La nueva generación de los Alba ha heredado muchas cosas del peculiar carácter de Cayetana. Hoy Liria acoge la boda de Luis.
Cayetano Martínez de Irujo, el menor de los hijos varones de la duquesa de Alba, lo dijo en vida de su madre: “Está haciendo con sus nietos lo que no hizo con nosotros”. Se refería a
que la aristócrata compartió mucho tiempo con ellos e incentivó sus
aficiones. Los nueve nietos de Cayetana conservan algunos de los rasgos
de su peculiar carácter aunque no su trato con la prensa. Ellos
prefieren mantenerse al margen de la curiosidad pero el peso de su
apellido les lleva a escena conforme pasan los años.
Hoy todos están citados en el palacio de Liria de Madrid,
la gran posesión de los Alba, que acoge la boda de uno de ellos. Se
casa Luis Martínez de Irujo y Hohenlohe, nacido del matrimonio de
Alfonso, el segundo hijo de la duquesa, con María de Hohenlohe, de la
que está separado. Luis es el mayor de los dos hijos de la pareja. Tiene
38 años, dos más que su hermano Javier —quien hizo por primera vez
bisabuela a la aristócrata—. El novio, licenciado en Derecho, tras vivir en Londres trabajando en
la empresa de inversiones GLG Partners acaba de regresar a España para
desarrollar su carrera profesional. Su carácter discreto le llevó a
intentar pasar inadvertido en el entierro de su abuela, aún así fue
fotografiado con su primo Fernando, el nuevo duque de Huéscar, llamado a
ser algún día duque de Alba. Luis se casa con Adriana Marín, una
licenciada en Historia del Arte, en una boda discreta pero llena de
apellidos con historia. En numerosas ocasiones, Brianda ha ejercido de modelo de sus propios diseños y también ha actuado como dj.
Los gemelos de Cayetano Martínez de Irujo han heredado de su padre su
afición por el deporte y en especial por la hípica. Ambos fueron los
que más relación tuvieron con la duquesa de Alba, también Cayetana, la
más mediática de la familia. Tana es la hija de Eugenia Martínez de Irujo
y del torero Francisco Rivera Ordóñez. A la joven le gusta relacionarse
con personajes famosos y es habitual verla con su padre en festejos
taurinos. Ha sido portada ya de varias revistas pero al ser menor de
edad su identidad todavía se preserva, si bien está llamada a ser un
gran personaje de la prensa del corazón.
El holandés, maestro de la inteligencia, vuelve con 'Elle' a las salas españolas, 10 años después de 'El libro negro'.
Convengamos que la mayor parte de la sociedad actual, y por
extensión, el cine que produce, malvive entre la depredación y la
supervivencia ensimismada. Millán Astray estaría contento con el éxito
de su "Muera la inteligencia". Uno se imagina a Paul Verhoeven
(Ámsterdam, 1939) paseando por Los Ángeles, donde vive desde hace tres
décadas, riendo ante lo que ve en las aceras, en las pantallas, en la
vida. “El modelo dominante siempre me ha parecido aburrido. Si algo es dominante, ¿para qué tomarse la molestia? Solo cuando las cosas son distintas se vuelven más interesantes”, decía
hace unos meses, justo antes de la presentación en Cannes de Elle, la película con la que ayer volvió a las carteleras españolas una década después de El libro negro (entre medias filmó la inédita en España Steeksepel). Así ha hecho su carrera, un recorrido que arrancó con un documental
donde puso a hablar a un nazi holandés en la televisión por primera vez. A los tabúes Verhoeven los machaca a patadas. O los saca a pasear para
carcajearse posteriormente en su cara. Con el holandés nunca lo que uno
cree que está viendo es realmente lo que está viendo. O leyendo, porque
su biografía sobre Jesús de Nazaret, fruto de dos décadas de
colaboración desde 1985 con Jesús Seminar, un colectivo de teólogos y
estudiosos de la Biblia, defiende que Jesús era un activista político
radical, un hombre que hacía exorcismos y que estaba seguro que el reino
de los cielos se encontraba en la Tierra. "En realidad, ya hice mi
película sobre Jesús: RoboCop".
Con su cine, la primera lectura es que sus películas basan sus
cimientos en la violencia: “El universo es violento por definición, y el
sexo forma parte de él. El animal que seguimos siendo se comporta de
manera violenta: agrediendo, matando y practicando la dominación
sexual”. Un declaración que esconde un profundo mensaje antibelicista.
Porque, ¿qué es si no Starship Troopers, en la que decide
mostrar un mundo tan homogeneizado que nada diferencia a un bonaerense
de un neoyorquino, en el que el ejército de chavales pluscuamperfectos
rezuma aroma a juventudes hitlerianas, en el que la carne de cañón,
aunque cincelada en los cánones clásicos de la belleza, sigue siendo
carne de cañón? A todos aquellos que pensaron que Showgirls (1995) era una película sobre bailarinas de strip tease en Las Vegas se les pasó que en realidad hablaba de la adicción al dinero, como remarcó en un curioso guiño La gran apuesta (2015): aquellas expertas en lap dance
acumulaban hasta cinco hipotecas basura y eran la primera señal de
advertencia ante el advenimiento de la crisis financiera. Pues eso ya lo
había apuntado Verhoeven. ¿Feminista? El que más. Sus mujeres lidian contra los deseos
machistas de la sociedad, luchan contra el aburrimiento y el
aburguesamiento que sí suelen llevarse por delante a sus
coprotagonistas, una línea que entronca Instinto básico con Elle. Ellas controlan, como en El libro negro,
las riendas de su vida. Y ese mensaje abofetea con demasiada
contundencia a los agentes y a los ejecutivos de Hollywood, asustados
ante la nueva moral. Verhoeven lleva años queriendo sacar adelante Elle, basada en Oh..., la novela del francés Philippe Djian (Betty Blue,El amor es un crimen perfecto),
con una actriz de las grandes del cine hollywoodiense, y por tanto en
inglés y en EE UU. Ninguna se atrevió, y solo el paso adelante de Isabelle Huppert desatascó el proyecto... y lo devolvió a Francia, que la ha elegido como su candidata al Oscar.
Con su patina de socarronería (“La ironía es una elección artística. Si
nos tomamos demasiado en serio las cosas, la única solución es el
suicidio”), con su asombrosa visión premonitoria —de ahí que incluya un
paseo por el mundo de los videojuegos, el ocio que más libertad otorga a
las pulsiones del ser humano—, al final resulta que el hijo listo, tan
sutil como macarra, de Luis Buñuel y Claude Chabrol es Paul Verhoeven, mesías de la inteligencia.
“Me voy a poner delante del primer camión que pase”, “ya me echaréis
de menos cuando falte”, “vosotros no sois normales”, “te voy a devolver a
los gitanos que te dejaron en la puerta”, “y si tus amigas se tiran por
un puente ¿tú también te tiras?”, “un día yo me largo y no me volvéis a
ver el pelo”, “un día me subo a una peña y me tiro”, “te voy a
acogotar”, “os voy a meter a todos en un internado”, “eres más tonto y
no naces”, “me vais a quitar del mundo”, “me vais a enterrar”. Usted
también puede añadir la frase, seguro que fresca aún en la memoria, que
pronunciaba su madre en esos momentos desesperados que culminaban en una
declaración brutal de hartazgo, aburridas como estaban de una condición
de la que no podían escapar. Me puse a la tarea de recopilarlas esta semana, animada por un libro que comencé a leer con cierta aprensión: #Madres arrepentidas. Una mirada radical a la maternidad y sus falacias (Reservoir Books), de la israelí Orna Donath. Confieso que me chirría el hecho de que la propia autora califique su
estudio de radical. Pues bien, mientras leía este ensayo en el que la
autora da voz a 25 madres, de distinta edad y condición, que confiesan
detestar la maternidad a pesar de amar a sus hijos, yo iba preguntando a
los amigos si alguna vez sintieron que sus madres renegaban de ellos. Y
sí, con frecuencia. Las frases más tremendas provenían de las mujeres
de la generación de la mía, que desahogaban su ira sin importarles si
eso hacía mella en nuestra sensibilidad. Visto el resultado no parece
que aquellos momentos Magnani nos hayan dejado el corazón
averiado, porque observo que acaban siendo frases fetiche que los
hermanos compartimos con más risas que rencor. Va a resultar que la
ultra expresividad mediterránea les servía a ellas de desahogo y
nosotros, niños de una generación más curtida que la actual, lo hemos
incorporado al álbum de recuerdos.
Hijos porque les tocaba
El estudio de Orna Donath es más penetrante de lo que imaginaba,
aunque podría tener 50 páginas menos. Nos habla la autora de madres que
no sintieron llamada alguna del instinto maternal y que tuvieron hijos
porque era lo que tocaba. En mi opinión, hubiera sido aconsejable que
abundara en el hecho de la presión social que en Israel existe para que
las mujeres tengan al menos tres hijos y contribuyan a que el pueblo
judío no pierda la batalla por la apabullante natalidad del enemigo;
también haber recordado los tiempos posteriores al holocausto, cuando
los supervivientes tuvieron la lógica reacción de procrear para
compensar las pérdidas. Eso explicaría esa presión sociopolítica que ha
caído sobre los hombros de las israelíes. Tengo la sensación de que en nuestro país, tendente a la
tragicomedia, las madres han tenido la posibilidad de expresar una
ambivalencia emocional que va en el cargo: te quiero más que a nadie en
el mundo, pero qué feliz sería a veces sin ti. La literatura ha frecuentado esto que cuenta la profesora Donath de
aquella madame Bovary que antepone sus delirios románticos a la crianza
de su hija, a todos esos cuentos en los que Alice Munro
nos descubre las obsesiones de madres negligentes, que pierden la
cabeza y corren de pronto tras los pasos de un hombre olvidándose por
unas horas de los hijos, esas madres que están a otra cosa, que tratan
de refugiarse, aunque sea en el cuarto de la lavadora, para preservar
algo de lo que fueron cuando no estaban al servicio de unos hijos que
provocan tanto amor como angustia. O Las horas, de Michael Cunningham,
novela en la que percibimos a través de los ojos del niño el desgarro
de una madre que no puede hacer frente a su maternidad. Este último
ejemplo nos inquieta porque en algún momento de nuestra niñez muchos
sentimos esa complejidad de los sentimientos maternos. Ella nos amaba
pero a veces quería huir; ella soñaba en ocasiones con otra vida de la
que nosotros no formábamos parte. Algunas reseñas señalan enfáticamente que este libro de madres
arrepentidas rompe “el último tabú”. Yo opino que cualquier persona
perspicaz detectará en algunas mujeres la incomodidad que les provoca su
papel. Los primeros que olfatean esa rareza son los hijos que aun así
las aman, como también las madres carentes de vocación los aman a ellos. Vivimos en una época en la que ha surgido un talibanismo maternal que
tiende a calificar de malas madres a las que no desean asumir la
maternidad como una religión. Pobres de aquellas que se vean enredadas
en este fanatismo; sospecho que los hijos acabarán sintiéndose más
libres creciendo en manos de una madre algo negligente que de una
asfixiante. En cualquier caso, la sociedad va entendiendo que hay
mujeres que no necesitan procrear para sentirse plenamente realizadas,
aunque sospecho que el mayor problema en España es el de las jóvenes que
quisieran ser madres pero no encuentran el momento.