Johan Cruyff calmaba la ansiedad de ver jugar con la memoria de lo que él inventó y gracias al tabaco, que al fin fue su enemigo mortal.
Era el García Márquez del fútbol, un perfume extraterreste que dejaba
cabriolas en el campo con el aire ceñudo de un intelectual enfadado con
el mundo.
Calmaba la ansiedad de ver jugar con la memoria de lo que él inventó y gracias al tabaco, que al fin fue su enemigo mortal.
Su manera de jugar remitía al realismo mágico del de Aracataca, pero, como Gabo, engañó a todo el mundo haciendo creer que esos inventos procedían del cielo, o de la magia, y no de la tierra.
Calmaba la ansiedad de ver jugar con la memoria de lo que él inventó y gracias al tabaco, que al fin fue su enemigo mortal.
Su manera de jugar remitía al realismo mágico del de Aracataca, pero, como Gabo, engañó a todo el mundo haciendo creer que esos inventos procedían del cielo, o de la magia, y no de la tierra.
La imaginación que aplicó Gabo a sus relatos tenía la parte de invención que le daba el trabajo, pero la metáfora de la que partía estaba a ras de tierra, junto a su casa polvorienta del Caribe, en los árboles enormes de su patio trasero, en el riachuelo donde convivían piedras minúsculas que él hizo enormes en Cien años de soledad, o en el hielo de verdad que él convirtió en un hielo prehistórico como los huevos enormes o las mariposas que parecían milagros cuando en realidad cubrían, como la lluvia de improviso, el cielo de Aracataca.
Con Cruyff, este mago, pasaba lo mismo: en los entrenamientos se fijaba en la posición de los pies propios y de los pies ajenos, y de ahí extrajo una teoría de los espacios, propios y ajenos, que le dio autoridad en los partidos.
De ese modo, aunque no estuviera, estaba en todas las jugadas, y cuando se arriesgaba a saltar ya sabía el rédito, y cuando pasaba sin mirar (como hacía luego Laudrup, o como hizo hasta el fin Xavi Hernández, o hacen ahora Messi o Neymar o Isco o Modric, entre otros muchos) estaba inaugurando una escuela que también fue una fábrica de trampantojos que luego parecieron reproducirse cuando Ronaldinho introdujo los malabarismos.
Pero el de Cruyff, como la literatura más extraterrestre de Gabo, era puro realismo, tocaba la tierra, aunque su perfume pareciera venir del séptimo cielo.
Él llevó hasta las últimas consecuencias la concepción del fútbol como el resultado de una gran orquesta, sabía por dónde se pulsaba el viento, conocía a la perfección que un balón en los pies de un portero es más que un balón despejado al aire como si no fuera un tesoro, y conocía, porque lo practicó, el juego de los medios volantes (como Guardiola, como el propio Xavi, que fue su discípulo más aventajado) como la base fundamental de lo que luego él convertía en arte de la cabriola.
A todas esas características de fútbol perfectamente realista pero mágico le añadía Cruyff un factor más que lo emparentaba con Gabo: de todo eso hacía en el campo, pero le costaba muchísimo ponerse a hablar de ello, porque las magias se aprenden haciéndolas o mirándolas, pero si las cuentas pierden por completo el perfume.
Y a Cruyff, como a Gabo, lo distinguía su perfume increíble.
Para que las comparaciones no sean finalmente ociosas, u odiosas, una odiosa coincidencia los distingue ahora al de Aracataca y al de Holanda: los dos han muerto un jueves santo.
Se quedó otra vez el cielo roto.