Carlos Soto publica 'El carbonero', realismo rural y negro al servicio de una historia de pasiones.
Una mujer con un hachazo en la cabeza; un niño, su hijo de
13 años, con la vida rota para siempre; una venganza, algo de justicia y
un montón de deudas; el encinar mallorquín, los oficios muertos, el
paraíso perdido.
Con estos ingredientes, Carlos Soto Femenía (Palma de
Mallorca, 1966) ha construido El carbonero (Destino)
la novela con la que ha irrumpido en el panorama literario español.
“Jamás pensé en escribir algo rural. No había pasado ni de cerca por esa
tradición. Delibes y poco más.
Tampoco fui consciente de que estaba
escribiendo algo negro”, se sincera el autor, que pasa unas horas con EL
PAÍS recorriendo los escenarios reales de su novela antes de recalar en
Getafe Negro como uno de los nuevos valores del género.
El carbonero
es una historia rural de posguerra, la de un joven, Marc, cuya madre
murió asesinada siete años antes y saca adelante a su padre, catatónico
tras el crimen, y mantiene el oficio de sus ancestros, tala y despedaza
encinas, monta sitjas -esas pirámides artesanales, imposibles,
en las que ardía la madera- pero, sobre todo, prepara su venganza, busca
justicia, su justicia, trata de dar un sentido a su vida, quiere amar
pero no puede.
“La justicia es complicada. La ley es objetiva pero la
justicia es la de cada uno.
Tenemos deudas materiales, pero sobre todo
morales, cargas que nos imponemos y que nos atan al pasado.
Esas deudas
estructuran la novela”, cuenta Soto al borde de un rotllo, ese
círculo perfecto bordeado de piedra que servía a los carboneros para
aislar la sitja y que el aire no arruinara la pira que les salvaba de la
inanición.
Al lado, la cabaña minúscula en la que vivían seis meses al
año, en la que reposaban tras vigilar el fuego, alucinados, hambrientos,
a medio camino de la locura.
Todo está descrito en la novela de forma
casi cruel, seca, sin artificios.
“Imagina qué vida. Qué tiempo, sin
prisas”, asevera Soto en susurros.
Estamos a 20 minutos en coche de Palma, no mucho más lejos de Magaluf, del turismo masivo.
Sin embargo, en medio del encinar de la sierra de la Tramontana, al que se llega por una serpenteante carretera invadida de cicloturistas, solo nos espera el silencio y la mirada torva de las cabras asilvestradas.
“La vida de esta gente era miseria sobre miseria. El Estado se quedaba con la mejor parte del carbón, con la cáscara de la almendra con la que se calentaban y de la que se incautaba para fabricar gasógeno para los coches.
Al final la gente buscaba otras vías”, cuenta para ilustrar la presencia en la novela de el Buhonero, un hombre sin escrúpulos, traficante, ladrón, estafador, contrabandista, pero aceptado por todos
. “Hay dos tipos de criminales”, continúa, “los profesionales, que lo hacen por dinero, como un trabajo cualquiera, como si haces churros, y los no profesionales.
Moralmente son lo mismo. No hay hombres buenos y malos.
El peligro del hombre es que es un animal que encuentra razones para justificar cualquier cosa”, resume para poner luz sobre la violencia que se desata cuando Marc busca a los asesinos de su madre.
La novela es una historia de mundos perdidos.
Hace más de
30 años que no hay carboneros; tampoco señores, los terratenientes, los
dueños del lugar tan presentes en la vida de la gente de la época y en
este libro.
Para llegar a la sierra hay que dejar a un lado Santa
Margarita, el lugar de donde surgieron Juan March y su fortuna. “En esta
isla la riqueza viene del contrabando.
Todo el mundo lo sabe y a todo
el mundo le parece bien”, cuenta Soto como si nada.
No es un, sin embargo, escritor político.
Llegado a la
literatura por la amistad que le une desde los 14 con Lorenzo Silva,
Soto ha trabajado muchos años como informático, rama a la que llegó
desde la filosofía apasionado por la lógica y la inteligencia
artificial.
Un periplo nada habitual para este escritor casi secreto,
poco disciplinado al escribir, lector enfermizo y anárquico, amante de
la literatura de género, del cine de género.
El tiempo pasa y la lluvia
nos sorprende ya camino del aeropuerto, el encinar lejano, el cruel y
bello paraíso convertido en el recuerdo de una historia de violencia y
muerte.