5 jun 2016
La comunión..................................................... Manuel Vicent
Ese cerebro límbico es el que reclama la iglesia en propiedad para inocularle su doctrina.
A partir de los siete años se desarrolla en el cerebro humano el
neocórtex donde anida la inteligencia y para celebrar ese acontecimiento
en la religión católica los niños toman la primera comunión.
La llegada del neocórtex supone el fin de la inocencia.
De hecho esas criaturas vestidas de marineritos y princesitas, que después de la ceremonia religiosa reciben tantos regalos, en realidad están siendo expulsadas del paraíso, como lo fueron, según el Génesis, nuestros primeros padres
. La Iglesia enseña que a partir de los siete años con el uso de razón si ese niño muere en pecado mortal se va para el infierno.
Hasta esa edad estas criaturas estaban gobernadas por el cerebro límbico, que los seres humanos comparten con algunos mamíferos superiores
En ese cerebro se inscriben durante la infancia los sentimientos, los símbolos, los dogmas, las creencias, los terrores, la autoridad del padre, del maestro, del clérigo, los primeros sabores, caricias, aromas, canciones, paisajes.
En el paraíso de la infancia, como sucede con cualquier animal, el niño se siente inmortal puesto que no tiene conciencia de la muerte.
Ese cerebro límbico es el que reclama la Iglesia en propiedad para inocularle su doctrina porque sabe que todo lo que se grabe en su mucosa desprotegida de la razón no se olvidará jamás
. Es lógico que al niño lo vistan de marinero, ya que expulsado del paraíso, deberá iniciar la azarosa travesía de la vida
. En cambio, con el traje de novias infantiles a las niñas se las reserva el sueño machista del permanente cuento de hadas.
Esta ceremonia rememora aquel estado de la evolución en que al pie del árbol del paraíso, al morder la manzana, se inició nuestra conciencia, que nos convirtió en seres mortales y en estos domingos de primavera con el niño recién comulgado las familias llenan los restaurantes para celebrarlo.
La llegada del neocórtex supone el fin de la inocencia.
De hecho esas criaturas vestidas de marineritos y princesitas, que después de la ceremonia religiosa reciben tantos regalos, en realidad están siendo expulsadas del paraíso, como lo fueron, según el Génesis, nuestros primeros padres
. La Iglesia enseña que a partir de los siete años con el uso de razón si ese niño muere en pecado mortal se va para el infierno.
Hasta esa edad estas criaturas estaban gobernadas por el cerebro límbico, que los seres humanos comparten con algunos mamíferos superiores
En ese cerebro se inscriben durante la infancia los sentimientos, los símbolos, los dogmas, las creencias, los terrores, la autoridad del padre, del maestro, del clérigo, los primeros sabores, caricias, aromas, canciones, paisajes.
En el paraíso de la infancia, como sucede con cualquier animal, el niño se siente inmortal puesto que no tiene conciencia de la muerte.
Ese cerebro límbico es el que reclama la Iglesia en propiedad para inocularle su doctrina porque sabe que todo lo que se grabe en su mucosa desprotegida de la razón no se olvidará jamás
. Es lógico que al niño lo vistan de marinero, ya que expulsado del paraíso, deberá iniciar la azarosa travesía de la vida
. En cambio, con el traje de novias infantiles a las niñas se las reserva el sueño machista del permanente cuento de hadas.
Esta ceremonia rememora aquel estado de la evolución en que al pie del árbol del paraíso, al morder la manzana, se inició nuestra conciencia, que nos convirtió en seres mortales y en estos domingos de primavera con el niño recién comulgado las familias llenan los restaurantes para celebrarlo.
Todos contra Iglesias............................................... Rubén Amón
Rajoy se libera del papel del apestado y el PSOE se expone a entrar en barrena.
Ha logrado el presidente del Gobierno despojarse del sambenito del apestado. Se lo ha colocado al líder de Podemos con la aquiescencia de Sánchez y de Rivera.
Estaba claro que Iglesias iba a finalizar su trabajo de sabotaje al PSOE.
Porque fue siempre el enemigo número uno, pero sorprende la sobreactuación de Albert Rivera contra Iglesias
.No ya por la instrumentalización o la frivolidad de la visita a Venezuela, supeditando la tragedia caribeña al cálculo particular, sino porque la obsesión del jefe de Ciudadanos —"Iglesias quiere instalar el chavismo en España"— le ha hecho descuidar sus obligaciones de antagonismo y de crítica a Mariano Rajoy.
Puede que sea la manera de predisponer un acuerdo de legislatura
. Se presume y vislumbra que la bisagra de Ciudadanos se ha engrasado hacia el PP. Y cada vez resulta menos convincente que Rivera vaya a lograr la abdicación de Rajoy como requisito de un acuerdo.
Ya se ocupa don Mariano de convertir el 26J en la prueba de sus tercera victoria consecutiva. Y en el argumento que consolida su liderazgo.
El líder de los populares está más cómodo ahora que en diciembre.
La corrupción apenas le ha deteriorado, la economía le favorece y los datos del paro le han proporcionado una desmedida euforia, pero sobre todo la logrado despojarse del esquema "todos contra Rajoy" en beneficio del "todos contra Iglesias".
Le gusta el papel del malo al jefe de Podemos
. Porque es ilustrativo de la polarización de la campaña.
Y porque el acuerdo implícito entre extremos aísla al enemigo común y conduce al PSOE a una posición de inquietante, desesperante comparsa.
Ya lo demuestra la encuesta publicada en EL PAÍS. Pedro Sánchez no tiene sitio en la campaña.
Su único aliado conceptual, Rivera, es demasiado frágil, le disputa el caladero del centro y mira de reojo hacia al PP, mientras que sus dos rivales absolutos han adquirido una dimensión inquietante. Porque no pelean entre sí, aunque lo hagan de oficio. Se utilizan con elegancia y pintoresquismo para acabar con el PSOE, de tal manera que Sánchez podría quedarse sin el Gobierno y sin el liderazgo de la oposición, constriñendo a los socialistas a la mayor crisis de su historia contemporánea.
Brindaron con un botellín Garzón e Iglesias para celebrar su matrimonio político, pero la gran fiesta se celebró en La Moncloa
Ese día Mariano Rajoy ya supo que no habría mudanza después del 26 de junio.
4 jun 2016
Menos mal que hay fantasmas....................................Javier Marias
Algunos de los que desaparecen van palideciendo, pero hay otros que jamás pierden la viveza ni el color.
LA muerte de Sara Torres hace trece meses, la mujer de Fernando Savater, ha tenido mi cabeza ocupada intermitentemente bastante más de lo que en principio habría imaginado.
Porque lo cierto es que a él lo veo rara vez desde hace un lustro o quizá dos, pero hay afectos antiguos que permanecen vigentes, invariables en la distancia, y que ni siquiera precisan de la renovación periódica de la risa y la charla.
Están ahí fijados, justamente como los que guardamos hacia los muertos queridos: no disminuyen porque ya no los veamos y sepamos que no vamos a volver a verlos.
No dejamos de contar con ellos por la circunstancia accidental de que ya no habiten en nuestros mismos tiempo y espacio; lo hicieron durante un largo periodo, y no deja de parecernos un azar que no coincidamos últimamente con ellos.
Aunque ese “últimamente” se prolongue y ya no pueda ser calificado así, estábamos tan acostumbrados a su presencia que ninguna ausencia –ni la definitiva– puede predominar sobre aquélla.
No es descabellado decir que nos acompañan como el aire, o que “flotan” en el que respiramos.
No es que los llevemos en la memoria: los llevamos en nuestro ser. Algunos de los que desaparecen van palideciendo a medida que los sobrevivimos, pero hay otros que jamás pierden la viveza ni el color.
No cometo indiscreción si digo que Savater, en esta primera fase, debe de sentirse impaciente por reunirse con Sara, por ir donde ella esté.
Pero, dado que él no es religioso, el único lugar que pueden compartir es el pasado, esto es, ser ambos pasado y pertenecer ambos a él, ser ambos alguien que ha sido y ya no es.
Él mismo lo ha hecho saber, directamente o a través de otros.
En una de las gratas columnas de Luis Alegre en este diario, éste contaba que Savater andaba atascado con el último libro que quería escribir, precisamente sobre Sara y su vida con ella, y que, lograra terminarlo o no, después no pensaba hacer más.
“Para qué, si ya no los va a leer”, era la conclusión. Todo esto me ha llevado a acordarme de cuando mi padre perdió a mi madre, en el lejano 1977.
Tenía él entonces un año menos de los que tengo yo ahora, y no hace falta decir que, desde mis veintiséis, yo lo veía como un hombre más entrado en edad de lo que probablemente lo estaba y de como me veo a mí mismo hoy.
Mis padres habían estado casados treinta y seis años, pero habían sido amigos o habían “salido” desde hacía muchos más.
Al morir ella, Lolita, él, Julián, quedó tan desconsolado como pueda estarlo ahora Savater. Durante bastante tiempo mi padre expresó ese deseo de seguir a mi madre diciendo: “Estoy seguro de que no voy a durar, noto que mi tiempo también toca a su fin”. Yo solía irritarlo con mis réplicas, que no buscaban otra cosa que hacerlo reaccionar y sacarlo de su abatimiento: “¿En qué lo notas?”, le preguntaba. “¿Te sientes enfermo, te sientes mal?” “No”, respondía, “no es eso, pero lo sé”. “¿Entonces estás pensando en suicidarte?”, insistía yo. “Claro que no”, contestaba casi ofendido, pues él era religioso
–católico reflexionante–, a diferencia de Savater.
“Pues no augures cosas que no puedes saber”, acababa yo, hasta la siguiente vez.
Él vivió veintiocho años más que mi madre, es decir, tardó largo tiempo en reunirse con ella, sólo fuera como “pasado”.
Él creía que el reencuentro consistiría en mucho más; de hecho acostumbraba a decir que estaba convencido de que sería ella quien le abriera la puerta.
A mí me daban ganas de preguntarle qué puerta, pero irritarlo en exceso no habría estado bien, y, por absurdo que me sonase aquello, sabía a qué puerta se refería.
No hay por qué socavar las creencias de las personas, si las ayudan a sobreponerse a la tristeza o a la desolación.
Y acaso fueron esas creencias las que, al cabo de unos meses de la muerte de mi madre, lo indujeron a tener la actitud contraria a la de Savater.
Se puso a escribir, un libro, dos, tres, yo qué sé cuántos más. Me imagino que sentarse ante la máquina era una de las pocas cosas que lo movían a levantarse tras noches de malos sueños o insomnio y atravesar la jornada, a pensar que no todo había acabado, que aún podía ser útil y productivo.
Pero lo que más lo empujaba a escribir, decía, era la idea de que le “debía” a mi madre unos cuantos libros, de que a ella le habría gustado que los escribiese.
Tal vez se figuraba que desde algún sitio ella lo sabría, se enteraría; es más, que “todavía” los podría leer.
No me cabe duda de que Julián escribía en buena medida para Lolita. No sólo, desde luego, pero para ella en primer lugar.
Cada vez que terminaba un artículo, desde la infancia lo veía perseguir por la casa a mi madre –ocupada en mil quehaceres, de un lado a otro– para leérselo con impaciencia; y hasta que ella no le aseguraba que le parecía bien, no lo enviaba.
Necesitaba su aprobación pese a ser hombre muy confiado, incorregiblemente optimista y muy seguro de lo que hacía. Con esa ilusión, con la de su aprobación “póstuma” o fantasmal, tuvo veintiocho años de casi incesante actividad.
Savater no es religioso pero le encantan las historias de fantasmas.
Y como es persona tan optimista y confiada como mi padre, y probablemente más jovial, confío en que un día consiga convertir a Sara en fantasma literario, en acompañante de ficción –no merece menos–, y en que así se incumpla su presentimiento de no volver a escribir más.
LA muerte de Sara Torres hace trece meses, la mujer de Fernando Savater, ha tenido mi cabeza ocupada intermitentemente bastante más de lo que en principio habría imaginado.
Porque lo cierto es que a él lo veo rara vez desde hace un lustro o quizá dos, pero hay afectos antiguos que permanecen vigentes, invariables en la distancia, y que ni siquiera precisan de la renovación periódica de la risa y la charla.
Están ahí fijados, justamente como los que guardamos hacia los muertos queridos: no disminuyen porque ya no los veamos y sepamos que no vamos a volver a verlos.
No dejamos de contar con ellos por la circunstancia accidental de que ya no habiten en nuestros mismos tiempo y espacio; lo hicieron durante un largo periodo, y no deja de parecernos un azar que no coincidamos últimamente con ellos.
Aunque ese “últimamente” se prolongue y ya no pueda ser calificado así, estábamos tan acostumbrados a su presencia que ninguna ausencia –ni la definitiva– puede predominar sobre aquélla.
No es descabellado decir que nos acompañan como el aire, o que “flotan” en el que respiramos.
No es que los llevemos en la memoria: los llevamos en nuestro ser. Algunos de los que desaparecen van palideciendo a medida que los sobrevivimos, pero hay otros que jamás pierden la viveza ni el color.
No cometo indiscreción si digo que Savater, en esta primera fase, debe de sentirse impaciente por reunirse con Sara, por ir donde ella esté.
Pero, dado que él no es religioso, el único lugar que pueden compartir es el pasado, esto es, ser ambos pasado y pertenecer ambos a él, ser ambos alguien que ha sido y ya no es.
Él mismo lo ha hecho saber, directamente o a través de otros.
En una de las gratas columnas de Luis Alegre en este diario, éste contaba que Savater andaba atascado con el último libro que quería escribir, precisamente sobre Sara y su vida con ella, y que, lograra terminarlo o no, después no pensaba hacer más.
“Para qué, si ya no los va a leer”, era la conclusión. Todo esto me ha llevado a acordarme de cuando mi padre perdió a mi madre, en el lejano 1977.
Tenía él entonces un año menos de los que tengo yo ahora, y no hace falta decir que, desde mis veintiséis, yo lo veía como un hombre más entrado en edad de lo que probablemente lo estaba y de como me veo a mí mismo hoy.
Mis padres habían estado casados treinta y seis años, pero habían sido amigos o habían “salido” desde hacía muchos más.
Al morir ella, Lolita, él, Julián, quedó tan desconsolado como pueda estarlo ahora Savater. Durante bastante tiempo mi padre expresó ese deseo de seguir a mi madre diciendo: “Estoy seguro de que no voy a durar, noto que mi tiempo también toca a su fin”. Yo solía irritarlo con mis réplicas, que no buscaban otra cosa que hacerlo reaccionar y sacarlo de su abatimiento: “¿En qué lo notas?”, le preguntaba. “¿Te sientes enfermo, te sientes mal?” “No”, respondía, “no es eso, pero lo sé”. “¿Entonces estás pensando en suicidarte?”, insistía yo. “Claro que no”, contestaba casi ofendido, pues él era religioso
–católico reflexionante–, a diferencia de Savater.
“Pues no augures cosas que no puedes saber”, acababa yo, hasta la siguiente vez.
Él vivió veintiocho años más que mi madre, es decir, tardó largo tiempo en reunirse con ella, sólo fuera como “pasado”.
Él creía que el reencuentro consistiría en mucho más; de hecho acostumbraba a decir que estaba convencido de que sería ella quien le abriera la puerta.
A mí me daban ganas de preguntarle qué puerta, pero irritarlo en exceso no habría estado bien, y, por absurdo que me sonase aquello, sabía a qué puerta se refería.
No hay por qué socavar las creencias de las personas, si las ayudan a sobreponerse a la tristeza o a la desolación.
Y acaso fueron esas creencias las que, al cabo de unos meses de la muerte de mi madre, lo indujeron a tener la actitud contraria a la de Savater.
Se puso a escribir, un libro, dos, tres, yo qué sé cuántos más. Me imagino que sentarse ante la máquina era una de las pocas cosas que lo movían a levantarse tras noches de malos sueños o insomnio y atravesar la jornada, a pensar que no todo había acabado, que aún podía ser útil y productivo.
Pero lo que más lo empujaba a escribir, decía, era la idea de que le “debía” a mi madre unos cuantos libros, de que a ella le habría gustado que los escribiese.
Tal vez se figuraba que desde algún sitio ella lo sabría, se enteraría; es más, que “todavía” los podría leer.
No me cabe duda de que Julián escribía en buena medida para Lolita. No sólo, desde luego, pero para ella en primer lugar.
Cada vez que terminaba un artículo, desde la infancia lo veía perseguir por la casa a mi madre –ocupada en mil quehaceres, de un lado a otro– para leérselo con impaciencia; y hasta que ella no le aseguraba que le parecía bien, no lo enviaba.
Necesitaba su aprobación pese a ser hombre muy confiado, incorregiblemente optimista y muy seguro de lo que hacía. Con esa ilusión, con la de su aprobación “póstuma” o fantasmal, tuvo veintiocho años de casi incesante actividad.
Savater no es religioso pero le encantan las historias de fantasmas.
Y como es persona tan optimista y confiada como mi padre, y probablemente más jovial, confío en que un día consiga convertir a Sara en fantasma literario, en acompañante de ficción –no merece menos–, y en que así se incumpla su presentimiento de no volver a escribir más.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)