Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

17 ago 2016

La envidia como una de las bellas artes.........................................................Marta Fernández

February 1928: Inventor Thomas Alva Edison (1847 - 1931) operating a telegraph key on his 81st birthday. The key he is pressing is actually inaugurating a modern Elison lighting system in Bellingham, Washington. (Photo by Hulton Archive/Getty Images)
Thomas Alva Edison, 1928. Fotografía: Getty Images.

Los pies de Roxie Druse patalean a unos metros del suelo.
 A la misma altura en la que deberían flotar tan plácidos como muertos
. Y cada uno de sus estertores convertido en patada es una coz en el receptáculo de culpa de los muy respetables señores que han ordenado ahorcarla.
 Es intolerable lo mucho que tardan algunos condenados en morir. Habría que inventar algo, un método lo suficientemente limpio para que estos repugnantes espectáculos no vuelvan a producirse.
1886. El estado de Nueva York acaba de ejecutar penosamente en la horca a Roxialana Druse, una infeliz sin demasiadas luces y con las suficientes sombras como para matar a su marido, descuartizarlo, quemar los restos y deshacerse de los pocos huesos que sobrevivieron al fuego. 
Frente al patíbulo, no cabe un periodista más para la ceremonia. Hace cuatro décadas que no se ejecuta a una mujer en la ciudad. Pero ninguno esperaba una función tan agónica: más de quince minutos para morir con el cuello roto. 
Roxie lleva la cabeza cubierta con una pudorosa capucha—más por proteger al que mira que por librar del espanto al que muere—. Aunque no hay tela que pueda silenciar el grito inacabable de su final. 
No se puede repetir. Nueva York matará, pero limpiamente.
 Sin estertores, ni vómitos, ni bochornosos esfínteres. Nuevos métodos para nuevos tiempos.
 La electricidad.
Un charlatán ambicioso habría soñado con colocarles a las autoridades un nuevo sistema para ejecutar la pena capital. 
El prodigio que mataría sin mancha, ni vergüenza. Pero Thomas Alva Edison no era un vendedor de patentes cualquiera.
 Era un tiburón. Y en los recovecos de su mente surgió una idea mejor.
 No inventaría la guadaña del siglo XX. 
Le cedería el dudoso honor a su peor rival: George Westinghouse. Así conseguiría desacreditar la corriente alterna que el industrial defendía.
 Y, de paso, acabaría con el tipo más excéntrico y más hermético que había trabajado en su taller. Un europeo tortuoso y deslavazado que se había atrevido a dejarle plantado. Aunque, cierto era, Edison no le había pagado los cincuenta mil dólares que le prometió por interminables noches de trabajo. 

Aquel tipo llegado de París con una fervorosa carta de recomendación no era como el resto de los discípulos.
 «Conozco solo a dos grandes hombres y usted es uno de ellos. El otro es este joven».
 Se llamaba Nikola Tesla.
 A Edison le exasperaron aquellas palabras escritas por el responsable de su compañía en Francia.
 Y le pusieron en alerta. ¿Un gran hombre? ¿Tan grande como él? ¿De verdad?
 Nadie iba a competir con el Mago de Menlo Park.
 Él, solo él, pasaría a la historia como la mente más privilegiada de su tiempo.
 Por primera vez en su vida, Edison se sintió amenazado.
 Por primera vez le sacudió esa dentellada en la boca del estómago. Un odio constante. 
Incandescente como una de sus lámparas.
 Una aversión pegajosa como una serpiente atada a su esternón que no dejaría de crecer. 

Envidia, se llama.
 Y es una fuerza poderosa. Irrefrenable.
 Como las coces de Roxie Druse en la horca. Que mueve y que envenena. Es un diablo insaciable que le susurra que tiene que acabar con Tesla. Humillar a Westinghouse. 

Y así la envidia se convirtió en la madre de la muerte eléctrica
. Y Edison inventó la silla.
 O, mejor dicho, aprovechó el invento de uno de sus discípulos.
 El artefacto cumplía con un requisito esencial.
 Achicharraría el buen nombre de sus rivales. Porque funcionaba con la corriente alterna que comercializaba Westinghouse.
 En una pirueta perversa, Edison llegó a proponer que el proceso letal se llamara westingizar. ¿No le dio Guillotin su nombre al brazo ejecutor de la revolución?
 Westinghouse no lo permitió, pero no pudo evitar que la corriente alterna alimentara la primera ejecución de la era moderna.
Solo que la muerte no fue tan limpia.
1890. William Kemmler no pasará a la historia por asesinar a su amante, pero sí por ser el primer humano en ocupar el trono funerario cargado de electricidad.
 Una descarga. Y otra. Otra más.
 O la corriente alterna no era tan mortífera o los hombres de Edison no habían calculado bien.
 Se habían esforzado. Habían tostado gatos, perros, pollos.
 Pero no sopesaron que el cuerpo de un hombre aguantaría mucho más.
 Kemmler habría deseado la imperfecta horca en la que agonizó Roxie Druse. 
Se habría ahorrado morir quemado vivo ante los ojos atónitos de los muchos periodistas que habían acudido a la prisión de Auburn a dar fe del invento definitivo de Edison.
 La sala se llena de humo.
 La descarga ha sido de más de un minuto.
 Pero el condenado no muere. «Habría sido mejor un hacha», dijo Westinghouse después.
 Esa fue su única venganza. 
La sirvió afilada y exquisita. Como él.
Ese fracaso alimentaría para siempre al gusano que corroía a Edison.
 La envida, la certeza de saber que siempre hay alguien mejor dispuesto a destronarte.
 Hasta de la silla eléctrica.
El genio nunca es inmune al pecado. 
El talento no sirve de escudo contra un odio tan irracional como los celos.
 Ese miedo se ha apoderado de un hombre en una sala de proyección. 
No sabe si abrir los ojos o cerrarlos para no maldecirse por haber dejado pasar la oportunidad.
 En la pantalla, una película de terror. 
Pero él no teme la bilis, ni el espanto, ni a Belcebú. 
Teme a otro demonio más familiar que siempre acecha: el fracaso como cara oculta del triunfo del otro. 
Teme no estar por encima de la perfección. Teme el olvido. Teme la gloria de los demás. Teme que no haya raciones de éxito para todos. Por eso cada plano en la pantalla se le clava como una espada en su ego acorazado.
 Él no lo habría hecho así. Pero él dijo que no. 
Él rechazó contar esta historia de metamorfosis y de posesión. Será por eso que le posee la rabia.
La envidia.
 Otra vez la envidia moviéndolo todo. Activando las neuronas desde las tripas.

Stanley Kubrick sur le plateau du film Orange Mecanique 1972 - Stanley Kubrick on the set of CLOCKWORK ORANGE, 1972
Stanley Kubrick, 1972. Fotografía: Cordon Press.

El hombre que mira la pantalla se llama Stanley Kubrick
 . Está viendo una película que se ha negado a hacer.
 Para empezar, él exigía algunos cambios en el guion.
 Quería contar de otra manera cómo el mal se infiltra entre las sábanas del día a día.
 Creía que era más terrorífico un adolescente que el propio Satanás. Pero la Warner tenía un plan menos difuso.
 Por eso es William Friedkin quien ha terminado dirigiendo esta versión viscosa y evidente.
 Se llevará un Óscar por la apoteosis maléfica de la pequeña Linda Blair en El exorcista
 Y Kubrick no ganará nada. Si acaso la inspiración. La firme decisión de aterrorizar al público sin necesidad de una maldad ultraterrena.
 Kubrick está convencido de que el infierno está en uno mismo. Y de esa epifanía envidiosa le saldrá una película.
 Lo maldito pudre cada arista del alma de Jack Torrance, atrapado en una única frase de su novela. Lucifer está en ti. Solo espera el momento adecuado para encarnarse.
 Cuando te encierres con tu familia y te quedes aislado por la nieve. Cuando tu máquina de escribir se obstine en hacerte teclear siempre lo mismo. All work and no play makes Jack a dull boy.
Quizá Kubrick, que no ganó ningún Óscar, tenía razón. 
No había premios suficientes para todos. Y el genio no tiene nada que ver. Está convencido de que su talento es siempre superior. Pero le tortura ver cómo la masa ciega adora a los otros.
 Le sucede con La guerra de las galaxias. No entiende los motivos del taquillazo.
 Sabe que no era tan buena como 2001. Solo que el público no lo sabe. 
Le volverá a pasar con Apocalypse Now. El viaje de Coppola por el Mekong le empuja a contar la miseria de los reclutas en La chaqueta metálica
Le sucederá de nuevo cuando el entusiasmo por E. T. le haga retomar el proyecto de Inteligencia artificial. Aunque la punzada de envidia terminará convertida en sincera admiración por Spielberg.
«El ajedrez te enseña que debes tener calma y pensar si realmente es una buena idea o hay otras ideas mejores».
 Esa fue una de las cosas que Kubrick aprendió en las mesas blancas y negras de Washington Square.
 Lástima que pasara su vida atormentado por la envidia, por la remota posibilidad de que una idea mejor estallara en la cabeza de otro.
Ese mismo terror atormentaba al genio viperino de Gore Vidal. «Cuando un amigo mío triunfa, muero un poco». 
Lo decía con ese desdén altivo del que sabe que es mejor pero que eso no es garantía de reconocimiento.
 Lo decía transpirando envidia. Sin ocultarla.
 Vidal hizo de la envidia una de las bellas artes. No es suficiente triunfar, los otros tienen que fracasar.
 Lo decía sin rubor. Lo decía pensando en Norman Mailer. En Truman Capote.
 En Andy Warhol, el único genio que conoció con un cociente intelectual por debajo de sesenta —años después Vidal rebajaría su maliciosa estimación a veinte—.
 Le molestaba el ascenso de un tipo que serigrafiaba latas. 
Del perfecto mamarracho. De la vacuidad coronada de canas que nada tenían que ver con la sabiduría. 
Tampoco ayudó que Warhol hubiera confesado la fascinación que a los veinte años le supuso descubrir el rostro efébico de Capote en la contraportada de Otras voces, otros ámbitos
Era la imagen voluptuosa de un hermoso jovencito de labios carnosos. 
Y Vidal también moría un poco al mirarla.
 De deseo. De resentimiento.
 Un resentimiento que alimentaría su enemistad durante años.
 Era como verles correr por un premio fabuloso desde la grada, apuntaba Tennessee Williams —el tercer perverso en discordia—. Demasiados enfants terribles para tan poco Manhattan.
 Demasiada envidia para una isla. Esa envidia que le precipitaba sobre el teclado para ser mejor que los otros.
 Para sobrevivir al éxito ajeno. Esa envidia que según Vidal era el hecho central de la vida americana.
La envidia española es distinta.
 Más cotidiana, pero menos inspiradora. La envidia española se evapora en el ejercicio de la difamación.
 Jamás intenta hacer de más, le basta con hacer de menos al envidiado. 
La envidia española es mezcla de resignación y de autoengaño. Es el arte de convencerse, a fuerza de repetirlo ante otros oídos, de que el listo brilla con un fulgor prestado. 
Fue envidioso difamador Quevedo, que prefirió emplear su genio en trabar versos contra Góngora antes que a favor de otros.
 Pero Gongorilla ya era grande cuando Quevedo le convierte en objeto de sus burlas.
 Y sin embargo, la leyenda deja a Góngora como el conceptista amargado y a Quevedo como el ocurrente luminoso.
 Aquel joven advenedizo, dotado con el don de la palabra y maldecido con el gusano de la envidia, era mala persona. Mentiroso. 
Embaucador. Pendenciero. Ladrón. Corrosivo. Buscón como su don Pablos.
 «Virtud envidiada es dos veces virtud», escribió el brillante impostor que parecía saber mucho de virtudes en la teoría y poco en la práctica.
«No hay amistades, parentescos, calidades, ni grandezas que se opongan al rigor de la envidia», lo decía Cervantes con la autoridad de quien sabe de lo que habla.
 Cuando vuelve a España, manco y prematuramente envejecido tras su cautiverio, Lope de Vega es el «Fénix de los Ingenios españoles»
. El ídolo de las audiencias teatrales.
 Y a Cervantes se le escapa el triunfo en la comedia. Sus obras aristotélicas y mesuradas no pueden competir con el circo barroco de Lope. 
Y cuando intenta pasarse al bando del enredo se da cuenta de que no sabe. No puede ser efervescente y superficial como sus rivales.
Los que un día fueron amigos empiezan a tirarse los versos a la cabeza.
 Dicen que Lope leyó el Quijote antes de publicarse. Y que sintió envidia. 
Hay quien insinúa que el Quijote apócrifo fue la idea más malvada de Félix Lope de Vega y Carpio. 
Habría incitado su escritura y colado frases hirientes. Lo habría llevado a la imprenta bajo el nombre falso de Avellaneda.
 De ser así no sabría que estaba consagrando a su rival, haciéndole su último favor de enemigo: obligando a Cervantes a que sacara a pasear de nuevo a su caballero andante. 
Aunque fuera para matarle.
Porque la envidia en España es más mortal que inspiradora.
«Los españoles siempre están pensando en la envidia.
 Para decir que algo es bueno dicen: es envidiable». 
Hasta Borges supo verlo. Él, que ni veía, ni sentía, ni envidiaba.



¿Por qué había que estudiar para ver a Susan Sontag?............................................. Juan Cruz

Curiosa hasta la extenuación, la escritora odiaba los lugares comunes y no perdió ni un segundo de su vida.

 

Susan Sontag, en su última visita a Madrid en 2003.

Para encontrarse con Susan Sontag había que estudiar muy bien a Susan Sontag. Odiaba los lugares comunes, los chistes fáciles y los juegos de palabras.
 No te dejaba suponer ni irte por las ramas. Estaba atenta como un águila.
 Cuando te desviabas de su libro de estilo de entrevistada te miraba como si te mordiera la mano.

Cuando llegó a Madrid, en la primavera de 1978, ya tenía el mechón blanco
. Sus ropas holgadas, sus pantalones, sus zapatones, el color negro, el violeta
. Interrumpía las preguntas si éstas se desviaban o apuntaban a generalidades. ¿En qué contexto escribe usted este libro de ensayos? “Yo no escribo mis libros en un contexto: los escribo en mi habitación”.
Era muy difícil arrancarle una sonrisa.
 Su carcajada acababa pronto, como si el ánimo hubiera que administrarlo.
 Esa vez vino al estreno español de la película Morir en Madrid que produjo Nicole Stéphane, la actriz y cineasta francesa con la que tuvo una larga relación sentimental.
 Recién enterrado el franquismo, ella pensaba que la Gran Vía se iba a cerrar para ese estreno.
“Mis amigos en Nueva York creían que venía al final simbólico de la Guerra Civil”.
Pero ya España pensaba en otra cosa. “Cuando yo llegué a Madrid me di cuenta de que el estreno de la película no resultaba tan histórico ni tan simbólico”.
Ya había pasado lo peor de su enfermedad, un cáncer
. Ese mal causó estragos en su cuerpo y le dio velocidad a su vida.
 Ni un minuto sin actividad, una curiosidad abrasadora.
 Como si se comiera el tiempo.
La enfermedad y sus metáforas fue su libro sobre esa lucha decisiva contra el mal
. De ahí quedó, como una bandera, ese mechón blanco
. Quería estar a la vez en el Prado y en Lucio, y en las ventas de la calle, en la Feria del Libro, despierta a todas horas, se llamaba Susan Energía.
La vida tenía que ser un ruido.
 En Cartagena de Indias, muchos años más tarde, convertía hasta la piscina en un ring de sus luchas. ¿Estar quieta en el borde?
 Qué va. Nadar, nadar, nadar hasta el olvido.
En aquella atmósfera de humedad al 90%, al atardecer gris del Caribe, ella entraba y salía del agua oscura, vestida de negro.
 Chorreando como si sudara.
 Ahí mismo, en Cartagena, sintió que tenía que desafiar la atmósfera, y cruzó calles en busca de exposiciones o fetiches, sudando su maratón humano, huyendo del silencio de los sitios
. En la cena que le dieron sus anfitriones sintió que la herían con su desconocimiento… de Susan Sontag
. Y estuvo sin hablar hasta después de la sobremesa, como una niña ofendida.
 Al día siguiente le dijeron, yéndose ya del Caribe: Quizá debió ser usted más conmiserativa. “¿Me porté mal? ¿No tuve una actitud adecuada?” Nunca antes, ni después, vi sollozar a Susan Sontag. Pero ese día lloró, arrepentida de ser la niña que tenía por dentro.
Quiso conocer a José Saramago, ver en Lanzarote (donde pudo haber transcurrido su El amante del volcán, que sucedió en Grecia) la geografía de César Manrique.
 Saramago era una obsesión, su escritura escueta, hecha con fuego, tan terrenal.
 Estaba exultante, una joven Susan entre aquellos volcanes.
El distribuidor de sus libros en la isla preguntó “por qué Susan Sontag va a este hotel en concreto”. De todo lo que escuchó ella entendió la palabra “hotel”. Y preguntó:
—¿Ha dicho que quizá este no es el hotel que me merezco?
Le gustaba deletrear nuestra lengua, sus nombres propios (Juan Goytisolo, Federico García Lorca, Carlos Fuentes, Pedro Almodóvar, Vicente Molina-Foix), pero no dominaba el idioma.
 A la vuelta de aquel viaje a la geografía de Saramago (y de Manrique) un amigo al que ella admiraba le dijo: “¿Y qué se te ha perdido en Lanzarote?” Ella miró a su editor, que la había llevado de viaje, y le preguntó:
—¡Eso! ¡¿Por qué me has llevado a Lanzarote?!
Susan quería una cosa y la contraria a la vez; vivía pendiente del mundo entero, de las noticias, como si fueran volcanes o metáforas.
 Y de sí misma, claro. Un escritor había enviado a EL PAÍS un artículo sobre El amante del volcán. “Y mira, Susan, han preferido dar otro.
 He roto el mío, naturalmente”. Su mirada bramó, como si el restaurante se hubiera prendido del fuego de sus ojos y éstos incendiaran al culpable.

En momentos pacíficos amaba los mariscos, la comida japonesa, los restaurantes que ya conocía, los nombres propios, la cultura, las referencias.
 Llegó a Madrid (para firmar libros, El amante del volcán) y casualmente fue a su caseta la Reina de España de entonces (1995).
El libro pasaba en Grecia y ella y Doña Sofía departieron como coetáneas que hubieran nacido en el mismo sitio.
 Luego EL PAÍS la sacó en la portada
. Cuando se presentó la novela, unos días más tarde, la gente no cabía en el Círculo de Bellas Artes. Ella estaba al lado de Saramago, de Goytisolo, de Molina-Foix, y era feliz, sonreía.
 Ahora, por decirlo así, se había parado la Gran Vía para un estreno suyo.
Te podía desarmar con una mirada, con un desdén.
 Pero había en su carácter algo que parecía a la vez un volcán y un tormento, una furia de búsqueda y de huida.
 Su hijo, David Rieff, ensayista, escritor, editor, que fue con ella a Lanzarote y que fue quien organizó que descansara para siempre en París, cerca de donde también está enterrado Samuel Beckett, escribió un libro conmovedor sobre ella (Un mar de muerte. Recuerdos de un hijo).
 Ahí Rieff recoge un poema de Philip Larkin sobre el terror a la muerte y él mismo dice de su madre: “Murió como había vivido: sin reconciliarse con la mortalidad, incluso después de haber sufrido tanto dolor; y ¡cuánto dolor sufrió, por Dios!”
 Le hubiera querido decir a su madre (“la melena canosa y negra y la intensidad de los ojos oscuros”): “No te deleites tanto con la vida, siempre la valoraste demasiado”.

16 ago 2016

Anticine de verano: cinco de las películas peor valoradas de la historia.........................Héctor Llanos Martínez

Estos son algunos de los titulos más denostados por los usuarios de la base de datos cinematográfica IMDb. 

Por supuesto, hay una peli de Adam Sandler.

El verano es la estación en la que más oportunidades tenemos de ver cine (al aire libre, en televisión o en DVD) y también la de perder el tiempo.

 Te proponemos unir ambas aficiones.

 Esta selección de películas de varias décadas distintas destaca cinco de los títulos peor valorados por los miles de usuarios de la web Internet Movie Data Base (IMDb). Entre ellas, cine de terror de serie B, comedias de serie Z y cintas navideñas con segundas intenciones.

1. Alone in the dark (2005)


 

El alemán Uwe Boll es considerado el peor director del mundo, el Ed Wood de nuestra era
. Su nombre es una constante en la lista de las peores películas de la historia de IMDb. Él, a su modo, saca provecho de ello.
 En las distancias cortas se le adivinan más talentos de los que anuncia su fama y también cierta frustración, en parte justificada.
Es un hombre que dice las cosas claras y demuestra un saludable sentido del humor.
 Pero las apariencias y las etiquetas son las que mandan en toda profesión relacionada con la creatividad.
 Tirar a dar a los intentos artísticos de Boll se ha convertido en deporte internacional.
Durante gran parte de su carrera, se ha centrado en adaptar videojuegos a la pantalla grande, un género que es caldo de cultivo para haters de lo más obstinados.
 Y así le han llovido las críticas. Alone in the dark es uno de sus títulos peor valorados en IMDb
.Su reparto lo dice todo: Christian Slater y Stephen Dorff en horas bajas y Tara Reid en horas altas. Donde no hay lugar a subjetividad es en lo poco rentable que resulta su cine
. A diferencia del resto de títulos de esta lista, Uwe Boll suele disfrutar de holgados presupuestos que ha dilapidado con recaudaciones exiguas.

2. La momia azteca contra el robot humano (1958)

El título/concepto de la película es ya en sí una obra maestra de la serie B y su antagonista, el Doctor Krupp, uno de los villanos más absurdos jamás rodados.
 Un científico loco crea un robot para entrar en una tumba azteca y robar el tesoro que se esconde en su interior, custodiado por una momia con muy mal carácter. Sin duda, una predecesora de Alien vs Predator.
Aquellos que hayan visto esta producción mexicana durante la infancia mantendrán el recuerdo de una historia razonablemente entretenida.
 Es la entrega final de una trilogía del director Rafael Portillo -tras La momia azteca y La maldición de la momia azteca- e invierte la gran parte de su metraje en reciclar escenas de las cintas anteriores a modo de resumen.
 Apenas incluye nuevo material, solo en el último tercio de la trama.
 Esa es una de las razones por la que se ha ganado la valoración negativa de tantos espectadores.
Dos cosas buenas de la película: que dura menos que un capítulo de La que se avecina y que puede verse al completo en YouTube
. Imprescindible el momento en el que el robot cobra vida, a partir del minuto 53:30, donde el ritmo cinematográfico es inexistente.
Muy entrañable. A pesar de todo, no merece el escarnio.

3. Going Overboard (1989)


Parece casi imposible que una película con un reparto tan decente (Billy Bob Thornton y Billy Zane junto a Adam Sandler) aparezca en esta lista con una valoración tan baja, pero bien lo merece. Algunas de las razones para tal fiasco: estética y medios técnicos ochenteros, un Adam Sandler debutante, sin experiencia en cine, y, como bien dice al principio de la película, un presupuesto cercano a cero.
Más que una ficción, la historia parece la historia de vida de su actor principal, antes de que se convirtiera en un Rey Midas de la taquilla.
 Un joven cómico sin mucha suerte profesional se embarca en un crucero para intentar probar suerte y encontrar en altamar su gran oportunidad.
 En el barco, además, se celebra el certamen de Miss Universo.
Muchos de los diálogos parecen improvisados y los chistes se quedaron viejos antes incluso de rodarse la película
. “No es de esas películas que de tan mala es buena. Es mala y punto”, reseña un fan declarado de Sandler en IMDb.
 En teoría es una comedia, pero verla es un drama.

4. The skydivers (1963)

Harry y Beth están casados y regentan un negocio de paracaidismo en Nuevo México. Su matrimonio no es perfecto. Harry tiene una amante llamada Suzy, aunque la esposa -interpretada por una actriz que se llama Kevin- es a su vez infiel con un compañero del Ejército de Harry.
 Cuando Harry termina con su relación extramatrimonial, la amante intenta vengarse seduciendo a otro hombre, Frankie, para que le ayude a asesinar al protagonista provocando un accidente con su paracaídas.
Tanto en esta cinta como en el filme de terror The Beast of Yucca Flats, también en la lista de las 100 peores de la historia, el director Coleman Francis demuestra un extraño manejo del plano-contraplano y una inexplicable forma de concebir el plano corto; el montaje parece fruto de un juego de azar y las escenas acaban de forma abrupta, como si se hubiera acabado el celuloide antes de tiempo.
Otros de sus mayores despropósitos: escenas de lucha con coreografías ortopédicas (minuto 15), planos de gente bailando colocados sin sentido al principio y al final de la cinta y la extraña obsesión de los personajes por el café, que se ofrecen los unos a los otros durante todo el metraje.
 El diálogo que termina con un “¿Café?, me gusta el café”, que aparece en el minuto 25, es objeto de culto entre sus espectadores.

La artesanía de la alta costura.............................................................................Daniel García López

Bordadores, sombrereros y plumajeros.
 El secreto que se esconde detrás de las creaciones de Chanel son 13 pequeños talleres artesanales en vías de extinción.
 Descubrimos las manufacturas que la marca ha ido comprando a lo largo de tres décadas y de las que hace gala en un desfile especial.
UNA NOCHE de diciembre, estudios Cinecittà. 
En un hangar, una pasarela que en realidad es un laberinto de calles de París, boca de metro incluida. 
Alrededor, 800 espectadores desplazados al efecto, entre prensa, clientes e invitadas ilustres (Carolina de Mónaco, las actrices Kristen Stewart y Rooney Mara). 
“¡Es una invasión de moda!”, ríe Bruno Pavlovsky, el presidente de moda de Chanel, entre las bambalinas de su propia superproducción.
 Sin embargo, por difícil que parezca, en el desfile Paris in Rome de la maison francesa, duodécima entrega de sus colecciones Métiers d’Art (oficios de arte, en francés), lo único importante es fijarse en los detalles: la franja de lentejuelas que recorre el frontal de una falda lápiz, los apliques de pedrería sobre una capa de cachemir o un bajo de plumas que se mueven con coquetería al caminar. 
En un clima de crisis en el que el lujo carece de grandes perspectivas de crecimiento, y que tampoco invita a la ostentación, las colecciones Métiers d’Art son el vehículo que Chanel utiliza para exhibir las capacidades de los talleres que ha ido adquiriendo durante años, y que convierten esos detalles en espacio para el virtuosismo.
 Se trata de 13 pequeñas empresas englobadas por la compañía subsidiaria Paraffection, localizadas en su mayor parte en un complejo a las afueras de París.
 “Chanel compró Lesage en 2002, pero esto no ha cambiado nuestra forma de trabajar”, explica Jean-François Lesage, hijo del fundador de la casa de bordados que lleva su apellido.
 “Es verdad que produce ocho colecciones anuales y eso representa mucha actividad para nosotros, pero seguimos trabajando con otras casas de costura”.

Una artesana de Lesage selecciona hilos para un tejido de tweed. 
 
El proyecto Métiers d’Art subraya la implicación de la firma con unos oficios cuya desaparición no solo significaría su propio final, sino el de ese reducto casi mágico que es la confección de calidad. 
Ya el padre de Lesage, François, describía su profesión con pasión más allá de la simple técnica: “El bordado es a la costura lo que los fuegos artificiales al día de la Bastilla”.
Lesage es el nombre más célebre dentro del paraguas Paraffection.
 En la profesión desde 1924, cuando Albert y Marie-Louise Lesage adquirieron el taller de bordado Michonet, en su archivo se conservan más de 70.000 muestras, herencia de sus colaboraciones con grandes como Yves Saint Laurent, Balenciaga o Givenchy.
 Particularmente valioso es el legado que dejó su trabajo con Elsa Schiaparelli, gran rival de Coco Chanel en los años treinta, rico en motivos surrealistas.
Pero no fue el de Lesage, sino el del bisutero Desrues, el primer taller que Chanel compró, en 1985.

 Once años después llegó el turno de Lemarié, plumajero y florista, y luego, los del sombrerero Maison Michel, Massaro (el zapatero que fabrica los salones beis con puntera negra desde que Chanel los diseñase en 1957) o el antiquísimo guantero Causse.
En octubre de 2012, cuando se hizo pública la noticia del cierre de Barrie, un productor escocés de cachemir con el que Chanel llevaba un cuarto de siglo colaborando, la maison intervino y compró la empresa.
 En diciembre, una festiva caravana de la moda con el logo de la ce entrelazada aterrizaba en el castillo de Linlithgow, cerca de Edimburgo, con una colección llena de tartanes, guiños a María Estuardo y, por supuesto, toneladas de cachemir.
 El espectáculo no celebraba la conservación de los 176 puestos de trabajo que genera Barrie, sino parte del legado de Chanel: la fundadora pasó mucho tiempo en las Highlands con el duque de Westminster, su amante a finales de los años treinta, y a través de él descubrió el tweed y los jerséis de cenefas que hoy siguen poblando sus tiendas.
La historia de mademoiselle Chanel no solo inspira la estética de la casa que fundó.
 La diseñadora, de orígenes modestos, destronó a los modistos de principios de siglo que, como Paul Poiret, imponían incómodas fantasías para las mujeres.
 Relajó la silueta y simplificó los patrones; se cortó el pelo, inventó su propia historia y, cuando murió, en 1971, había alcanzado un nivel de éxito casi inaudito para una mujer sola.
 Si Chanel, la creadora, retrató su época, Chanel, la empresa, es pionera en todo lo que hoy identifica a una casa de lujo: la salvaguarda de la creatividad y el savoir faire, la responsabilidad social corporativa y, naturalmente, la necesidad de ofrecer espectáculo en la sociedad de Internet.
 Las colecciones Métiers d’Art, que desde 2002 invaden anualmente una ciudad del mundo a bombo y platillo, reúnen todo lo anterior. 
“Es artesanía en el mejor sentido de la palabra, porque en la artesanía hay arte”, dice Karl Lagerfeld, su diseñador. “El arte de hacer las cosas bien”.