Los pies de Roxie Druse
patalean a unos metros del suelo.
A la misma altura en la que deberían
flotar tan plácidos como muertos
. Y cada uno de sus estertores
convertido en patada es una coz en el receptáculo de culpa de los muy
respetables señores que han ordenado ahorcarla.
Es intolerable lo mucho
que tardan algunos condenados en morir. Habría que inventar algo, un
método lo suficientemente limpio para que estos repugnantes espectáculos
no vuelvan a producirse.
1886.
El estado de Nueva York acaba de ejecutar penosamente en la horca a
Roxialana Druse, una infeliz sin demasiadas luces y con las suficientes
sombras como para matar a su marido, descuartizarlo, quemar los restos y
deshacerse de los pocos huesos que sobrevivieron al fuego.
Frente al
patíbulo, no cabe un periodista más para la ceremonia. Hace cuatro
décadas que no se ejecuta a una mujer en la ciudad. Pero ninguno
esperaba una función tan agónica: más de quince minutos para morir con
el cuello roto.
Roxie lleva la cabeza cubierta con una pudorosa
capucha—más por proteger al que mira que por librar del espanto al que
muere—. Aunque no hay tela que pueda silenciar el grito inacabable de su
final.
No
se puede repetir. Nueva York matará, pero limpiamente.
Sin estertores,
ni vómitos, ni bochornosos esfínteres. Nuevos métodos para nuevos
tiempos.
La electricidad.
Un
charlatán ambicioso habría soñado con colocarles a las autoridades un
nuevo sistema para ejecutar la pena capital.
El prodigio que mataría sin
mancha, ni vergüenza. Pero Thomas Alva Edison no era
un vendedor de patentes cualquiera.
Era un tiburón. Y en los recovecos
de su mente surgió una idea mejor.
No inventaría la guadaña del siglo
XX.
Le cedería el dudoso honor a su peor rival: George Westinghouse.
Así conseguiría desacreditar la corriente alterna que el industrial
defendía.
Y, de paso, acabaría con el tipo más excéntrico y más
hermético que había trabajado en su taller. Un europeo tortuoso y
deslavazado que se había atrevido a dejarle plantado. Aunque, cierto
era, Edison no le había pagado los cincuenta mil dólares que le prometió
por interminables noches de trabajo.
Aquel
tipo llegado de París con una fervorosa carta de recomendación no era
como el resto de los discípulos.
«Conozco solo a dos grandes hombres y
usted es uno de ellos. El otro es este joven».
Se llamaba Nikola Tesla.
A Edison le exasperaron aquellas palabras escritas por el responsable
de su compañía en Francia.
Y le pusieron en alerta. ¿Un gran hombre?
¿Tan grande como él? ¿De verdad?
Nadie iba a competir con el Mago de
Menlo Park.
Él, solo él, pasaría a la historia como la mente más
privilegiada de su tiempo.
Por primera vez en su vida, Edison se sintió
amenazado.
Por primera vez le sacudió esa dentellada en la boca del
estómago. Un odio constante.
Incandescente como una de sus lámparas.
Una
aversión pegajosa como una serpiente atada a su esternón que no dejaría
de crecer.
Envidia,
se llama.
Y es una fuerza poderosa. Irrefrenable.
Como las coces de
Roxie Druse en la horca. Que mueve y que envenena. Es un diablo
insaciable que le susurra que tiene que acabar con Tesla. Humillar a
Westinghouse.
Y
así la envidia se convirtió en la madre de la muerte eléctrica
. Y
Edison inventó la silla.
O, mejor dicho, aprovechó el invento de uno de
sus discípulos.
El artefacto cumplía con un requisito esencial.
Achicharraría el buen nombre de sus rivales. Porque funcionaba con la
corriente alterna que comercializaba Westinghouse.
En una pirueta
perversa, Edison llegó a proponer que el proceso letal se llamara westingizar. ¿No le dio Guillotin
su nombre al brazo ejecutor de la revolución?
Westinghouse no lo
permitió, pero no pudo evitar que la corriente alterna alimentara la
primera ejecución de la era moderna.
Solo que la muerte no fue tan limpia.
1890. William Kemmler
no pasará a la historia por asesinar a su amante, pero sí por ser el
primer humano en ocupar el trono funerario cargado de electricidad.
Una
descarga. Y otra. Otra más.
O la corriente alterna no era tan mortífera o
los hombres de Edison no habían calculado bien.
Se habían esforzado.
Habían tostado gatos, perros, pollos.
Pero no sopesaron que el cuerpo de
un hombre aguantaría mucho más.
Kemmler habría deseado la imperfecta
horca en la que agonizó Roxie Druse.
Se habría ahorrado morir quemado
vivo ante los ojos atónitos de los muchos periodistas que habían acudido
a la prisión de Auburn a dar fe del invento definitivo de Edison.
La
sala se llena de humo.
La descarga ha sido de más de un minuto.
Pero el
condenado no muere. «Habría sido mejor un hacha», dijo Westinghouse
después.
Esa fue su única venganza.
La sirvió afilada y exquisita. Como
él.
Ese
fracaso alimentaría para siempre al gusano que corroía a Edison.
La
envida, la certeza de saber que siempre hay alguien mejor dispuesto a
destronarte.
Hasta de la silla eléctrica.
El
genio nunca es inmune al pecado.
El talento no sirve de escudo contra
un odio tan irracional como los celos.
Ese miedo se ha apoderado de un
hombre en una sala de proyección.
No sabe si abrir los ojos o cerrarlos
para no maldecirse por haber dejado pasar la oportunidad.
En la
pantalla, una película de terror.
Pero él no teme la bilis, ni el
espanto, ni a Belcebú.
Teme a otro demonio más familiar que siempre
acecha: el fracaso como cara oculta del triunfo del otro.
Teme no estar
por encima de la perfección. Teme el olvido. Teme la gloria de los
demás. Teme que no haya raciones de éxito para todos. Por eso cada plano
en la pantalla se le clava como una espada en su ego acorazado.
Él no
lo habría hecho así. Pero él dijo que no.
Él rechazó contar esta
historia de metamorfosis y de posesión. Será por eso que le posee la
rabia.
La envidia.
Otra vez la envidia moviéndolo todo. Activando las neuronas desde las tripas.
El hombre que mira la pantalla se llama Stanley Kubrick
.
Está viendo una película que se ha negado a hacer.
Para empezar, él
exigía algunos cambios en el guion.
Quería contar de otra manera cómo el
mal se infiltra entre las sábanas del día a día.
Creía que era más
terrorífico un adolescente que el propio Satanás. Pero la Warner tenía
un plan menos difuso.
Por eso es William Friedkin quien
ha terminado dirigiendo esta versión viscosa y evidente.
Se llevará un
Óscar por la apoteosis maléfica de la pequeña Linda Blair en El exorcista.
Y Kubrick no ganará nada. Si acaso la inspiración. La firme decisión de
aterrorizar al público sin necesidad de una maldad ultraterrena.
Kubrick está convencido de que el infierno está en uno mismo. Y de esa
epifanía envidiosa le saldrá una película.
Lo maldito pudre cada arista
del alma de Jack Torrance, atrapado en una única frase de su novela.
Lucifer está en ti. Solo espera el momento adecuado para encarnarse.
Cuando te encierres con tu familia y te quedes aislado por la nieve.
Cuando tu máquina de escribir se obstine en hacerte teclear siempre lo
mismo. All work and no play makes Jack a dull boy.
Quizá
Kubrick, que no ganó ningún Óscar, tenía razón.
No había premios
suficientes para todos. Y el genio no tiene nada que ver. Está
convencido de que su talento es siempre superior. Pero le tortura ver
cómo la masa ciega adora a los otros.
Le sucede con La guerra de las galaxias. No entiende los motivos del taquillazo.
Sabe que no era tan buena como 2001. Solo que el público no lo sabe.
Le volverá a pasar con Apocalypse Now. El viaje de Coppola por el Mekong le empuja a contar la miseria de los reclutas en La chaqueta metálica.
Le sucederá de nuevo cuando el entusiasmo por E. T. le haga retomar el proyecto de Inteligencia artificial. Aunque la punzada de envidia terminará convertida en sincera admiración por Spielberg.
«El
ajedrez te enseña que debes tener calma y pensar si realmente es una
buena idea o hay otras ideas mejores».
Esa fue una de las cosas que
Kubrick aprendió en las mesas blancas y negras de Washington Square.
Lástima que pasara su vida atormentado por la envidia, por la remota
posibilidad de que una idea mejor estallara en la cabeza de otro.
Ese mismo terror atormentaba al genio viperino de Gore Vidal.
«Cuando un amigo mío triunfa, muero un poco».
Lo decía con ese desdén
altivo del que sabe que es mejor pero que eso no es garantía de
reconocimiento.
Lo decía transpirando envidia. Sin ocultarla.
Vidal hizo
de la envidia una de las bellas artes. No es suficiente triunfar, los
otros tienen que fracasar.
Lo decía sin rubor. Lo decía pensando en Norman Mailer. En Truman Capote.
En Andy Warhol,
el único genio que conoció con un cociente intelectual por debajo de
sesenta —años después Vidal rebajaría su maliciosa estimación a veinte—.
Le molestaba el ascenso de un tipo que serigrafiaba latas.
Del perfecto
mamarracho. De la vacuidad coronada de canas que nada tenían que ver
con la sabiduría.
Tampoco ayudó que Warhol hubiera confesado la
fascinación que a los veinte años le supuso descubrir el rostro efébico
de Capote en la contraportada de Otras voces, otros ámbitos.
Era
la imagen voluptuosa de un hermoso jovencito de labios carnosos.
Y Vidal
también moría un poco al mirarla.
De deseo. De resentimiento.
Un
resentimiento que alimentaría su enemistad durante años.
Era como verles
correr por un premio fabuloso desde la grada, apuntaba Tennessee Williams —el tercer perverso en discordia—. Demasiados enfants terribles
para tan poco Manhattan.
Demasiada envidia para una isla. Esa envidia
que le precipitaba sobre el teclado para ser mejor que los otros.
Para
sobrevivir al éxito ajeno. Esa envidia que según Vidal era el hecho
central de la vida americana.
La
envidia española es distinta.
Más cotidiana, pero menos inspiradora. La
envidia española se evapora en el ejercicio de la difamación.
Jamás
intenta hacer de más, le basta con hacer de menos al envidiado.
La
envidia española es mezcla de resignación y de autoengaño. Es el arte de
convencerse, a fuerza de repetirlo ante otros oídos, de que el listo
brilla con un fulgor prestado.
Fue envidioso difamador Quevedo, que prefirió emplear su genio en trabar versos contra Góngora
antes que a favor de otros.
Pero Gongorilla ya era grande cuando
Quevedo le convierte en objeto de sus burlas.
Y sin embargo, la leyenda
deja a Góngora como el conceptista amargado y a Quevedo como el
ocurrente luminoso.
Aquel joven advenedizo, dotado con el don de la
palabra y maldecido con el gusano de la envidia, era mala persona.
Mentiroso.
Embaucador. Pendenciero. Ladrón. Corrosivo. Buscón como su
don Pablos.
«Virtud envidiada es dos veces virtud», escribió el
brillante impostor que parecía saber mucho de virtudes en la teoría y
poco en la práctica.
«No hay amistades, parentescos, calidades, ni grandezas que se opongan al rigor de la envidia», lo decía Cervantes con la autoridad de quien sabe de lo que habla.
Cuando vuelve a España, manco y prematuramente envejecido tras su cautiverio, Lope de Vega
es el «Fénix de los Ingenios españoles»
. El ídolo de las audiencias
teatrales.
Y a Cervantes se le escapa el triunfo en la comedia. Sus
obras aristotélicas y mesuradas no pueden competir con el circo barroco
de Lope.
Y cuando intenta pasarse al bando del enredo se da cuenta de
que no sabe. No puede ser efervescente y superficial como sus rivales.
Los que un día fueron amigos empiezan a tirarse los versos a la cabeza.
Dicen que Lope leyó el Quijote antes de publicarse. Y que sintió envidia.
Hay quien insinúa que el Quijote
apócrifo fue la idea más malvada de Félix Lope de Vega y Carpio.
Habría
incitado su escritura y colado frases hirientes. Lo habría llevado a la
imprenta bajo el nombre falso de Avellaneda.
De ser
así no sabría que estaba consagrando a su rival, haciéndole su último
favor de enemigo: obligando a Cervantes a que sacara a pasear de nuevo a
su caballero andante.
Aunque fuera para matarle.
Porque la envidia en España es más mortal que inspiradora.
«Los españoles siempre están pensando en la envidia.
Para decir que algo es bueno dicen: es envidiable».
Hasta Borges supo verlo. Él, que ni veía, ni sentía, ni envidiaba.