Aquellos a quienes afecta la maledicencia están obligados a convivir con las mentiras como reos de las redes sociales.
La sensación que domina hoy es que todo se puede decir y que además
nada importa nada.
La tienen, sobre todo, aquellos a los que no les afecta lo que se dice. A aquellos a quienes afecta la maledicencia están obligados a convivir con las mentiras como reos de una maraña que adquirió el nombre de redes sociales solo para simplificar.
En ese espectáculo informe de falacias que se publican caemos todos, porque la maledicencia es un estiércol que huele mal tan solo cuando el estiércol nos afecta.
Cuando no nos afecta, ese estiércol es desayuno, almuerzo y cena de los que se frotan las manos cuando escuchan o leen (o ven) que al otro lo están poniendo a caer de un burro.
No es, por otra parte, algo que afecte solo a desvergonzados anónimos; hay gente con sus nombres y sus apellidos que tuitean o retuitean, o publican, en otros soportes distintos de Twitter, y se sienten ya alentados a dar carta de naturaleza a lo que no han comprobado.
En la reciente escandalera de los llamados papeles de Panamá todo el mundo metió su cuchara, aunque solo algunos tuvieron en sus manos los papeles propiamente dichos.
Pero quienes tuitearon, retuitearon, publicaron y republicaron lo que otros estaban controlando (con tanto celo que cuando decidieron que la fuente se había secado dieron orden de parar, sin explicar por qué) no tuvieron el cuidado de comprobar la dimensión del ruido que se había formado.
Se unieron al carro y tuvieron mucho éxito en forma de retuiteos y otras famas derivadas de machacar en el clavo ajeno.
La sombra alargada de la mentira contamina el conocimiento.
Si hoy preguntas qué pasó con tal actor o con tal empresario o con tal escritor o con tal cineasta, quienes nunca han sabido si es verdad o mentira lo que se dijo sobre ellos dirán, entre los juicios que le merezcan esas personas, su juicio madurado sobre las vilezas económicas que les han adjudicado quienes jamás vieron un papel verdadero en el que se pudiera comprobar la suposición de patas largas que les cayó encima.
El último sábado, sin ir más lejos, expresando su comprensión hacia la rabia que debían sentir los estudiantes que se manifestaron contra Felipe González y Juan Luis Cebrián en la Autónoma de Madrid, la diputada Carolina Bescansa, de Podemos, dijo en laSexta Noche que había que entender que uno era consejero de Gas Natural (dejó de serlo) y el otro estaba en esos famosos papeles.
Lo dijo hasta ocho veces, lo debía de tener muy comprobado. En puridad, ambas acusaciones son mentira.
Nadie en esa multitudinaria tertulia, ni el director del programa ni los pinganillos que lo auxilian, sacaron a Bescansa del error.
Ella tampoco ha debido de salir del error porque aún no ha pedido disculpas por alargar la sombra de tales mentiras.
Pero esto es así; como decía Sinuhé el Egipcio, “así ha sido y será siempre”.
Pero quienes lo sufren tienen derecho a estar hartos de que sea verdad siempre lo que se repite aunque sea mentira.
La tienen, sobre todo, aquellos a los que no les afecta lo que se dice. A aquellos a quienes afecta la maledicencia están obligados a convivir con las mentiras como reos de una maraña que adquirió el nombre de redes sociales solo para simplificar.
En ese espectáculo informe de falacias que se publican caemos todos, porque la maledicencia es un estiércol que huele mal tan solo cuando el estiércol nos afecta.
Cuando no nos afecta, ese estiércol es desayuno, almuerzo y cena de los que se frotan las manos cuando escuchan o leen (o ven) que al otro lo están poniendo a caer de un burro.
No es, por otra parte, algo que afecte solo a desvergonzados anónimos; hay gente con sus nombres y sus apellidos que tuitean o retuitean, o publican, en otros soportes distintos de Twitter, y se sienten ya alentados a dar carta de naturaleza a lo que no han comprobado.
En la reciente escandalera de los llamados papeles de Panamá todo el mundo metió su cuchara, aunque solo algunos tuvieron en sus manos los papeles propiamente dichos.
Pero quienes tuitearon, retuitearon, publicaron y republicaron lo que otros estaban controlando (con tanto celo que cuando decidieron que la fuente se había secado dieron orden de parar, sin explicar por qué) no tuvieron el cuidado de comprobar la dimensión del ruido que se había formado.
Se unieron al carro y tuvieron mucho éxito en forma de retuiteos y otras famas derivadas de machacar en el clavo ajeno.
La sombra alargada de la mentira contamina el conocimiento.
Si hoy preguntas qué pasó con tal actor o con tal empresario o con tal escritor o con tal cineasta, quienes nunca han sabido si es verdad o mentira lo que se dijo sobre ellos dirán, entre los juicios que le merezcan esas personas, su juicio madurado sobre las vilezas económicas que les han adjudicado quienes jamás vieron un papel verdadero en el que se pudiera comprobar la suposición de patas largas que les cayó encima.
El último sábado, sin ir más lejos, expresando su comprensión hacia la rabia que debían sentir los estudiantes que se manifestaron contra Felipe González y Juan Luis Cebrián en la Autónoma de Madrid, la diputada Carolina Bescansa, de Podemos, dijo en laSexta Noche que había que entender que uno era consejero de Gas Natural (dejó de serlo) y el otro estaba en esos famosos papeles.
Lo dijo hasta ocho veces, lo debía de tener muy comprobado. En puridad, ambas acusaciones son mentira.
Nadie en esa multitudinaria tertulia, ni el director del programa ni los pinganillos que lo auxilian, sacaron a Bescansa del error.
Ella tampoco ha debido de salir del error porque aún no ha pedido disculpas por alargar la sombra de tales mentiras.
Pero esto es así; como decía Sinuhé el Egipcio, “así ha sido y será siempre”.
Pero quienes lo sufren tienen derecho a estar hartos de que sea verdad siempre lo que se repite aunque sea mentira.