El Ayuntamiento de Sevilla nombra al filósofo hijo predilecto de la ciudad.
Mi querido profesor:
Emilio Lledó (que
ahora tiene 88 años) era un muchacho recién graduado que había nacido en
Sevilla y que llevaba en la cabeza la filosofía cuando se fue a
estudiar a Alemania, a Heidelberg, con una maleta de madera que siempre
ha sido símbolo de su viaje hacia la libertad de conciencia.
Era la posguerra, tras una guerra incivil que sojuzgó a los suyos y empobreció durante décadas la libertad en España y él encontró en ese viaje alemán la esperanza en la cultura y en el conocimiento como motores del progreso mental de los pueblos.
Alemania, que había pasado por lo mismo, pero reactivó su moral de pensar y de estudiar de manera más diestra que nosotros, le dio a aquel muchacho la potencia de aprender… y de enseñar.
Él mismo lo recordó el lunes, cuando el Ayuntamiento de Sevilla coronó su nacimiento con el título de Hijo Predilecto de la ciudad. Él está muy presente en Andalucía, donde le han dado ya muchos premios (su nombre le da título a la notable biblioteca de Salteras, cuna de su familia), pero este nombramiento de Hijo Predilecto le hizo rememorar, en un discurso que ha emocionado a mucha gente (y a muchos de sus antiguos alumnos, entre los que se cuenta este cronista), ese momento en el que la maleta era el símbolo de su viaje principal por la vida.
En aquel viaje alemán tan importante para su biografía humana y
académica a él le tocó enseñar gramática española (y también gramática
alemana) a los obreros españoles que iban allí huyendo de la miseria
material de aquella pobre “España mental” de entonces.
Con gratitud lo recordó: fueron momentos plenos de un profesor tan entregado como lo ha sido él entonces y como lo fue después, en Valladolid, en La Laguna, en Barcelona, en Madrid, en cualquier estrado en el que ha evocado a Aristóteles o Platón como si, más de veinte siglos después, estuviera hablando con ellos en las barras de los bares o en las plazas por donde transita.
Ese discurso de Lledó es como el contenido de esa maleta sencilla que le ha servido de equipaje para la vida.
Contra los lugares comunes, a favor del amor y de la amistad, del pensamiento y del afecto, de la entrega a los otros.
Este filósofo que escribió La memoria de la ética para advertir contra la subversión de los valores democráticos y El silencio de la escritura para susurrar palabras que le dan sentido a su vocación poética y filosófica, dio una nueva lección de sencillez, de rabia, en defensa de las humanidades y de la filosofía, “que ahora no se llevan en nuestro país”.
La ovación que se llevó es la que, de alguna manera, le dábamos nosotros cuando acababa sus clases en La Laguna, cuando él seguía siendo aquel muchacho.
Esos aplausos “mentales”, como diría él, se mantienen hasta ahora, de modo que cuando al maestro le rinden homenaje en esos vivas estamos los alumnos que sigue teniendo.
Aquella maleta está llena de la sabiduría que ahora merece tanto agasajo; en la modestia provinciana, muchos ya habían adivinado que tardaría poco tiempo en que muchísima gente supiera que aquel joven de 37 años que se subía al estrado del aula más grande de La Laguna llegaría un día a arrojar luz sobre tiempos oscuros u opacos.
Es nuestro maestro, el maestro que nunca se dejó olvidada la maleta de enseñar.
Era la posguerra, tras una guerra incivil que sojuzgó a los suyos y empobreció durante décadas la libertad en España y él encontró en ese viaje alemán la esperanza en la cultura y en el conocimiento como motores del progreso mental de los pueblos.
Alemania, que había pasado por lo mismo, pero reactivó su moral de pensar y de estudiar de manera más diestra que nosotros, le dio a aquel muchacho la potencia de aprender… y de enseñar.
Él mismo lo recordó el lunes, cuando el Ayuntamiento de Sevilla coronó su nacimiento con el título de Hijo Predilecto de la ciudad. Él está muy presente en Andalucía, donde le han dado ya muchos premios (su nombre le da título a la notable biblioteca de Salteras, cuna de su familia), pero este nombramiento de Hijo Predilecto le hizo rememorar, en un discurso que ha emocionado a mucha gente (y a muchos de sus antiguos alumnos, entre los que se cuenta este cronista), ese momento en el que la maleta era el símbolo de su viaje principal por la vida.
Con gratitud lo recordó: fueron momentos plenos de un profesor tan entregado como lo ha sido él entonces y como lo fue después, en Valladolid, en La Laguna, en Barcelona, en Madrid, en cualquier estrado en el que ha evocado a Aristóteles o Platón como si, más de veinte siglos después, estuviera hablando con ellos en las barras de los bares o en las plazas por donde transita.
Ese discurso de Lledó es como el contenido de esa maleta sencilla que le ha servido de equipaje para la vida.
Contra los lugares comunes, a favor del amor y de la amistad, del pensamiento y del afecto, de la entrega a los otros.
Este filósofo que escribió La memoria de la ética para advertir contra la subversión de los valores democráticos y El silencio de la escritura para susurrar palabras que le dan sentido a su vocación poética y filosófica, dio una nueva lección de sencillez, de rabia, en defensa de las humanidades y de la filosofía, “que ahora no se llevan en nuestro país”.
La ovación que se llevó es la que, de alguna manera, le dábamos nosotros cuando acababa sus clases en La Laguna, cuando él seguía siendo aquel muchacho.
Esos aplausos “mentales”, como diría él, se mantienen hasta ahora, de modo que cuando al maestro le rinden homenaje en esos vivas estamos los alumnos que sigue teniendo.
Aquella maleta está llena de la sabiduría que ahora merece tanto agasajo; en la modestia provinciana, muchos ya habían adivinado que tardaría poco tiempo en que muchísima gente supiera que aquel joven de 37 años que se subía al estrado del aula más grande de La Laguna llegaría un día a arrojar luz sobre tiempos oscuros u opacos.
Es nuestro maestro, el maestro que nunca se dejó olvidada la maleta de enseñar.