. Hay que
reconocer que los españoles somos los reyes de la picaresca. Lo más inquietante es que el negocio era un engaño tan obvio que pasma
pensar que alguien picara. Verán, prometían una rentabilidad anual del
188% de la inversión, y para ello lo único que tenías que hacer era
copiar y pegar anuncios en una página web durante 10 minutos al día, una
memez palmaria. Pero, por si esto no bastara, resulta que los incautos
pagaban en euros o dólares, dinero de verdad, pero recibían sus
ganancias en una moneda virtual inventada por este botarate, un dinero
de mentirijillas que recibía el ridículo nombre de unete y que
supuestamente equivalía al dólar. O sea, que a decenas de miles de
personas no les pareció raro el estúpido e inútil trabajo que les
proponían. No les mosqueó que por esos 10 minutos diarios de paripé les
prometieran riquezas opíparas. Y ni siquiera les inquietó que les dieran
dinero de juguete. Ellos entregaban sus ahorros contantes y sonantes y a
cambio recibían los fabulosos unetes y se quedaban tan
contentos. En un año y medio, Ramírez se hizo con 20,7 millones de euros
en Italia, 12 en España, 3 en Estados Unidos…, y así hasta alcanzar los
78 países. Alucinante. Y seguro que estos pardillos no eran todos tan idiotas como nos
parecen. Es evidente que los humanos creemos lo que queremos o
necesitamos creer, al margen de la veracidad del hecho, de las pruebas o
de la más simple lógica. Y lo peor es que esto nos sucede a todos. Como
periodista sé bien que hay que extremar el cuidado cuando estás
tratando un tema en el que te sientes fuertemente implicada (por
ejemplo, en mi caso podría ser la pena de muerte, de la que soy una
apasionada detractora), porque es muy posible que tiendas a ignorar
datos contrarios a tus opiniones o a dar por buenos, con ciega
confianza, hechos no probados que te apoyen.
Y es que la credulidad humana es banal e influenciable. Múltiples
estudios han demostrado que basta con repetir algo varias veces para que
la gente lo acepte. Dicho de otro modo: las personas otorgamos
automáticamente más credibilidad a las cosas que hemos oído antes,
aunque sean falsas. Es un fenómeno que un estudio de la Universidad de Michigan llama distorsión de memoria; otras investigaciones lo denominan la ilusión de verdad. Se diga como se diga, nos sucede a todos, porque es un atajo que el
cerebro toma para moverse mejor en el inmenso caos de información que
manejamos cada día. Es muy posible que Ramírez, que organizaba grandes
actos públicos para cazar clientes, se aprovechara de eso: de poner en
marcha el machacón rumor de que Unetenet era un negocio bomba.
Que repetir convence es algo que han sabido intuitivamente los
políticos desde tiempo inmemorial. Por eso todos los partidos se aferran
a un puñado de eslóganes que sueltan una y otra vez como letanías. La
cosa consiste en encontrar dos o tres simplezas llamativas y taladrar
con ellas la cabeza del ciudadano. Es una herramienta poderosa y es lo
que hace que las dictaduras, que tienen la exclusiva de la repetición,
resulten tan persuasivas para la mayoría de sus víctimas. “Una mentira
repetida mil veces se convierte en verdad”, reza una famosa frase
atribuida al espeluznante Göbbels, el ministro de Propaganda de Hitler. ¿O quizá no era suya? Porque otros aseguran que la frase es de Lenin, y
que Göbbels tan sólo la recogió. Pero ni unos ni otros proporcionan los
datos pertinentes ni el contexto de la frase, así que quizá no la
dijeran ninguno de los dos, pese a llevar la fama.
Pero ya saben, basta con repetir algo las suficientes veces para que lo creamos. Aterra pensar lo débiles que somos.
El problema no es que haya idiotas desaforados exigiendo censuras y
vetos, sino que se les haga caso y se estudien sus reclamaciones
imbéciles.
LO COMENTABA hace unas semanas Jorge Marirrodriga en este
diario: el sindicato de estudiantes de la Escuela de Estudios Orientales
y Africanos de la Universidad de Londres “ha exigido que desaparezcan
del programa filósofos como Platón, Descartes y Kant, por racistas,
colonialistas y blancos”. Supongo que también se habrá exigido (hoy todo el mundo exige, aunque
no esté en condiciones de hacerlo) la supresión de Heráclito,
Aristóteles, Hegel, Schopenhauer y Nietzsche. La noticia habla por sí
sola, y lo único que cabe concluir es que ese sindicato está formado por
tontos de remate. Pero claro, no se trata de un caso aislado y
pintoresco. Hace meses leímos –en realidad por enésima vez– que en
algunas escuelas estadounidenses se pide la prohibición de clásicos como Matar a un ruiseñor y Huckleberry Finn,
porque en ellos aparecen “afrentas raciales”. Dado que son dos clásicos
precisamente antirracistas, es de temer que lo inadmisible es que
algunos personajes sean lo contrario y utilicen la palabra “nigger”, tan impronunciable hoy que se la llama “la palabra con N”. El problema no es que haya idiotas gritones y desaforados en todas
partes, exigiendo censuras y vetos, sino que se les haga caso y se
estudien sus reclamaciones imbéciles. Un comité debía deliberar acerca
de esos dos libros (luego aún no estaban desterrados), pero esa
deliberación ya es bastante sintomática y grave. También se analizan
quejas contra el Diario de Ana Frank, Romeo y Julieta (será porque los protagonistas son menores) y hasta la Biblia,
a la que se objeta “su punto de vista religioso”. Siendo el libro
religioso por antonomasia, no sé qué pretenden los quejicas. ¿Que no lo
tenga?
La presión sobre la libertad de opinión se ha hecho inaguantable. Se miden tanto las palabras que casi nadie dice lo que piensa
Hoy no es nadie quien no protesta, quien no es víctima, quien no se
considera injuriado por cualquier cosa, quien no pertenece a una minoría
o colectivo oprimidos. Los tontos de nuestra época se caracterizan por
su susceptibilidad extrema, por su pusilanimidad, por su piel tan fina
que todo los hiere. Ya he hablado en otras ocasiones de la pretensión de
los estudiantes estadounidenses de que nadie diga nada que los
contraríe o altere, ni lo explique en clase por histórico que sea; de no
leer obras que incluyan violaciones ni asesinatos ni tacos ni nada que
les desagrade o “amenace”. . Reclaman que las Universidades sean “espacios seguros” y
que no haya confrontación de ideas, porque algunas los perturban. Justo
lo contrario de lo que fueron siempre: lugares de debate y de libertad
de cátedra, en los que se aprende cuanto hay y ha habido en el mundo,
bueno y malo. No es tan extraño si se piensa que hoy todo se ve como
“provocación”. Un directivo del Barça ha sido destituido fulminantemente
porque se atrevió a opinar –oh sacrilegio– que Messi, sin sus
compañeros Iniesta, Piqué y demás, no sería tan excelso jugador como es. Lo cual, por otra parte, ha quedado demostrado tras sus actuaciones con
Argentina, en las que cuenta con compañeros distintos. Y así cada día. Cualquier crítica a un aspecto o costumbre de un sitio se toma como
ofensa a todos sus habitantes, sea Tordesillas con su toro o Buñol con
su “tomatina” guarra. La presión sobre la libertad de opinión se ha hecho inaguantable. Se
miden tanto las palabras –no se vaya a ofender cualquier tonto ruidoso, o
las legiones que de inmediato se le suman en las redes sociales– que
casi nadie dice lo que piensa. Y casi nadie osa contestar: “Eso es una
majadería”, al sindicato ese de Londres o a los padres quisquillosos que
pretenden la expulsión de clásicos de las escuelas. Antes o después
tenía que haber una reacción a tantas constricciones. Lo malo es que a
los tontos de un signo se les pueden oponer los tontos del signo
contrario, como hemos visto en el ascenso de Le Pen y Putin y en los
triunfos del Brexit y Trump. A éste sus votantes le han jaleado sus groserías y sandeces, sus
comentarios verdaderamente racistas y machistas, sus burlas a un
periodista discapacitado, su matonismo. Debe de haber una gran porción
de la ciudadanía harta de los tontos políticamente correctos, agobiada
por ellos, y se ha rebelado con la entronización de un tonto opuesto.
Alguien tan simplón y chiflado como esos estudiantes londinenses
censores de los “filósofos blancos”. No alguien razonable y enérgico
capaz de decir alguna vez: “No ha lugar ni a debatirse”, sino un
insensato tan exagerado como aquellos a los que combate. Cuando se cede
el terreno a los tontos, se les presta atención y se los toma en serio;
cuando éstos imponen sus necedades y mandan, el resultado suele ser la
plena tontificación de la escena. A unos se les enfrentan otros, y la
vida inteligente queda cohibida, arrinconada. Cuando ésta se acobarda,
se retira, se hace a un lado, al final queda arrasada.
Cien años de soledad es un vallenato, dijo Gabriel García
Márquez de su obra. Con la veda abierta, la historia de la familia
Buendía ha cumplido 50 años envuelta en tantas interpretaciones como
lectores tiene. "El mérito es del que escribió el libro", aseguraba
Fernando Aramburu, auto de Patria, tras leer el fragmento final
de la novela del primer Nobel colombiano. El escritor español forma
parte del grupo de ciudadanos que durante tres días, dos horas por
jornada, leen el libro en Cartagena de Indias para conmemorar este
aniversario y "mantenerlo vivo", apostilla Jaime Abello, responsable de
la Fundación para el Nuevo Periodismo Iberoamericano (FNPI) fundada por García Márquez que ha organizado esta iniciativa en el marco del Hay Festival. "Es una lectura plural y multilingüe", explica el director de la FNPI,
"estos tres días vamos a escuchar Cien años de soledad en castellano,
inglés, francés, portugués e italiano". Y se va a escuchar en la voz de
la nómina de autores de distintas partes del mundo que acuden hasta el
29 de enero al Hay Festival, pero también en la de los amigos de
cartageneros de Gabo, y en la de los periodistas locales que como el
escritor, cuentan las historias del Caribe colombiano. "Cada uno ha
escogido el capítulo que más le gusta", apunta Abello. La obra no se va a
leer completa como sucede con El Quijote de Cervantes con la
celebración del Día del Libro en Madrid. "La proeza cultural de este
libro es que, entre otras cosas, cada fragmente tiene vida propia". El
fotógrafo Daniel Mordzinski eligió la parte que le hubiera gustado que
García Márquez le leyera. El escritor colombiano Héctor Abad-Faciolince,
la periodista mexicana Carmen Arístegui y el italiano Iacopo Barison,
entre otros, cerraron la primera jornada de lecturas.
Con ellos un grupo de lectores menos conocidos que, con breves
textos, convencieron a la FNPI de que también tenían que formar parte de
este tributo. Niños, jóvenes, adultos y ancianos que le dan el acento
caribeño al que suena Cien años de soledad. El pequeño José Luis Guzmán
aún no sabe si quiere ser periodista, pero decidió apuntarse al Club El
Nuevo Gabo, una iniciativa del proyecto Cronicando que el Centro Gabo,
adscrito a la FNPI, ha creado para llevar el periodismo a los niños de
los barrios más humildes de Cartagena. "Era un deseo de Gabriel García
Márquez", dice Abello. De estos talleres no solo saldrá el futuro del
mejor oficio del mundo, también "ciudadanos con pensamiento crítico". Guzmán, como sus compañeros de lectura, se presentó, se confundió,
por los nervios, con la hora del día, y comenzó a leer
trastabilleándose, pero sin parar. Otra vez los nervios, el público, la
edad. Cuando terminó, agradeció que le escucharan y le cedió el puesto a
un veterano en esto de las letras. Se sentó a esperar que el resto
leyera. En silencio miraba de un lado a otro y escuchaba el resto de la
novela que resonaba entre los muros coloniales de la Casa del Marqués,
sede de la Cancillería en Cartagena. Las historias de los Buendía
continurán recordándose a la hora malva, cuando el sol cae en la ciudad
amurallada.