Lanzan publicitariamente 'The program (El ídolo)' con la frase “campeón, héroe, leyenda, fraude”.
No mienten, no exageran
Imagino que el ciclismo es un amor que forzosamente debe de nacer en la infancia, jugando a las chapas (un amigo me cuenta que, junto a sus hermanos, dedicaba gran parte las vacaciones de verano a hacer la vuelta ciclista a su casa, sustitución posibilista del Tour o del Giro, aunque no me ofrece información sobre el estado de ánimo de los vecinos del piso de abajo), coleccionando cromos, siguiendo cualquier carrera vecinal o comarcal con la pasión que despierta un campeonato mundial. No me dio por ahí. Y ya soy muy mayor para descubrir nuevos amores.
Pero no estar pendiente de las hazañas de los dioses de la bicicleta no impedía que te llegaran noticias exhaustivas sobre Bahamontes, rey de la montaña, definido por la jerga popular como el héroe con los genitales más grandes, esas cosas.
Y también estabas forzosamente al tanto de la grandeza del eterno perdedor Poulidor, aún más legendario que el ganador mitológico que el ganador Anquetil.
Y de los cinco Tour del rey de reyes Eddy Merckx.
Y de esa máquina al parecer perfecta llamada Indurain.
Y no solo los amantes del ciclismo, sino el ser humano más anónimo y de cualquier parte sabía de las inagotables conquistas deportivas de Lance Armstrong.
Y su lado épico a bordo de una bicicleta se complementaba con su resistencia y su victoria ante el siempre monstruoso cáncer y su infatigable dedicación, aportando mucho dinero y presidiendo fundaciones, en la batalla contra el gran depredador, otorgando consejo y ánimo, dando ejemplo, invitando a la esperanza o al milagro a los enfermos de cáncer.
Y de repente la leyenda se derrumbó.
También el aparentemente modélico ser humano.
Había rumores insistentes de que esos triunfos habían llegado envueltos en dopaje.
Y más tarde parecieron los incuestionables datos.
Un tozudo periodista de The Sunday Times rastreó durante muchos años el ancestral delito.
No solo Armstrong estaba pringado, sino todo su equipo.
Formaban parte de un programa, una empresa integrada por médicos, mecánicos, masajistas, representantes y ciclistas que utilizaba las drogas para alcanzar el poder, la infinita pasta, el triunfo ininterrumpido.
Lanzan publicitariamente The program (El ídolo) con la frase “campeón, héroe, leyenda, fraude”.
No mienten, no exageran. Stephen Frears, siempre tan profesional, siempre tan personal en historias grandes o mínimas, con grandes presupuestos o de andar por casa, cuenta muy bien las cuatro facetas de Armstrong, las zonas de luz conviviendo con multitud de sombras
. El tono es agrio pero no cruel, como corresponde al retrato de alguien fundamentalmente turbio.
No hay ejercicio de estilo, sino un relato frío, matizado, sobrio, inteligente, sobre una estafa masiva que funcionó durante mucho tiempo, del desenmascaramiento de lo que en algún momento fue de verdad.
Y habría que preguntar: ¿cuántos hay además de Armstrong? A lo peor, la lista es muy larga.