Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

13 oct 2016

La vida puede ser un cóctel amargo............................................... Rocío García

El director de cine Daniel Guzmán se estrena en el teatro con ‘Los tragos de la vida’, una historia de un emigrante en busca del éxito.


Daniel Guzmán dirige a Juan José Ballesta y Belén Cuesta en el ensayo de 'Los tragos de la vida'.
Camisa blanca impoluta, sonrisa seductora, una coctelera plateada agitada a golpes precisos y secos.
 Los tres ingredientes hacen a este barman un ser irresistible.
El emigrante que se coló en esta coctelería sin haber mezclado en su vida nada más que el café con la leche es hoy un hombre de éxito.
 No le falta dinero, fama, ni mujeres.
 Sin embargo, sabe que lo más importante se ha quedado en el camino.
El cineasta Daniel Guzmán salta a los escenarios con una pieza teatral, Los tragos de la vida, escrita y dirigida por él. 
Es su estreno en el teatro y lo vive con la misma pasión y ganas con la que levantó su primer largometraje A cambio de nada, con el que consiguió el Goya a la mejor dirección novel en la última gala de la Academia de Cine, además de un premio al mejor actor revelación para Miguel Herrán.
 Los tragos de la vida, que se estrena este jueves en teatro Infanta Isabel, de Madrid, está protagonizada por Juan José Ballesta, Belén Cuesta y Cristian Vázquez, recién licenciado en Arte Dramático.
Guzmán prefiere hablar de pieza teatral más que de obra dramática. La historia de Los tragos de la vida se desarrolla íntegramente en una sala luminosa, plagada de espejos y brillantes y coloridas botellas de alcohol. 
El hilo central de este cóctel amargo que es la vida responde al nombre de Beto, un emigrante que, en apenas un año y sin experiencia previa, consigue convertirse en el mejor y más solicitado barman de una gran ciudad, una cualquiera.
 Cada cóctel preparado por este camarero ilustrado responde a una historia o a una situación.
 El margarita deshojado trata del desamor, el dry Martini de un trío imposible. 
Así, a lo largo de los sesenta minutos de duración, Los tragos de la vida narra al espectador los sinsabores de la existencia de este hombre que creía tenerlo todo.
 “Es el viaje de una persona hacia el éxito absoluto que, sin embargo, le deja vacío.
 Por el camino pierde a la mujer de su vida, y ello hace que se replantee todo y vuelva a su país de origen”. 

El actor y director de cine se siente atraído por la inmediatez del teatro, por ese contacto directo con el público. 
“No quiero hacer teatro, quiero hacer vida. Lo que busco es que esta historia se dirija hacia un lugar alejado de la impostura. 
Quiero que lo que pase en el escenario sea de verdad, que la realidad fluya sobre las tablas y en el patio de butacas, y más con esta historia que habla de la emigración, el desamor, la amistad”, asegura Guzmán, que busca con ahínco en los ensayos, celebrados estos días en el bar improvisado del teatro, trasladar a los actores la búsqueda de la verdad. 
No se despega de ellos en ningún momento, les mira a los ojos, les toca, se acerca, les explica los sentimientos de sus personajes.
 Todo menos dejarles solos en el escenario.
Menos preocupado por la exactitud del texto que por la necesidad de encontrar al compañero.
 “Que cada frase persiga un objetivo”, “deja que la intuición te llegue”, “improvisa si quieres”, “no tengáis miedo a las pausas”, “tu motor es siempre tu compañero, siempre”, son las frases que en esta mañana de ensayo, con los nervios del estreno ya en puertas, va soltando el novel director de escena. 
“Quiero que esta experiencia sea inolvidable para todos”.

 

Audrhey y sus sombreros













Letizia, colega................................................................................. Luz Sánchez-Mellado

La que yo prefiero es la que intenta mantener el contacto con la realidad, por pija que sea, yendo a cenar con las amigas, a ver cine de culto o de rebajas a Mango.

La Reina después del desfile de las Fuerzas Armadas.
Dicen que los toreros —esos exhéroes nacionales que ahora van de mártires porque han pasado a ser villanos para algunos aguafiestas— nunca dejan de serlo por mucho que se corten la coleta.
 Pues bien, con la autoridad que me dan 30 años de oficio y una querencia de mula torda a hacerme películas, sostengo que los periodistas tampoco dejan de serlo por mucho que les arrolle la Historia.
 Hace 13 años, la reportera Letizia Ortiz presentó el telediario del viernes y el sábado pasó a mejor vida como futura reina de España. Aun así, apuesto a que Su Majestad mi colega, además de permitirme el tuteo porque bien sabe ella que el que te traten de usted en este gremio equivale a estar muerta, sigue con el gusanillo de querer saberlo todo royéndole las tripas.
 Rumiaba eso ayer viéndola tan pluscuamperfecta presidir el desfile y el posterior besamanos de la madre de todas las fiestas. 
Porque ya tendrá callo, pero elucubro que aún se muerde la lengua teniendo al Gobierno y a la oposición y al quién es quién en funciones de todos los cotarros a tiro y no poder siquiera decir ni que sí ni que no ni que blanco ni negro ni que todo lo contrario. 
Y todo eso, además, sabiendo que te las van a dar bien dadas hagas lo que hagas.
 Si colegueas porque colegueas, si callas porque callas, si pantalón porque pantalón, si falda porque falda. 
Llamadme cortesana, pero, más allá de la soberana impecable, autoexigente, ansiosa, hierática y en ocasiones disuasoria de ciertas citas, la Letizia que prefiero es la que intenta mantener el contacto con la realidad, por pija que sea, yendo a cenar con las amigas, a ver cine de culto o de rebajas a Mango.
 Es bueno ser reina, menuda noticia. 
 Pero cuando clava su pupila en tu pupila, se le ve todo, todito, todo.
 Y ya puesta, aprovecho y pido, no sé, una entrevista, un canutazo, un total, un off the record, un lo que sea. 
El no ya lo tengo y bien sabe ella que en este curro quien no llora no mama.

 

Bob Dylan, premio Nobel de Literatura 2016...................................................................... Fernando Navarro

La Academia Sueca otorga el galardón al músico "por haber creado una nueva expresión poética dentro de la gran tradición americana de la canción".

El cantautor Bob Dylan durante un concierto en Basilea, en 1984. EFE / EL PAÍS VÍDEO
Cuando la secretaria de la Academia Sueca Sara Daniues ha pronunciado el nombre, han retumbado todos los cimientos. Bob Dylan, premio Nobel de Literatura
 La sorpresa en los mundos de las letras y la música solo puede ser comparable a la que seguro ha sido una legendaria, hipnótica, imbatible sonrisita pícara del galardonado al enterarse, perdido como siempre en su gira interminable alrededor del mundo, al margen del mito.
 Era el eterno aspirante, así como un recurrente chiste entre los más escépticos y, sobre todo, más ortodoxos. ¿Un músico, cuya única obra en prosa fue un fracaso, cosechando el mayor de los premios literarios? Imposible. 
 Pero lo imposible –y vivir a contracorriente- es lo que mejor se le ha dado a este compositor que cambió como nadie el concepto de canción popular en el siglo XX, añadiendo una particular dimensión poética a la música cantada.
Y tan importante como ese determinante hecho: su influencia, reconocida por los Beatles, los Rolling Stones, Bruce Springsteen y cualquier icono del rock y el pop que venga a la cabeza, no ha hecho más que crecer a medida que ha pasado el tiempo.
 Ahora, con este premio, y tras haber recibido antes el Pulitzer o el Premio Príncipe de Asturias de las Artes, la onda expansiva da para otro siglo. 

El bing bang comenzó a principios de los años sesenta, cuando un Dylan chaval abandonó su pueblo de Minnessota para trasladarse a Nueva York con el fin de dedicarse a la música y conocer en persona a su ídolo musical Woody Guthrie.
 Provisto de una gorra y una guitarra acústica, incluso inventándose parte de su biografía, recaló en Greenwich Village, el bohemio barrio de Manhattan poblado de cafés y clubes donde conoció ya la palabra afilada de los combatientes cantautores Pete Seeger, Ramblin' Jack Elliott o Dave Van Ronk.
 Componía a partir del contacto con ellos pero también de la poesía de los surrealistas franceses, especialmente de Arthur Rimbaud, y devorando la prensa diaria, que le daba combustible para esas primeras canciones que cambiaron la cara del folk norteamericano y le dieron un carácter contestatario sin renunciar al aspecto poético. Composiciones como Blowin’ in the wind, Masters of War, The Times They Are a Changing, A Hard Rain's a-Gonna Fall, Mr Tambourine Man o Chimes of Freedom llegaron al corazón de la generación de los sesenta, donde se fraguó la contracultura. 
“Venid senadores, congresistas, por favor oíd la llamada, / y no os quedéis en el umbral, no bloqueéis la entrada, / porque resultará herido el que se oponga, / fuera hay una batalla furibunda, / pronto golpeará vuestras ventanas y crujirán vuestros muros, / porque los tiempos están cambiando”, cantaba en 1964 con su voz nasal en The Times They Are a Changing, anticipándose al revuelo social y político de Norteamérica.

Fueron en esos primeros sesenta, en su tránsito diario de trovador por Greenwich Village, cuando conoció a los poetas beat. Aquello determinó aún más su visión literaria, a la que impregnó de una fuerza contracultural más incisiva, repleta de instinto y mordiente. Se relacionaba con Jack Kerouac, Neal Cassady, William Burroughs, Herbert Huncke, John Clellon Holmes o Allen Ginsberg, pero aún más importante: había vasos comunicantes.

 Dylan se fijaba en ellos, pero ellos veían en él al portavoz generacional, sorprendiéndose de su capacidad de captar la agitación, la desorientación, los desamparos y los ideales de aquellos convulsos sesenta.

 Con sus más de seis minutos de canción, rompiendo en 1965 el molde de single y reventando el concepto de radio comercial, Like a Rolling Stone conquistó el territorio de la ruptura generacional de los sesenta, más que cualquier novela, obra de teatro o película.

 Como dijo el poeta estadounidense David Henderson, no se trataba de una canción, sino de “una epopeya”. 

Acababa de empezar la epopeya de Dylan, que abandonó el folk por el pop, maravillado por el ímpetu desenfadado y juvenil de los Beatles, los Rolling Stones y toda la tropa británica que desembarcó con un éxito monumental en EE UU. Con su sonido circense, de folk-blues-rock acelerado, sin olvidar esas baladas al piano, los álbumes Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde elevaron a la música popular a lo más alto del universo cultural. Allí donde antes había un chaval folkie lanzando dardos surgía un merodeador que documentaba las emociones de la extraña realidad.
Según ha declarado con exageración el poeta chileno Nicanor Parra, solo por tres versos de la canción Tombstone Blues, incluida en Highway 61 Revisited, se merece el Nobel. Son los versos: “Mamá está en la fábrica / no tiene zapatos / papá está en el callejón / está buscando un fusible / yo estoy en las calles /con el blues de Tombstone”. 
“Es realismo real, con la fábrica, el callejón y la cocina, donde está el niño solo con los blues", ha dicho el poeta.
 A decir verdad, son muchos más los versos, que abren imágenes como ventanas a otros mundos posibles y que se recogen en esos dos discos esenciales para el desarrollo intelectual del rock. 
Esas obras, publicadas entre 1965 y 1966, sirvieron de guía fundamental para los Beatles, los Beach Boys y toda esa irrepetible generación del pop y el rock que protagonizó el siglo XX con sus canciones.
 Y, sin embargo, fue en esos años cuando, aupado por su propio entusiasmo compositivo y su fama compositiva, publicó su única novela Tarántula, una pifia de literatura experimental muy por debajo de toda su obra musical. 
Está claro que el cómite del Nobel no ha tenido en cuenta el aspecto narrativo de Dylan a partir de su único libro, en el que intentó emular en prosa poética a Kerouac, Burroughs o Ginsberg.