Deja tras de sí la admiración que transmitía este hombre de pie, alzado desde siempre contra quienes trataron de oscurecer la vida libre de los ciudadanos vascos.
Como al poeta León Felipe, la barbarie asesina le quiso quitar la
vida, pero no le pudo quitar ni la voz a José Ramón Recalde, librero,
intelectual, ser humano vasco que amaba Donosti sobre todas las cosas,
pero que quería la libertad antes que nada.
Por eso quisieron matarlo; ahora lo ha matado la vida. Recalde deja tras de sí la admiración que transmitía este hombre de pie, alzado desde siempre contra quienes trataron de oscurecer la vida libre de los ciudadanos vascos.
Tras aquel atentado que pudo borrarle el paisaje de vivir, ahí siguió
su voz malherida, sus ojos serenos y claros, su sonrisa y su risa,
diciendo no a todo lo que se opuso a la libertad de Euskadi, de España. José Ramón Recalde sufrió aquel atentado ominoso y su vida luego fue un ejemplo de cómo se pueden recuperar no sólo la voz, sino el paisaje y la libertad.
Por eso quisieron matarlo; ahora lo ha matado la vida. Recalde deja tras de sí la admiración que transmitía este hombre de pie, alzado desde siempre contra quienes trataron de oscurecer la vida libre de los ciudadanos vascos.
Cuando la Eta declaró que no seguiría matando (aunque luego siguió), le pedí a Recalde que me llevara a su paisaje favorito, en lo alto de San Sebastián, un banco humilde desde el que veía la ciudad, que era para él, gran librero, un libro abierto
. Pero entonces (porque Eta va a seguir matando, estaba seguro), no quiso ir a ese paraje. Mucho tiempo después, cuando ya parecía que era verdad, que Eta ya no era aquella amenaza, nos llevó a Jesús Uriarte, el fotógrafo, y a este cronista, a ese paisaje que le habían hurtado tanto tiempo los que atentaron contra él, contra su voz, contra su libertad.
Ya había recuperado su voz, y ya gozaba de la libertad que no pudieron lesionarle del todo, porque Recalde recuperó la voz, y siguió haciendo de su testimonio un modo de ayudar a otros a salir del silencio, a renunciar a la comodidad del olvido y, también, a la tentación del rencor.
Como Albert Camus, él no estaba equipado para el rencor, y eso lo hizo un ciudadano reflexivo, radicalmente contrario a los extremos, incluido el extremo máximo de la venganza.
Ya podía ir al Barrio Viejo; aquel paseo de unos minutos, que había sido imposible tiempo atrás, ahora era una fiesta.
Ese viaje simple, ese trayecto se convertía en un símbolo de libertad y de alegría.
Acaso esos minutos tan humildes simbolizan ahora el estado de barbarie que vivió el País Vasco y que sufrió, entre muchos, José Ramón Recalde, el buen librero que vio cómo Lagun, su librería, la suya y la de, su mujer, la gran María Teresa Castells, recibía la misma metralla que un día le alcanzó a él.
No sólo se ganó el paisaje que le habían robado los asesinos sino que se ganó el respeto a acusarlos, desde la razón, como sujetos indeseables que querían el mal para su pueblo proclamando, con la valentía mentirosa que les daban las pistolas, que ellos eran los que iban a liberar a su pueblo. Desflecados esos argumentos, uno a uno, él siguió hablando con la fuerza indudable (e innumerable) de la voz herida.
José Ramón Recalde, el hombre tranquilo que luchó con su paz interior contra los que arrastraron el paisaje de Euskadi por la ciénaga triste de la sangre.
Ahora ese paisaje vuelve a ser el de José Ramón Recalde, un hombre de paz, una voz de la paz.