Clint Eastwood es incapaz de contagiarme ni un gramo de pasión, tensión o entretenimiento con la reconstrucción de la hazaña que consiguió un aviador eminente.
No hay fecha de caducidad artística, ni la habrá, para un puñado de
obras maestras y otras películas no tan perfectas pero si atractivas y
desasosegantes que se inventó Clint Eastwood, ese actor que inicialmente popularizó Leone en sus lamentables spaghetti westerns
creando una esfinge tan viril.
Pero Eastwood tenía claro que, además de perpetuarse en el estrellato, le apasionaba narrar historias con la cámara.
Y lo hace de forma admirable en el periodo que inicia Bird, la mejor película que he visto sobre el jazz y la autodestrucción, hasta Gran Torino, que hubiera podido ser un testamento a la altura de esa obra habitada frecuentemente por las sombras, retratos penetrantes del reverso más amargo de su país, vidas rotas o a punto de quebrarse, violencia interna y externa, ultima oportunidad, imposibles redenciones.
El interés que me despertaba a partir de su biografía de Charlie Parker cualquier película que llevara su firma se ha evaporado hasta límites alarmantes en su ultima época.
Entiendes que mantener a raya los efectos devastadores de la ancianidad, pasa por no dejar de trabajar, por mantener tu cerebro ocupado con el oficio o el arte al que has dedicado casi toda tu vida, con la acción y la creatividad que mantiene alejado al aburrimiento, la depresión o la muerte.
Woody Allen tal vez no atraviese sus antiguos y largos estados de gracia, pero su inteligencia, su gracia y su imaginación siguen siendo reconocibles.
Todo lo contrario me ocurre con las últimas películas de Eastwood. Invictus, mediocre y convencional adaptación del excelente libro de John Carlin El factor humano, era de una blandenguería insufrible. El problema de J. Edgar no consistía en que todo fuera sórdido en la personalidad y en la metodología del siniestro Hoover, sino que estaba mal contado, con sensación de desgana, ambigua en el peor sentido
. Y su coqueteo con el cine musical en Jersey Boys (puede tocar con cierto estilo el piano, amar a Thelonious Monk, incluso firmar alguna y discreta banda sonora de sus películas, y no disponer de mínima gracia al adaptar al cine un triunfante musical de Broadway) me provocó infinito tedio.
Su retrato del matador cuyo rifle se cargó a más gente en la historia del ejército de Estados Unidos en El francotirador no era complejo sino lineal, monótono, olvidable, con indisimulada tendencia a la hagiografía.
Esta última fue el mayor éxito comercial que ha tenido el cine de Eastwood en Estados Unidos.
Tal vez eso le haya animado a proseguir en Sully con la descripción de héroes reales de su país que antes permanecían en el anonimato.
Me da igual que hable de perdedores o de ganadores, a condición de que lo haga con arte y matices.
Pero Eastwood es incapaz de contagiarme ni un gramo de pasión, tensión o entretenimiento con la reconstrucción de la hazaña que consiguió un aviador eminente, un profesional en posesión de lo que hay que tener, al lograr un aterrizaje que parecía imposible y sin provocar ninguna victima en el río Hudson.
Todo es plano y romo en esta tediosa película.
Ni el guion se ha estrujado el cerebro ni tampoco la burocrática dirección.
A Tom Hanks te lo crees porque es imposible que no aporte naturalidad y humanidad a alguien que no se tira el rollo, a un tipo muy normal que resuelve admirablemente su arriesgado trabajo sin buscar el aplauso.
Es muy bueno Hanks.
Siempre lo ha sido. Es el nuevo James Stewart.
Pero el talento de aquel se topó frecuentemente con directores excelsos.
Y a Hanks le toca protagonizar películas tan insoportables como Inferno y Sully.
Pero Eastwood tenía claro que, además de perpetuarse en el estrellato, le apasionaba narrar historias con la cámara.
Y lo hace de forma admirable en el periodo que inicia Bird, la mejor película que he visto sobre el jazz y la autodestrucción, hasta Gran Torino, que hubiera podido ser un testamento a la altura de esa obra habitada frecuentemente por las sombras, retratos penetrantes del reverso más amargo de su país, vidas rotas o a punto de quebrarse, violencia interna y externa, ultima oportunidad, imposibles redenciones.
El interés que me despertaba a partir de su biografía de Charlie Parker cualquier película que llevara su firma se ha evaporado hasta límites alarmantes en su ultima época.
Entiendes que mantener a raya los efectos devastadores de la ancianidad, pasa por no dejar de trabajar, por mantener tu cerebro ocupado con el oficio o el arte al que has dedicado casi toda tu vida, con la acción y la creatividad que mantiene alejado al aburrimiento, la depresión o la muerte.
Woody Allen tal vez no atraviese sus antiguos y largos estados de gracia, pero su inteligencia, su gracia y su imaginación siguen siendo reconocibles.
Todo lo contrario me ocurre con las últimas películas de Eastwood. Invictus, mediocre y convencional adaptación del excelente libro de John Carlin El factor humano, era de una blandenguería insufrible. El problema de J. Edgar no consistía en que todo fuera sórdido en la personalidad y en la metodología del siniestro Hoover, sino que estaba mal contado, con sensación de desgana, ambigua en el peor sentido
. Y su coqueteo con el cine musical en Jersey Boys (puede tocar con cierto estilo el piano, amar a Thelonious Monk, incluso firmar alguna y discreta banda sonora de sus películas, y no disponer de mínima gracia al adaptar al cine un triunfante musical de Broadway) me provocó infinito tedio.
Su retrato del matador cuyo rifle se cargó a más gente en la historia del ejército de Estados Unidos en El francotirador no era complejo sino lineal, monótono, olvidable, con indisimulada tendencia a la hagiografía.
Esta última fue el mayor éxito comercial que ha tenido el cine de Eastwood en Estados Unidos.
Tal vez eso le haya animado a proseguir en Sully con la descripción de héroes reales de su país que antes permanecían en el anonimato.
Me da igual que hable de perdedores o de ganadores, a condición de que lo haga con arte y matices.
Pero Eastwood es incapaz de contagiarme ni un gramo de pasión, tensión o entretenimiento con la reconstrucción de la hazaña que consiguió un aviador eminente, un profesional en posesión de lo que hay que tener, al lograr un aterrizaje que parecía imposible y sin provocar ninguna victima en el río Hudson.
Todo es plano y romo en esta tediosa película.
Ni el guion se ha estrujado el cerebro ni tampoco la burocrática dirección.
A Tom Hanks te lo crees porque es imposible que no aporte naturalidad y humanidad a alguien que no se tira el rollo, a un tipo muy normal que resuelve admirablemente su arriesgado trabajo sin buscar el aplauso.
Es muy bueno Hanks.
Siempre lo ha sido. Es el nuevo James Stewart.
Pero el talento de aquel se topó frecuentemente con directores excelsos.
Y a Hanks le toca protagonizar películas tan insoportables como Inferno y Sully.