El
director de cine Daniel Guzmán se estrena en el teatro con ‘Los tragos
de la vida’, una historia de un emigrante en busca del éxito.
Camisa blanca impoluta, sonrisa seductora, una coctelera plateada
agitada a golpes precisos y secos. Los tres ingredientes hacen a este
barman un ser irresistible. El emigrante que se coló en esta coctelería
sin haber mezclado en su vida nada más que el café con la leche es hoy
un hombre de éxito. No le falta dinero, fama, ni mujeres. Sin embargo,
sabe que lo más importante se ha quedado en el camino. El cineasta Daniel Guzmán salta a los escenarios con una pieza teatral, Los tragos de la vida,
escrita y dirigida por él. Es su estreno en el teatro y lo vive con la
misma pasión y ganas con la que levantó su primer largometraje A cambio de nada, con el que consiguió el Goya a la mejor dirección novel en la última gala de la Academia de Cine, además de un premio al mejor actor revelación para Miguel Herrán. Los tragos de la vida, que se estrena este jueves en teatro Infanta Isabel, de Madrid, está protagonizada por Juan José Ballesta, Belén Cuesta y Cristian Vázquez, recién licenciado en Arte Dramático. Guzmán prefiere hablar de pieza teatral más que de obra dramática. La historia de Los tragos de la vida
se desarrolla íntegramente en una sala luminosa, plagada de espejos y
brillantes y coloridas botellas de alcohol. El hilo central de este
cóctel amargo que es la vida responde al nombre de Beto, un emigrante
que, en apenas un año y sin experiencia previa, consigue convertirse en
el mejor y más solicitado barman de una gran ciudad, una cualquiera. Cada cóctel preparado por este camarero ilustrado responde a una
historia o a una situación. El margarita deshojado trata del desamor, el
dry Martini de un trío imposible. Así, a lo largo de los sesenta
minutos de duración, Los tragos de la vida narra al espectador
los sinsabores de la existencia de este hombre que creía tenerlo todo. “Es el viaje de una persona hacia el éxito absoluto que, sin embargo, le
deja vacío. Por el camino pierde a la mujer de su vida, y ello hace que
se replantee todo y vuelva a su país de origen”.
El actor y director de cine se siente atraído por la inmediatez del
teatro, por ese contacto directo con el público. “No quiero hacer
teatro, quiero hacer vida. Lo que busco es que esta historia se dirija
hacia un lugar alejado de la impostura. Quiero que lo que pase en el
escenario sea de verdad, que la realidad fluya sobre las tablas y en el
patio de butacas, y más con esta historia que habla de la emigración, el
desamor, la amistad”, asegura Guzmán, que busca con ahínco en los
ensayos, celebrados estos días en el bar improvisado del teatro,
trasladar a los actores la búsqueda de la verdad. No se despega de ellos
en ningún momento, les mira a los ojos, les toca, se acerca, les
explica los sentimientos de sus personajes. Todo menos dejarles solos en
el escenario. Menos preocupado por la exactitud del texto que por la necesidad de
encontrar al compañero. “Que cada frase persiga un objetivo”, “deja que
la intuición te llegue”, “improvisa si quieres”, “no tengáis miedo a las
pausas”, “tu motor es siempre tu compañero, siempre”, son las frases
que en esta mañana de ensayo, con los nervios del estreno ya en puertas,
va soltando el novel director de escena. “Quiero que esta experiencia
sea inolvidable para todos”.
La que yo
prefiero es la que intenta mantener el contacto con la realidad, por
pija que sea, yendo a cenar con las amigas, a ver cine de culto o de
rebajas a Mango.
Dicen que los toreros —esos exhéroes nacionales que ahora
van de mártires porque han pasado a ser villanos para algunos
aguafiestas— nunca dejan de serlo por mucho que se corten la coleta. Pues bien, con la autoridad que me dan 30 años de oficio y una querencia
de mula torda a hacerme películas, sostengo que los periodistas tampoco
dejan de serlo por mucho que les arrolle la Historia. Hace 13 años, la
reportera Letizia Ortiz presentó el telediario del viernes y el sábado
pasó a mejor vida como futura reina de España. Aun así, apuesto a que Su
Majestad mi colega, además de permitirme el tuteo porque bien sabe ella
que el que te traten de usted en este gremio equivale a estar muerta,
sigue con el gusanillo de querer saberlo todo royéndole las tripas. Rumiaba eso ayer viéndola tan pluscuamperfecta presidir el desfile y el
posterior besamanos de la madre de todas las fiestas. Porque ya tendrá
callo, pero elucubro que aún se muerde la lengua teniendo al Gobierno y a
la oposición y al quién es quién en funciones de todos los cotarros a
tiro y no poder siquiera decir ni que sí ni que no ni que blanco ni
negro ni que todo lo contrario. Y todo eso, además, sabiendo que te las
van a dar bien dadas hagas lo que hagas. Si colegueas porque colegueas,
si callas porque callas, si pantalón porque pantalón, si falda porque
falda. Llamadme cortesana, pero, más allá de la soberana impecable,
autoexigente, ansiosa, hierática y en ocasiones disuasoria de ciertas
citas, la Letizia que prefiero es la que intenta mantener el contacto
con la realidad, por pija que sea, yendo a cenar con las amigas, a ver
cine de culto o de rebajas a Mango. Es bueno ser reina, menuda noticia. Pero cuando clava su pupila en tu pupila, se le ve todo, todito, todo. Y
ya puesta, aprovecho y pido, no sé, una entrevista, un canutazo, un
total, un off the record, un lo que sea. El no ya lo tengo y bien sabe ella que en este curro quien no llora no mama.
Cuando la secretaria de la Academia Sueca Sara Daniues ha pronunciado el nombre, han retumbado todos los cimientos. Bob Dylan, premio Nobel de Literatura. La sorpresa en los mundos de las letras y la música solo puede ser
comparable a la que seguro ha sido una legendaria, hipnótica, imbatible
sonrisita pícara del galardonado al enterarse, perdido como siempre en
su gira interminable alrededor del mundo, al margen del mito. Era el
eterno aspirante, así como un recurrente chiste entre los más escépticos
y, sobre todo, más ortodoxos. ¿Un músico, cuya única obra en prosa fue
un fracaso, cosechando el mayor de los premios literarios? Imposible. Pero lo imposible –y vivir a contracorriente- es lo que mejor se le ha
dado a este compositor que cambió como nadie el concepto de canción
popular en el siglo XX, añadiendo una particular dimensión poética a la
música cantada. Y tan importante como ese determinante hecho: su influencia, reconocida
por los Beatles, los Rolling Stones, Bruce Springsteen y cualquier icono
del rock y el pop que venga a la cabeza, no ha hecho más que crecer a
medida que ha pasado el tiempo. Ahora, con este premio, y tras haber
recibido antes el Pulitzer o el Premio Príncipe de Asturias de las
Artes, la onda expansiva da para otro siglo.
El bing bang comenzó a principios de los años sesenta, cuando
un Dylan chaval abandonó su pueblo de Minnessota para trasladarse a
Nueva York con el fin de dedicarse a la música y conocer en persona a su
ídolo musical Woody Guthrie. Provisto de una gorra y una guitarra
acústica, incluso inventándose parte de su biografía, recaló en
Greenwich Village, el bohemio barrio de Manhattan poblado de cafés y
clubes donde conoció ya la palabra afilada de los combatientes
cantautores Pete Seeger, Ramblin' Jack Elliott o Dave Van Ronk. Componía
a partir del contacto con ellos pero también de la poesía de los
surrealistas franceses, especialmente de Arthur Rimbaud, y devorando la
prensa diaria, que le daba combustible para esas primeras canciones que
cambiaron la cara del folk norteamericano y le dieron un carácter
contestatario sin renunciar al aspecto poético. Composiciones como Blowin’ in the wind, Masters of War, The Times They Are a Changing, A Hard Rain's a-Gonna Fall, Mr Tambourine Man o Chimes of Freedom
llegaron al corazón de la generación de los sesenta, donde se fraguó la
contracultura. “Venid senadores, congresistas, por favor oíd la
llamada, / y no os quedéis en el umbral, no bloqueéis la entrada, /
porque resultará herido el que se oponga, / fuera hay una batalla
furibunda, / pronto golpeará vuestras ventanas y crujirán vuestros
muros, / porque los tiempos están cambiando”, cantaba en 1964 con su voz
nasal en The Times They Are a Changing, anticipándose al revuelo social y político de Norteamérica.
Fueron en esos primeros sesenta, en su tránsito diario de trovador por Greenwich Village, cuando conoció a los poetas beat.
Aquello determinó aún más su visión literaria, a la que impregnó de una
fuerza contracultural más incisiva, repleta de instinto y mordiente. Se
relacionaba con Jack Kerouac, Neal Cassady, William Burroughs, Herbert
Huncke, John Clellon Holmes o Allen Ginsberg, pero aún más importante:
había vasos comunicantes.
Dylan se fijaba en ellos, pero ellos veían en
él al portavoz generacional, sorprendiéndose de su capacidad de captar
la agitación, la desorientación, los desamparos y los ideales de
aquellos convulsos sesenta.
Con sus más de seis minutos de canción,
rompiendo en 1965 el molde de single y reventando el concepto de radio comercial, Like a Rolling Stone
conquistó el territorio de la ruptura generacional de los sesenta, más
que cualquier novela, obra de teatro o película.
Como dijo el poeta
estadounidense David Henderson, no se trataba de una canción, sino de
“una epopeya”.
Acababa de empezar la epopeya de Dylan, que abandonó el folk
por el pop, maravillado por el ímpetu desenfadado y juvenil de los
Beatles, los Rolling Stones y toda la tropa británica que desembarcó con
un éxito monumental en EE UU. Con su sonido circense, de folk-blues-rock acelerado, sin olvidar esas baladas al piano, los álbumes Highway 61 Revisited y Blonde on Blonde elevaron a la música popular a lo más alto del universo cultural. Allí donde antes había un chaval folkie lanzando dardos surgía un merodeador que documentaba las emociones de la extraña realidad. Según ha declarado con exageración el poeta chileno Nicanor Parra, solo por tres versos de la canción Tombstone Blues, incluida en Highway 61 Revisited,
se merece el Nobel. Son los versos: “Mamá está en la fábrica / no tiene
zapatos / papá está en el callejón / está buscando un fusible / yo
estoy en las calles /con el blues de Tombstone”. “Es realismo real, con
la fábrica, el callejón y la cocina, donde está el niño solo con los
blues", ha dicho el poeta. A decir verdad, son muchos más los versos,
que abren imágenes como ventanas a otros mundos posibles y que se
recogen en esos dos discos esenciales para el desarrollo intelectual del
rock. Esas obras, publicadas entre 1965 y 1966, sirvieron de guía
fundamental para los Beatles, los Beach Boys y toda esa irrepetible
generación del pop y el rock que protagonizó el siglo XX con sus
canciones. Y, sin embargo, fue en esos años cuando, aupado por su propio
entusiasmo compositivo y su fama compositiva, publicó su única novela Tarántula,
una pifia de literatura experimental muy por debajo de toda su obra
musical. Está claro que el cómite del Nobel no ha tenido en cuenta el
aspecto narrativo de Dylan a partir de su único libro, en el que intentó
emular en prosa poética a Kerouac, Burroughs o Ginsberg.