La firma Aristocrazy organiza su desfile en una vía muerta de la estación de Chamartín.
Modelo durante el desfile de Aristocrazy
Una de las quejas más recurrentes que se formulan en torno a la Semana de la Moda de Madrid
es que el 95% de sus desfiles se celebran en un aséptico pabellón de
Ifema.
Son contadas las marcas que utilizan alguno de los maravillosos escenarios con los que cuenta la ciudad, como sí se hace en París, Milán y Nueva York.
Las que finalmente se atreven rara vez suelen salirse de espacios convencionales y especializados en eventos.
Pero no todo está perdido.
Por fin una firma con los recursos necesarios para producir un show en un emplazamiento espectacular (o, al menos, sorprendente) lo ha hecho.
El miércoles, la cadena de bisutería y joyas Aristocrazy convertía una vía muerta de la estación madrileña de Chamartín en su pasarela particular.
Organizar este tipo de presentaciones no resulta solo cuestión de
dinero, que también.
Dicen quienes han desarrollado este proyecto que, tras superar los obstáculos burocráticos a los que han tenido que enfrentarse, se sienten preparados para forzar un acuerdo de Gobierno entre PP y PSOE, resolver el conflicto árabe israelí y diseñar una tetera que no vierta el agua.
No es de extrañar, comentan sin querer identificarse, que muchas marcas con más ilusión que medios hayan terminado tirando la toalla y recalando en el siempre cómodo Ifema.
De momento –y desgraciadamente- la política de Madrid con respecto a la moda dista bastante de la de otras ciudades europeas como París.
La alcaldesa de la capital gala, Anne Hidalgo, puso en marcha el año pasado una batería de medidas para exprimir el potencial turístico de su semana de desfiles.
Entre ellas, facilitar el acceso de las firmas a espacios públicos.
Mientras, en España, un desfile como el de Aristocrazy sigue siendo aún la excepción.
Una rara avis, casi una excentricidad, tanto para la industria como para algunas de las invitadas al evento.
Porque el miércoles, el espectáculo comenzó mucho antes de que las modelos subiesen a la pasarela.
Ver a la sociality Carmen Lomana pisar con sus stilletos el metro de Madrid –tal vez por primera vez- fue una imagen impagable.
Y quien dice Lomana, dice cualquier de las otras señoras de cabellera aún más dorada que sus Rolex.
En primera fila, además de la mentada Lomana, Cari Lapique, Carla y Caritina Goyanes, Mónica Martín Luque, Brianda Fitz James Stuart, Antonia Carmona…
Una lista de invitados que habla de una marca impulsada por dos fuerzas aparentemente contradictorias.
Por un lado, está su deseo de modernidad, que les ha llevado a elegir un emplazamiento casi underground (literal y figuradamente) y a presentar unas piezas que –aunque no se vayan a fabricar- demuestran una clara ambición transgresora.
Por otro lado, está el peso del legado de la marca: Aristocrazy es un proyecto desarrollado por los herederos de la cadena de joyería Suárez, una de las vetustas y renombradas de España.
Pero en lo heterogéneo está la clave de la diversión.
Y la mejor prueba de ello fue la cena que la marca organizó tras el desfile en el restaurante Amazónico, uno de los locales de moda en la capital.
Allí los pendientes de perlas y los diamantes en bruto se mezclaron alentados por el buen vino y la falta de prejuicios.
Son contadas las marcas que utilizan alguno de los maravillosos escenarios con los que cuenta la ciudad, como sí se hace en París, Milán y Nueva York.
Las que finalmente se atreven rara vez suelen salirse de espacios convencionales y especializados en eventos.
Pero no todo está perdido.
Por fin una firma con los recursos necesarios para producir un show en un emplazamiento espectacular (o, al menos, sorprendente) lo ha hecho.
El miércoles, la cadena de bisutería y joyas Aristocrazy convertía una vía muerta de la estación madrileña de Chamartín en su pasarela particular.
Dicen quienes han desarrollado este proyecto que, tras superar los obstáculos burocráticos a los que han tenido que enfrentarse, se sienten preparados para forzar un acuerdo de Gobierno entre PP y PSOE, resolver el conflicto árabe israelí y diseñar una tetera que no vierta el agua.
No es de extrañar, comentan sin querer identificarse, que muchas marcas con más ilusión que medios hayan terminado tirando la toalla y recalando en el siempre cómodo Ifema.
De momento –y desgraciadamente- la política de Madrid con respecto a la moda dista bastante de la de otras ciudades europeas como París.
La alcaldesa de la capital gala, Anne Hidalgo, puso en marcha el año pasado una batería de medidas para exprimir el potencial turístico de su semana de desfiles.
Entre ellas, facilitar el acceso de las firmas a espacios públicos.
Una rara avis, casi una excentricidad, tanto para la industria como para algunas de las invitadas al evento.
Porque el miércoles, el espectáculo comenzó mucho antes de que las modelos subiesen a la pasarela.
Ver a la sociality Carmen Lomana pisar con sus stilletos el metro de Madrid –tal vez por primera vez- fue una imagen impagable.
Y quien dice Lomana, dice cualquier de las otras señoras de cabellera aún más dorada que sus Rolex.
En primera fila, además de la mentada Lomana, Cari Lapique, Carla y Caritina Goyanes, Mónica Martín Luque, Brianda Fitz James Stuart, Antonia Carmona…
Una lista de invitados que habla de una marca impulsada por dos fuerzas aparentemente contradictorias.
Por un lado, está su deseo de modernidad, que les ha llevado a elegir un emplazamiento casi underground (literal y figuradamente) y a presentar unas piezas que –aunque no se vayan a fabricar- demuestran una clara ambición transgresora.
Por otro lado, está el peso del legado de la marca: Aristocrazy es un proyecto desarrollado por los herederos de la cadena de joyería Suárez, una de las vetustas y renombradas de España.
Pero en lo heterogéneo está la clave de la diversión.
Y la mejor prueba de ello fue la cena que la marca organizó tras el desfile en el restaurante Amazónico, uno de los locales de moda en la capital.
Allí los pendientes de perlas y los diamantes en bruto se mezclaron alentados por el buen vino y la falta de prejuicios.