COMO LA MUJER de la fotografía, también yo dudaría con cuál
de las dos obras quedarme. En el caso, claro, de que tuviera en casa una
pared con las dimensiones precisas para colgarla. ¿Pero cuál elegir siendo que, sin comprender ninguna de los dos, ambas logran hipnotizarte por igual? Recuerdo haber visto un rothko en el despacho de un ejecutivo de la serie Mad Men en el que había que entrar sin zapatos. El rothko
estaba allí como una demostración de poder, pero no solo de poder
económico. Tratándose del despacho de una agencia de publicidad, se
suponía que significaba algo más. No sé, buen gusto, afán de vanguardia,
quizá una idea de lo que deberían transmitir todos los anuncios. De
poseer una pared y dinero, no solo me compraría esos cuadros, sino
cualquier producto comercial que los evocara. Me viene a la memoria la
última escena de la serie, donde, deslumbrado por un sol de tonalidades
estupefacientes, a Don Draper se le ocurre el anuncio histórico de
Coca-Cola. Me pregunto si los efectos en su mirada de ese sol le trajo a
la memoria el cuadro de Rothko que había en el despacho de su jefe y
que yo, como espectador, esperaba que apareciera en cada capítulo. Estas
pinturas del artista letón producen en el interior del cerebro unos
estallidos de luz semejantes a los del sol intenso de la infancia.
Observen las flores que nacen de uno de los hombros de la espectadora
para descender luego por su espalda . ¿Acaso no da la impresión de que
han surgido por influencia del cuadro de la derecha? Tal es el secreto
de Rothko, lo que consigue que crezca bajo su autoridad.
El mito de la maternidad perfecta es uno de los mayores tabúes que aún
siguen en pie. Es hora de sacar de la clandestinidad emociones y
matices.
HACE POCO estuve en un maravilloso encuentro de clubes de
lectura en Pamplona. Acudieron 460 personas y participé en una
fascinante mesa redonda con cuatro mujeres científicas de primera
categoría, investigadoras en diversos campos: Paloma Virseda y Begoña
Hernández en tecnología y color de los alimentos, Sandra Hervás y Marta
Alonso en dos tratamientos oncológicos pioneros. Las cuatro tiene hijos y todas ellas hablaron de la dificultad de
compaginar el hecho de ser madres con un alto nivel profesional, y de
cómo sentían que de algún modo fallaban tanto en su trabajo como ante
sus niños. Pero fue Sandra Hervás, doctora en Biología e investigadora
de la inmunoterapia del cáncer en el CIMA de la Universidad de Navarra,
quien hizo la intervención más valiente y luminosa en este tema. Contó
las dificultades añadidas que afrontó cuando fue a hacer una estancia
posdoctoral en el Instituto Pasteur de París y tuvo que llevar con ella a
su hijo pequeño. Y, con un sentido del humor sabio y liberador, dijo
cosas como: “El primer día que dejé a mi hijo en la guardería me marché
llorando, pero de alegría. Y eso te produce un sentimiento de
culpabilidad tremendo”.
Yo no tengo descendencia, y ya he hablado en más de una ocasión de la
presión que sufres al respecto. De cómo en cualquier reunión social y
en el transcurso de una conversación banal y agradable alguien puede
preguntarte: “¿Tienes hijos?”, y ante tu respuesta negativa todas las
conversaciones se detienen y el grupo entero se te queda mirando a la
espera de que expliques por qué no. Pero ese apremio para adaptarte al
papel tradicional es una filfa comparado con la auténtica coacción que
me parece que sufren las madres para ser en todo momento unas madres
perfectas. Para representar siempre y sin la menor sombra de duda la
gloria de la maternidad.
Sin duda el mito de la maternidad perfecta es uno de los mayores tabúes que aún siguen en pie en las sociedades democráticas
La socióloga israelí Orna Donath acaba de publicar un magnífico libro titulado Madres arrepentidas
(Reservoir Books) en donde expone el caso de 23 mujeres que, aun amando
a sus hijos, dicen que si pudieran volver atrás no los hubieran tenido. El trabajo ha levantado ampollas y Donath ha recibido ataques
virulentos, aunque tan sólo está reflejando una parte de la realidad
hasta ahora sepultada por el peso marmóreo del deber ser. Por un mandato
sexista que sigue hincado en lo más profundo de nuestras cabezas y que
dicta que la maternidad es el papel estelar en la vida de una mujer,
cuando no el único. Sin duda el mito de la maternidad perfecta es uno de
los mayores tabúes que aún siguen en pie en las sociedades
democráticas. Una mentira casi intocable que ahora algunas valientes
empiezan a atreverse a denunciar.
Como hizo en Pamplona la intrépida Sandra Hervás. Y que conste que ni
ella ni las otras tres científicas de la mesa entraban dentro de la
definición de “madres arrepentidas”. Al contrario que las 23 mujeres
objeto de estudio de Donath, en el hipotético caso de poder dar marcha
atrás nuestras investigadoras hubieran seguido escogiendo tener
descendencia. Pero lo que evidenció la charla de Pamplona y sobre todo
la intervención de la doctora Hervás es la inmensa complejidad del tema y
las muchas sombras de la maternidad.
Como no podía ser menos, por otra parte, a poco que lo analice uno
fuera de la ceguera del prejuicio. Las relaciones humanas son muy
complicadas; incluso con la pareja más querida hay instantes en los que
desearías volatilizarla; toda relación profunda emocional tiene su
precio, conflictos de deseos y de prioridades, cesiones de libertad que
uno debe hacer. Y si esto es así hasta con los amigos, ¿cómo no va a
suceder en la relación madre-hijo, tan importantísima, tan
interdependiente, tan devoradora? Es evidente que ser madre no puede ser
un continuo embeleso y que quizá haya momentos de desesperación en los
que te gustaría que ese niño no existiera, aunque sea un desahogo
momentáneo y en realidad no te arrepientas. Lo malo es que esos sentimientos tan naturales están aplastados bajo la
losa del mito maternal, de modo que muchas mujeres se creen malas madres
por pensar así y llegan a enfermar de culpabilidad. Se me ocurre que es
la hora de empezar a sacar de la clandestinidad todas esas emociones y
esos matices.
Una madre es una madre. Tardamos en pararnos a pensar en lo que ya
acarreaba antes de nuestro nacimiento. Y, en el caso de la mía, era
excesivo.
LLEVABA TANTO tiempo en contacto con Maite Nieto, que se
encarga de recibir y revisar mis artículos, que cuando hace poco nos
vimos las caras por primera vez, me creí en confianza y se me escaparon
un par de comentarios personales. No tengo más que simpatía y agradecimiento hacia ella (como antes hacia
Julia Luzán, que cuidó mis textos durante mi primera etapa), así que le
hablé como si estuviéramos en una de nuestras charlas telefónicas y, en
el reportaje que hizo para el número celebratorio de los cuarenta años
de EPS, apareció el detalle de que acabo de cumplir sesenta y cinco y de
que para mí es una edad “simbólica”, porque fue a la que murió mi
madre. De modo que ya no hay por qué no hablar de ello. De hecho, a mi
madre, Lolita, aún le faltaba una semana para cumplirla, ya que falleció
el 24 de diciembre de 1977 y había nacido el 31 de ese mes. Desde hace
cierto tiempo –hay supersticiones que superan al razonamiento– he temido
la llegada de esa cifra. También es la que tenía al morir otra persona
sumamente importante en mi vida, Juan Benet. No son infrecuentes esas
ideas, esas aprensiones. Una gran amiga, que perdió a su madre cuando
ésta contaba sólo treinta y nueve, estaba convencida de que le tocaría
seguir sus pasos. Por fortuna, ya ha cumplido los cincuenta y cuatro y
está estupendamente, de salud y de aspecto. Conozco muchos más casos. Pero, más allá de esas supersticiones, da que pensar, se hace raro,
descubrir que “de pronto” –no es así, sino muy lentamente– uno es mayor
que su propia madre, de lo que ella llegó a serlo nunca. Cuando escribo
esto, mi edad ha superado en mes y medio la que alcanzó Lolita, aquel 24
de diciembre. Y a uno se le formulan preguntas improcedentes y
absurdas. ¿Por qué? Soy hijo suyo, ¿acaso merezco una vida más larga?
¿Qué la llevó a morir cuando, según la longevidad de nuestra época, era
aún “joven” relativamente? Entonces uno hace repaso, en la medida de sus
conocimientos, y se da cuenta de que su existencia fue mucho más dura y
difícil que la propia. De niño y de joven uno no sabe, o si sabe no
calibra la magnitud del pasado que las personas más queridas y próximas
llevan a cuestas. El mundo empieza con nosotros y lo anterior no nos
atañe. Una madre es una madre, normalmente volcada en sus hijos, que la
reclaman para cualquier menudencia. Tardamos muchísimo en pararnos a
pensar en lo que ya acarreaba antes de nuestro nacimiento. Y, en el caso
de la mía, era excesivo, supongo. Lolita fue la mayor de nueve
hermanos, y al más pequeño le sacaba unos veinte años. Como mi abuela
estaba mal del corazón, a Lolita le tocó hacer de semimadre de los
menores desde muy jovencita. Perdió a dos de ellos cuando eran poco más que adolescentes: a uno se lo
llevó la enfermedad, al otro lo mataron milicianos en Madrid durante la
Guerra, por nada. Sufrió eso, la Guerra, las carencias, el hambre, los
bombardeos franquistas, con mi abuelo refugiado en una embajada (era
médico militar) y mi tío Ricardo oculto quién sabe dónde (era
falangista). Sé que Lolita le llevaba víveres, procurando despistar a
las autoridades. Al que sería su marido, mi padre, lo encarceló el
régimen franquista en mayo del 39 bajo graves y falsas acusaciones, y
entonces ella removió cielo y tierra para sacarlo de la prisión y
salvarle la vida. Según él, mi padre, Lolita era la persona más valiente
que jamás había conocido. Se casaron en 1941, ella publicó un libro con
dificultades, y su primogénito (mi hermano Julianín, al que no conocí)
murió súbitamente a los tres años y medio. Luego nacimos otros cuatro
varones, pero es seguro que ninguno la compensamos de la tristeza de ver
desaparecer sin aviso al primero, sin duda al que más quiso. Hablé de
ello en un libro, Negra espalda del tiempo, y allí creo que
dije algo parecido a esto: era el que ya no podía hacerla sufrir ni
darle disgustos, el que nunca le contestaría mal como suelen hacer los
adolescentes, el que siempre la querría con el querer inigualable y sin
reservas de los niños pequeños, el que no pudo cumplir con las
expectativas pero tampoco con las decepciones, el que siempre
permanecería intacto. Seguro que empleé otras palabras más cuidadas.
Sin duda todo eso desgasta. El esfuerzo temprano, la asunción de
papeles que no le correspondían, la muerte de los hermanos, una gratuita
y violenta; la Guerra, la represión feroz posterior, el novio en la
cárcel y amenazado de muerte, la pérdida del primer niño. Esa biografía
la comparte mi madre con millares de españoles, y las hay peores. Sin ir
más lejos, no es muy distinta de la de mi padre, que en cambio vivió
hasta los noventa y uno. Pero uno no puede por menos de pensar,
retrospectivamente, que cuanto se padece va pesando, mina el ánimo y tal
vez la salud, quita energías y resistencia para lo que resta. Quita
ilusión, aunque ésta se renueve inverosímilmente. Mi madre la renovó en
sus últimos años con su primera nieta, Laura (“Por fin una niña en esta
familia”, decía), pero la disfrutó poco tiempo. Y ahora que ya soy mayor
que Lolita, muchas noches pienso que ella se merecía vivir más tiempo
que yo, y que nada puedo hacer al respecto. Qué extraño es todo.
Era un milagro. Su risa era la música, esa melancolía. Ni una palabra se escucha de Lorca, ni una. Rasgueos de piano, suspiros
de guitarra. El alma del poeta en algunos celajes de sus amigos, la
anécdota de su vida, el drama.
Pero ni una palabra se le escucha en ninguna parte a Lorca. Él es música. Sus palabras son canciones. El drama, la superstición, la magia; no hay en él una sola
palabra que no surreal, metida adentro de la alcancía de recuerdos que,
palabra por palabra, fueron verdad pero él los convirtió en misterio.
Para hacer música. Es imprescindible tener en cuenta esa premisa (Lorca es música) para aprender de la inteligencia de esa canción, Pequeño vals vienés, que Leonard Cohen, a su vez, convirtió en un revuelo de palomas suaves y del que Sílvia Pérez Cruz, en español, es decir, en la música de Lorca propiamente dicha, hizo un poema salvaje, casi una herida. Los dos, o los tres, se pusieron a dialogar con esa canción
de Lorca, que es vals de principio a fin, y el resultado lo describió
ayer en EL PAÍS la poeta española, de raíz de todas partes y finalmente
catalana, en uno de los textos autobiográficos que más rinden cuentas,
desde la poesía, desde la música y desde la vida, a Federico García Lorca, el poeta doliente que ríe. Ese drama surrealista que hay en el pequeño vals vienés
no es tan solo la crónica de un baile, que también lo es, sino que es
en su puridad lingüística más esencial el abecedario del surrealismo que
Lorca quiso: no hay una imagen, ni una sola, que no sea precisa, que no
ensalce la narración de un sueño, el surrealismo vive ahí como un sueño
de arquitecturas maravillosas, volando. Lorca era esa canción, porque Lorca era música. Y hacían
falta músicos (Lorca, Cohen, Sílvia) para aprehender esa sustancia. Ahora publica (EL PAÍS también, casualmente) un disco en el que Lorca es
músico de nuevo, porque esa es su sustancia, no es otra. Su misma
expresión es musical, cuando canta y cuando ríe. Decía Brecht que había que cantar en los tiempos sombríos. Cuesta pensar, y decirlo, que en su momento más delicado y más extremo, y
más inolvidable para los que después quedaron aquí, vivos, tras aquella
guerra que nos sacó los ojos a los españoles viejos y a los españoles
que no habíamos nacido, que Lorca tuviera un resquicio de risa en
ninguna parte. Le segaron la voz arteramente, y dejó tal reguero de música
como reguero de sangre hubo tras él en el extranjero en el que se
convirtió su vida, exiliado en la muerte, roto para el universo de
vivir, vivo para el universo de ser misterio y hombre en otra parte,
poeta.
Esa esencia musical, aérea, del Lorca más surrealista y más vital, más lorquiano,
está en ese pequeño vals que Cohen acarició como si temiera romperlo. Y
esa versión con la que se atrevió Sílvia Pérez Cruz, cuando apenas
tenía la edad de Lorca, suspira por hacer redondas las esquinas de la
vida que abandonó al poeta. Esos versos cantados son la expresión
premonitoria que una joven así es capaz de hacer de la música rota de un
hombre que en ese momento era surrealista para huir de la realidad,
para hacerla aire, suspiro musical, silencio o baile. Para que las palabras le dieran alcance, lo hicieran un ser
vivo imaginándose un fragmento de la mañana en el museo de la escarcha. Música de palomas y de soledad, de muerte y de coñac, habitantes de este
vals de quebrada cintura. Sólo ese poema, sólo esa música, bastaría para que hoy
celebráramos en España, en la lengua española, lo que Cohen quiso decir
en honor de Lorca; lo rescató de la tumba de los tristes, lo puso a
bailar en el mundo. Y Silvia lo hizo otra vez de aquí, lo hizo gritar
ante el mar rojo de la España rota, lo hizo revivir en el silencio
oscuro de tu frente.
Ella es una chiquilla aún, los otros dos han muerto. Uno se
fue sin querer, empujado a la nada hiriente por este país terrible; Cohen se fue en volandas de un disfraz que tiene cabeza de río . Y Silvia
Pérez Cruz, esa estrella de agua, le dijo a los dos, gritando en una
plaza donde ellos ya son música y tan solo, te quiero amor mío, amor
mío, dejar violín y sepulcro, las cintas del vals. Los dos, Leonard y Silvia, son Lorca bailando.