Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

13 nov 2016

El secreto de Rothko......................................................................................Juan José Millás

COLUMNISTAS-REDONDOS_JUANJOSEMILLAS
COMO LA MUJER de la fotografía, también yo dudaría con cuál de las dos obras quedarme. En el caso, claro, de que tuviera en casa una pared con las dimensiones precisas para colgarla. 
¿Pero cuál elegir siendo que, sin comprender ninguna de los dos, ambas logran hipnotizarte por igual?
 Recuerdo haber visto un rothko en el despacho de un ejecutivo de la serie Mad Men en el que había que entrar sin zapatos.
 El rothko estaba allí como una demostración de poder, pero no solo de poder económico.
 Tratándose del despacho de una agencia de publicidad, se suponía que significaba algo más.
 No sé, buen gusto, afán de vanguardia, quizá una idea de lo que deberían transmitir todos los anuncios.
 De poseer una pared y dinero, no solo me compraría esos cuadros, sino cualquier producto comercial que los evocara. 
Me viene a la memoria la última escena de la serie, donde, deslumbrado por un sol de tonalidades estupefacientes, a Don Draper se le ocurre el anuncio histórico de Coca-Cola. 
Me pregunto si los efectos en su mirada de ese sol le trajo a la memoria el cuadro de Rothko que había en el despacho de su jefe y que yo, como espectador, esperaba que apareciera en cada capítulo. Estas pinturas del artista letón producen en el interior del cerebro unos estallidos de luz semejantes a los del sol intenso de la infancia. 

Observen las flores que nacen de uno de los hombros de la espectadora para descender luego por su espalda
. ¿Acaso no da la impresión de que han surgido por influencia del cuadro de la derecha?
 Tal es el secreto de Rothko, lo que consigue que crezca bajo su autoridad.

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Malas madres..............................................................Rosa Montero

El mito de la maternidad perfecta es uno de los mayores tabúes que aún siguen en pie. Es hora de sacar de la clandestinidad emociones y matices.

COLUMNISTAS-REDONDOS_ROSAMONTERO
HACE POCO estuve en un maravilloso encuentro de clubes de lectura en Pamplona. 
Acudieron 460 personas y participé en una fascinante mesa redonda con cuatro mujeres científicas de primera categoría, investigadoras en diversos campos: Paloma Virseda y Begoña Hernández en tecnología y color de los alimentos, Sandra Hervás y Marta Alonso en dos tratamientos oncológicos pioneros.
Las cuatro tiene hijos y todas ellas hablaron de la dificultad de compaginar el hecho de ser madres con un alto nivel profesional, y de cómo sentían que de algún modo fallaban tanto en su trabajo como ante sus niños.
 Pero fue Sandra Hervás, doctora en Biología e investigadora de la inmunoterapia del cáncer en el CIMA de la Universidad de Navarra, quien hizo la intervención más valiente y luminosa en este tema.
 Contó las dificultades añadidas que afrontó cuando fue a hacer una estancia posdoctoral en el Instituto Pasteur de París y tuvo que llevar con ella a su hijo pequeño.
 Y, con un sentido del humor sabio y liberador, dijo cosas como: “El primer día que dejé a mi hijo en la guardería me marché llorando, pero de alegría. 
Y eso te produce un sentimiento de culpabilidad tremendo”. 

Yo no tengo descendencia, y ya he hablado en más de una ocasión de la presión que sufres al respecto.
 De cómo en cualquier reunión social y en el transcurso de una conversación banal y agradable alguien puede preguntarte: “¿Tienes hijos?”, y ante tu respuesta negativa todas las conversaciones se detienen y el grupo entero se te queda mirando a la espera de que expliques por qué no.
 Pero ese apremio para adaptarte al papel tradicional es una filfa comparado con la auténtica coacción que me parece que sufren las madres para ser en todo momento unas madres perfectas. 
Para representar siempre y sin la menor sombra de duda la gloria de la maternidad.

Sin duda el mito de la maternidad perfecta es uno de los mayores tabúes que aún siguen en pie en las sociedades democráticas
La socióloga israelí Orna Donath acaba de publicar un magnífico libro titulado Madres arrepentidas (Reservoir Books) en donde expone el caso de 23 mujeres que, aun amando a sus hijos, dicen que si pudieran volver atrás no los hubieran tenido. 
 El trabajo ha levantado ampollas y Donath ha recibido ataques virulentos, aunque tan sólo está reflejando una parte de la realidad hasta ahora sepultada por el peso marmóreo del deber ser.
 Por un mandato sexista que sigue hincado en lo más profundo de nuestras cabezas y que dicta que la maternidad es el papel estelar en la vida de una mujer, cuando no el único.
 Sin duda el mito de la maternidad perfecta es uno de los mayores tabúes que aún siguen en pie en las sociedades democráticas.
 Una mentira casi intocable que ahora algunas valientes empiezan a atreverse a denunciar.

Como hizo en Pamplona la intrépida Sandra Hervás.
 Y que conste que ni ella ni las otras tres científicas de la mesa entraban dentro de la definición de “madres arrepentidas”. 
Al contrario que las 23 mujeres objeto de estudio de Donath, en el hipotético caso de poder dar marcha atrás nuestras investigadoras hubieran seguido escogiendo tener descendencia. 
Pero lo que evidenció la charla de Pamplona y sobre todo la intervención de la doctora Hervás es la inmensa complejidad del tema y las muchas sombras de la maternidad.
Como no podía ser menos, por otra parte, a poco que lo analice uno fuera de la ceguera del prejuicio.
 Las relaciones humanas son muy complicadas; incluso con la pareja más querida hay instantes en los que desearías volatilizarla; toda relación profunda emocional tiene su precio, conflictos de deseos y de prioridades, cesiones de libertad que uno debe hacer.
 Y si esto es así hasta con los amigos, ¿cómo no va a suceder en la relación madre-hijo, tan importantísima, tan interdependiente, tan devoradora?
 Es evidente que ser madre no puede ser un continuo embeleso y que quizá haya momentos de desesperación en los que te gustaría que ese niño no existiera, aunque sea un desahogo momentáneo y en realidad no te arrepientas. 
 Lo malo es que esos sentimientos tan naturales están aplastados bajo la losa del mito maternal, de modo que muchas mujeres se creen malas madres por pensar así y llegan a enfermar de culpabilidad.
 Se me ocurre que es la hora de empezar a sacar de la clandestinidad todas esas emociones y esos matices.

Mayor que Lolita......................................................................................Javier Marías

Una madre es una madre. Tardamos en pararnos a pensar en lo que ya acarreaba antes de nuestro nacimiento.
 Y, en el caso de la mía, era excesivo.
COLUMNISTAREDONDA_JAVIERMARIAS
LLEVABA TANTO tiempo en contacto con Maite Nieto, que se encarga de recibir y revisar mis artículos, que cuando hace poco nos vimos las caras por primera vez, me creí en confianza y se me escaparon un par de comentarios personales.
 No tengo más que simpatía y agradecimiento hacia ella (como antes hacia Julia Luzán, que cuidó mis textos durante mi primera etapa), así que le hablé como si estuviéramos en una de nuestras charlas telefónicas y, en el reportaje que hizo para el número celebratorio de los cuarenta años de EPS, apareció el detalle de que acabo de cumplir sesenta y cinco y de que para mí es una edad “simbólica”, porque fue a la que murió mi madre. 
De modo que ya no hay por qué no hablar de ello. 
De hecho, a mi madre, Lolita, aún le faltaba una semana para cumplirla, ya que falleció el 24 de diciembre de 1977 y había nacido el 31 de ese mes. 
Desde hace cierto tiempo –hay supersticiones que superan al razonamiento– he temido la llegada de esa cifra. 
También es la que tenía al morir otra persona sumamente importante en mi vida, Juan Benet.
 No son infrecuentes esas ideas, esas aprensiones.
 Una gran amiga, que perdió a su madre cuando ésta contaba sólo treinta y nueve, estaba convencida de que le tocaría seguir sus pasos.
 Por fortuna, ya ha cumplido los cincuenta y cuatro y está estupendamente, de salud y de aspecto.
 Conozco muchos más casos.
 Pero, más allá de esas supersticiones, da que pensar, se hace raro, descubrir que “de pronto” –no es así, sino muy lentamente– uno es mayor que su propia madre, de lo que ella llegó a serlo nunca. Cuando escribo esto, mi edad ha superado en mes y medio la que alcanzó Lolita, aquel 24 de diciembre.
 Y a uno se le formulan preguntas improcedentes y absurdas. ¿Por qué? Soy hijo suyo, ¿acaso merezco una vida más larga? ¿Qué la llevó a morir cuando, según la longevidad de nuestra época, era aún “joven” relativamente?
 Entonces uno hace repaso, en la medida de sus conocimientos, y se da cuenta de que su existencia fue mucho más dura y difícil que la propia. 
De niño y de joven uno no sabe, o si sabe no calibra la magnitud del pasado que las personas más queridas y próximas llevan a cuestas.
 El mundo empieza con nosotros y lo anterior no nos atañe. Una madre es una madre, normalmente volcada en sus hijos, que la reclaman para cualquier menudencia.
 Tardamos muchísimo en pararnos a pensar en lo que ya acarreaba antes de nuestro nacimiento.
 Y, en el caso de la mía, era excesivo, supongo.
 Lolita fue la mayor de nueve hermanos, y al más pequeño le sacaba unos veinte años. 
Como mi abuela estaba mal del corazón, a Lolita le tocó hacer de semimadre de los menores desde muy jovencita. 
 Perdió a dos de ellos cuando eran poco más que adolescentes: a uno se lo llevó la enfermedad, al otro lo mataron milicianos en Madrid durante la Guerra, por nada. 
Sufrió eso, la Guerra, las carencias, el hambre, los bombardeos franquistas, con mi abuelo refugiado en una embajada (era médico militar) y mi tío Ricardo oculto quién sabe dónde (era falangista). Sé que Lolita le llevaba víveres, procurando despistar a las autoridades. 
Al que sería su marido, mi padre, lo encarceló el régimen franquista en mayo del 39 bajo graves y falsas acusaciones, y entonces ella removió cielo y tierra para sacarlo de la prisión y salvarle la vida. Según él, mi padre, Lolita era la persona más valiente que jamás había conocido.
 Se casaron en 1941, ella publicó un libro con dificultades, y su primogénito (mi hermano Julianín, al que no conocí) murió súbitamente a los tres años y medio. 
Luego nacimos otros cuatro varones, pero es seguro que ninguno la compensamos de la tristeza de ver desaparecer sin aviso al primero, sin duda al que más quiso.
 Hablé de ello en un libro, Negra espalda del tiempo, y allí creo que dije algo parecido a esto: era el que ya no podía hacerla sufrir ni darle disgustos, el que nunca le contestaría mal como suelen hacer los adolescentes, el que siempre la querría con el querer inigualable y sin reservas de los niños pequeños, el que no pudo cumplir con las expectativas pero tampoco con las decepciones, el que siempre permanecería intacto.
Seguro que empleé otras palabras más cuidadas.
Sin duda todo eso desgasta.
 El esfuerzo temprano, la asunción de papeles que no le correspondían, la muerte de los hermanos, una gratuita y violenta; la Guerra, la represión feroz posterior, el novio en la cárcel y amenazado de muerte, la pérdida del primer niño. 
Esa biografía la comparte mi madre con millares de españoles, y las hay peores.
 Sin ir más lejos, no es muy distinta de la de mi padre, que en cambio vivió hasta los noventa y uno.
 Pero uno no puede por menos de pensar, retrospectivamente, que cuanto se padece va pesando, mina el ánimo y tal vez la salud, quita energías y resistencia para lo que resta.
 Quita ilusión, aunque ésta se renueve inverosímilmente. 
Mi madre la renovó en sus últimos años con su primera nieta, Laura (“Por fin una niña en esta familia”, decía), pero la disfrutó poco tiempo.
 Y ahora que ya soy mayor que Lolita, muchas noches pienso que ella se merecía vivir más tiempo que yo, y que nada puedo hacer al respecto.
 Qué extraño es todo.


12 nov 2016

El pequeño vals vienés...................................................................................... Juan Cruz


Fotografía de Leonard Cohen de su último disco, 'You Want It Darker'.
Era un milagro. Su risa era la música, esa melancolía.
Ni una palabra se escucha de Lorca, ni una.
 Rasgueos de piano, suspiros de guitarra. El alma del poeta en algunos celajes de sus amigos, la anécdota de su vida, el drama. 

Pero ni una palabra se le escucha en ninguna parte a Lorca.
 Él es música. Sus palabras son canciones.
El drama, la superstición, la magia; no hay en él una sola palabra que no surreal, metida adentro de la alcancía de recuerdos que, palabra por palabra, fueron verdad pero él los convirtió en misterio. Para hacer música.
Es imprescindible tener en cuenta esa premisa (Lorca es música) para aprender de la inteligencia de esa canción, Pequeño vals vienés, que Leonard Cohen, a su vez, convirtió en un revuelo de palomas suaves y del que Sílvia Pérez Cruz, en español, es decir, en la música de Lorca propiamente dicha, hizo un poema salvaje, casi una herida.
Los dos, o los tres, se pusieron a dialogar con esa canción de Lorca, que es vals de principio a fin, y el resultado lo describió ayer en EL PAÍS la poeta española, de raíz de todas partes y finalmente catalana, en uno de los textos autobiográficos que más rinden cuentas, desde la poesía, desde la música y desde la vida, a Federico García Lorca, el poeta doliente que ríe.
Ese drama surrealista que hay en el pequeño vals vienés no es tan solo la crónica de un baile, que también lo es, sino que es en su puridad lingüística más esencial el abecedario del surrealismo que Lorca quiso: no hay una imagen, ni una sola, que no sea precisa, que no ensalce la narración de un sueño, el surrealismo vive ahí como un sueño de arquitecturas maravillosas, volando.
Lorca era esa canción, porque Lorca era música. 
Y hacían falta músicos (Lorca, Cohen, Sílvia) para aprehender esa sustancia. 
 Ahora publica (EL PAÍS también, casualmente) un disco en el que Lorca es músico de nuevo, porque esa es su sustancia, no es otra. Su misma expresión es musical, cuando canta y cuando ríe.
Decía Brecht que había que cantar en los tiempos sombríos.
 Cuesta pensar, y decirlo, que en su momento más delicado y más extremo, y más inolvidable para los que después quedaron aquí, vivos, tras aquella guerra que nos sacó los ojos a los españoles viejos y a los españoles que no habíamos nacido, que Lorca tuviera un resquicio de risa en ninguna parte.
Le segaron la voz arteramente, y dejó tal reguero de música como reguero de sangre hubo tras él en el extranjero en el que se convirtió su vida, exiliado en la muerte, roto para el universo de vivir, vivo para el universo de ser misterio y hombre en otra parte, poeta.

Esa esencia musical, aérea, del Lorca más surrealista y más vital, más lorquiano, está en ese pequeño vals que Cohen acarició como si temiera romperlo. 
Y esa versión con la que se atrevió Sílvia Pérez Cruz, cuando apenas tenía la edad de Lorca, suspira por hacer redondas las esquinas de la vida que abandonó al poeta.
 Esos versos cantados son la expresión premonitoria que una joven así es capaz de hacer de la música rota de un hombre que en ese momento era surrealista para huir de la realidad, para hacerla aire, suspiro musical, silencio o baile.
Para que las palabras le dieran alcance, lo hicieran un ser vivo imaginándose un fragmento de la mañana en el museo de la escarcha.
 Música de palomas y de soledad, de muerte y de coñac, habitantes de este vals de quebrada cintura.
Sólo ese poema, sólo esa música, bastaría para que hoy celebráramos en España, en la lengua española, lo que Cohen quiso decir en honor de Lorca; 
lo rescató de la tumba de los tristes, lo puso a bailar en el mundo.
 Y Silvia lo hizo otra vez de aquí, lo hizo gritar ante el mar rojo de la España rota, lo hizo revivir en el silencio oscuro de tu frente.

Ella es una chiquilla aún, los otros dos han muerto. 
Uno se fue sin querer, empujado a la nada hiriente por este país terrible; 
 Cohen se fue en volandas de un disfraz que tiene cabeza de río
. Y Silvia Pérez Cruz, esa estrella de agua, le dijo a los dos, gritando en una plaza donde ellos ya son música y tan solo, te quiero amor mío, amor mío, dejar violín y sepulcro, las cintas del vals.
Los dos, Leonard y Silvia, son Lorca bailando.