Para Luis Molowny, exjugador del Madrid y entonces técnico de Las Palmas,
no era un asunto menor. Su plantilla se mofaba de la superstición de
llevar la misma corbata en los partidos. Pero la manía le funcionaba.
Y
el equipo logró el subcampeonato de la Liga en 1969, por detrás del
Madrid. “Es difícil repetir esos éxitos”, entiende Gerardo Miranda, que
también hizo carrera en el Barça, “porque si hay uno muy bueno se lo
llevan rápido”.
Lo mismo cree Germán Dévora, presidente de honor del
club, que integró ese equipo dorado con Guedes y Tonono, fallecidos
prematuramente:
“Ya no es como antes, cuando te obligaban a quedarte con
contratos leoninos”. Y se posiciona Víctor Alfonso, que dirigió siete
años el filial y ahora lleva al del Atlético:
“En la isla hay muchos
ojeadores de los mejores equipos de España y los que despuntan…”.
El actual director deportivo, Manuel Rodríguez —también llamado
Tonono— se resiste.
“Si no perdemos el norte y somos consecuentes con
nuestra política”, avisa, “este club jugará en Europa”.
Hoy reciben al Barça (16.00, Canal + Liga), pero su política pasa por la cantera.
No podemos cortar la creatividad que va implícita en el jugador canario”, dice Manuel Rodríguez
Influenciado por Laureano Ruiz, entonces encargado del fútbol base del Barcelona, Tonono reversionó su libro De la base a la cúspide
y a cada técnico que llega a Las Palmas le entrega su manual.
“Deben
amar su trabajo, tener conocimientos, gestionar bien el grupo, ser
motivadores, comunicadores y formadores”, enumera.
Así, está prohibida
la carrera continua —carreras tontas, que dice él—, o las tandas de
chutes en fila india. “No podemos cortar la creatividad que va implícita
en el jugador canario”, apunta. Al futbolista de la isla lo define
Dévora:
“Desde que tengo uso de razón los chicos de aquí siempre han
jugado de forma cadenciosa y con talento”. Interviene Víctor Alfonso:
“El fútbol de calle se ha perdido en muchos sitios, pero no en la isla.
Por la forma de vivir y por el clima que invita a salir de casa”.
Miranda le secunda:
“Somos un poco de la escuela sudamericana, con
regate y calidad”.
Unos versos libres, remarca Tonono:
“En muchas
escuelas condicionan el juego de los chavales y no fomentan la toma de
decisiones. No podemos decirles que no regateen… ¡si es una especie en
extinción!”.
Con un presupuesto de 1,2 millones para el fútbol base, Las Palmas
tiene claro que no quiere enredarse con el mercado y que de hacerlo
algún día se centraría en África. “La única vez que el club fue
comprador en vez de vendedor casi desaparece”, recuerda Víctor Alfonso.
“No queremos fichar a no ser que sea realmente necesario. Más vale
invertir en infraestructura y en el modelo”, asume Tonono. Aunque no
escapan a las redes de los grandes clubes. “Madrid, Barça, Espanyol…
todos nos cogen jugadores”, se lamenta el ex jugador; “
¡Si se llevan
hasta a alevines! Lo único que nos queda es demostrarles que este
colegio de fútbol es mejor para llegar a ser profesionales”.
Las Palmas I+I, Inclusión e Integración
En Las Palmas UD hay 14 equipos y 300 licencias que se rigen bajo la
norma de Tonono de que “hay que dormir con el balón y despertarse con
los libros”.
Pero además hay otro equipo que se ha ganado el cariño de
todos, desde Valerón a Roque o Viera, desde el técnico Setién al
aficionado. Es Las Palmas I+I [Inclusión e Integración]. Un conjunto
formado por chicos con discapacidad intelectual; un proyecto que impulsó
Tonono junto al presidente porque ya lo hizo y con grandes resultados
cuando se encargaba de la federación de Andorra. “Entiendo la diversidad
como algo indispensable para la formación y el progreso. Por eso formar
este equipo nos ha hecho ver el concepto de diversidad, además de que
también nos hace sentir más humanos y sensibles”, cuenta Tonono. La idea
de Las Palmas es impulsar la creación de una liga nacional de clubes.
Mientras tanto, hacen partidos y, de paso, los jugadores reciben cada
semana instrucciones de los distintos entrenadores de la casa.
Campeón los dos últimos años en todas las categorías salvo en
Primera, a Las Palmas no le sobran rivales.
Por eso ha creado lo que
llaman La Liga Paralela: una serie de amistosos para cada semana donde
los equipos del club juegan contra otros de mayor edad para acentuar la
competitividad. “Es una fórmula que nos sirve de mucho”, admite Tonono,
que también muestra su orgullo por contar con 16 canteranos en el primer
equipo.
“A cualquier club y ciudad del mundo les gustaría que los
jugadores de casa defendieran su camiseta. Hace tiempo que aquí se hacen
bien estas cosas”, se suma el referente Juan Carlos Valerón
Un
hospital de Bangladesh pone en marcha el complejo proceso quirúrgico
para devolverle la movilidad a Abul Bajadam, que sufre epidermodisplasia
verruciforme.
Abul Bajadam muestra sus
manos afectadas. Mañana se someterá a una primera intervención en Dacca
para eliminar sus verrugas. "Yo lo que quiero es poder abrazar a mi
hija". Zigor
Abul Bajandar quiere abrazar a su hija. No lo ha hecho nunca desde
que la pequeña nació hace tres años, y si no fuese por el complejo
proceso quirúrgico que le costea el gobierno de Bangladesh, no lo podría
hacer jamás. La razón está en la epidermodisplasia verruciforme
que Bajandar comenzó a sufrir hace una década, cuando tenía 15 años.
Se
convirtió entonces en el tercer caso conocido en el mundo, y pronto
descubrió que su vida iba a convertirse en un drama. “Las verrugas me
empezaron a salir en el pie derecho. Al principio no le di mucha
importancia, pero comenzaron a ganar tamaño y se reprodujeron en una
rodilla. Entonces me preocupé”, recuerda en la habitación que ocupa en
el Hospital Universitario de la capital bangladesí, Dacca.
Poco a poco esa piel endurecida y ocre se fue comiendo pies y manos.
Finalmente, Bajandar perdió la movilidad en los dedos y se ganó el apodo
de hombre árbol en el pequeño poblado de Pai Gasa, ubicado en
el distrito sureño de Khulna.
El por qué de ese mote que no le
entusiasma salta a la vista: las extrañas verrugas han cubierto sus
manos casi por completo y se han extendido hasta parecer las raíces de
un árbol.
Pesan seis kilos y dificultan su vida sobremanera. Solo
levantarlas ya es un suplicio
Sus pies han corrido mejor suerte y Bajandar puede caminar, pero no sin dificultad. Para todo lo demás necesita ayuda.
“Al principio fui a un curandero que me recetó remedios homeopáticos,
pero no dieron ningún resultado. Así que, como no podía trabajar y en
mi familia sólo mi padre está empleado —es conductor de los triciclos
motorizados que hacen las veces de taxi—, tuve que ponerme a mendigar
para buscar tratamiento”
. Procedente de una familia humilde en la que
sólo entran 3.000 takas (35 euros) al mes, Bajandar supo que su dolencia
requería de una asistencia médica más avanzada.
Así que decidió sacar
provecho de la curiosidad que provocaban sus raíces y viajar a India con
las ganancias.
“Allí estuve tomando medicamentos prescritos por un
médico durante tres años”. Un tiempo en el que las verrugas no cesaron
de crecer.
Abul Bajandar quiere abrazar a su hija. No lo ha hecho nunca desde
que la pequeña nació hace tres años, y si no fuese por el complejo
proceso quirúrgico que le costea el gobierno de Bangladesh, no lo podría
hacer jamás. La razón está en la epidermodisplasia verruciforme
que Bajandar comenzó a sufrir hace una década, cuando tenía 15 años. Se
convirtió entonces en el tercer caso conocido en el mundo, y pronto
descubrió que su vida iba a convertirse en un drama. “Las verrugas me
empezaron a salir en el pie derecho. Al principio no le di mucha
importancia, pero comenzaron a ganar tamaño y se reprodujeron en una
rodilla. Entonces me preocupé”, recuerda en la habitación que ocupa en
el Hospital Universitario de la capital bangladesí, Dacca.
Poco a poco esa piel endurecida y ocre se fue comiendo pies y manos.
Finalmente, Bajandar perdió la movilidad en los dedos y se ganó el apodo
de hombre árbol en el pequeño poblado de Pai Gasa, ubicado en
el distrito sureño de Khulna. El por qué de ese mote que no le
entusiasma salta a la vista: las extrañas verrugas han cubierto sus
manos casi por completo y se han extendido hasta parecer las raíces de
un árbol. Pesan seis kilos y dificultan su vida sobremanera. Solo
levantarlas ya es un suplicio. Sus pies han corrido mejor suerte y
Bajandar puede caminar, pero no sin dificultad. Para todo lo demás
necesita ayuda.
“Al principio fui a un curandero que me recetó remedios homeopáticos,
pero no dieron ningún resultado. Así que, como no podía trabajar y en
mi familia sólo mi padre está empleado —es conductor de los triciclos
motorizados que hacen las veces de taxi—, tuve que ponerme a mendigar
para buscar tratamiento”. Procedente de una familia humilde en la que
sólo entran 3.000 takas (35 euros) al mes, Bajandar supo que su dolencia
requería de una asistencia médica más avanzada. Así que decidió sacar
provecho de la curiosidad que provocaban sus raíces y viajar a India con
las ganancias. “Allí estuve tomando medicamentos prescritos por un
médico durante tres años”. Un tiempo en el que las verrugas no cesaron
de crecer.
Así, no es de extrañar que Bajandar, en un ataque de desesperación,
tratase de cortárselas por su cuenta. “Me frustré mucho un día que no
conseguí vestirme la camisa.
Y como no tengo sensibilidad en las
verrugas, creí que sería capaz de cortarlas por mi cuenta”. Pero
entonces descubrió que el dolor lo sentía “más adentro”, y fue incapaz
de continuar con su propia amputación
. “Al final el médico me dijo que
la única salida era la cirugía, un proceso que no podría pagar ni
ahorrando varias vidas. Solo me consolaba el hecho de que las verrugas
no se extendieron por otras partes del cuerpo, pero cada día me miraba
en el espejo con miedo de ver una en la cara”.
Afortunadamente, no todo ha sido negativo en la vida de Bajandar.
Incluso después de sufrir su extraña dolencia.
De hecho, cuando las
verrugas ya lo convertían en el hazmerreír del pueblo, y en el objeto de
las pesadillas de los niños, Bajandar conoció a Halima. “Al principio
reconozco que sentí pena por él. Quizá eso me llevó a trabar cierta
amistad, pero lo cierto es que al final nos enamoramos”, cuenta ella,
sentada a su lado y atenta siempre a lo que necesitan tanto él como su
hija.
En un país en el que la mayoría de los matrimonios son
concertados, el de Abul y Halima fue por amor y ha resistido “lo que
muchos nunca serían capaces de aguantar”.
Y
cariño también le dispensan los bangladesíes.
De hecho, cientos de
ellos lo visitan cada día en el hospital, donde su habitación está
custodiada por dos policías que se limitan a regular el tráfico.
Aunque
algunos solo quieren hacerse un morboso selfie con él, y
sorprende que Bajandar hace gala de una paciencia infinita para esbozar
una sonrisa y poner las manos en alto, la mayoría se desplaza hasta el
hospital para desearle suerte y asegurarle que rezarán a Alá por su
pronta recuperación.
Porque ahora, después de que el Gobierno decidiese
hacerse cargo de su caso, comienza una nueva etapa cuyo resultado es
incierto. “Estoy un poco nervioso por lo que pueda pasar, porque mañana
[por el sábado] me operan por primera vez”, afirma Bajandar.
Y
cariño también le dispensan los bangladesíes. De hecho, cientos de
ellos lo visitan cada día en el hospital, donde su habitación está
custodiada por dos policías que se limitan a regular el tráfico. Aunque
algunos solo quieren hacerse un morboso selfie con él, y
sorprende que Bajandar hace gala de una paciencia infinita para esbozar
una sonrisa y poner las manos en alto, la mayoría se desplaza hasta el
hospital para desearle suerte y asegurarle que rezarán a Alá por su
pronta recuperación. Porque ahora, después de que el Gobierno decidiese
hacerse cargo de su caso, comienza una nueva etapa cuyo resultado es
incierto. “Estoy un poco nervioso por lo que pueda pasar, porque mañana
[por el sábado] me operan por primera vez”, afirma Bajandar.
El consejo de nueve médicos especialistas que ha creado el hospital
para determinar qué hacer en su caso tampoco rebosa confianza.
“El
primer paso consiste en tratar de liberar los dedos pulgar e índice de
una mano, que son responsables del 60% de todos los movimientos que
hacemos. También son los menos afectados y nos ayudarán a ver mejor cuál
es la situación y decidir qué pasos debemos dar”, explica el jefe del
consejo, el doctor Samanto Lal Sen, mientras señala en una radiografía
de las manos de Bajandar. “No es tan fácil dar con los dedos, y tenemos
que tener mucho cuidado para no dañarlos”
. Así, las operaciones se
alargarán unos seis meses, a los que habrá que añadir varios meses más
de fisioterapia. “Apenas ha utilizado las manos en diez años, así que
sus dedos están completamente atrofiados”.
Al final el médico me dijo que la única salida era la cirugía, un proceso que no podría pagar ni ahorrando varias vidas
En cualquier caso, los médicos señalan que su intención es ir un paso
más allá.
“No basta con retirar las verrugas y conseguir que recupere
la movilidad, porque en el resto de los casos estudiados han vuelto a
salir.
Tenemos que tratar de averiguar qué es lo que causa la
enfermedad, que será el paso inicial en el diseño de una cura
permanente”, apunta Sen. Y a nadie se le escapa que, si lo consiguen,
será un importante éxito para el sector sanitario de Bangladesh, un país
en vías de desarrollo en el que solo hace falta darse una vuelta por el
Hospital Universitario en el que Bajandar lleva un mes para darse
cuenta de las graves carencias médicas: las camas de los pacientes
llenan habitaciones y pasillos, los familiares se hacinan en el suelo,
las medicinas escasean, y los médicos no dan abasto.
Tenemos que tratar de averiguar qué es lo que causa la enfermedad, que será el paso inicial en el diseño de una cura permanente
Doctor Samanto Lal Sen
A este respecto, Bajandar es afortunado. Él disfruta de una
habitación para él y para su familia, ya que la prensa local está
cubriendo extensamente su caso, y recibe gran atención médica. “De
momento contamos con tres hipótesis sobre la razón de lo que le sucede,
pero ninguna es concluyente: podría ser genético, pero nadie en su
familia lo tiene; podría ser una extraña enfermedad cutánea, pero su
rareza es asombrosa; y podría ser un virus”, enumera Sen. Hace especial
hincapié en la última posibilidad, ya que hace unos días el doctor hizo
una curiosa revelación: “Hemos encontrado una vaca que tiene el mismo
problema”. ¿Podría ser un virus animal que muta raramente para afectar
al ser humano?
Sea como fuere, lo cierto es que Bajandar ya ha comenzado la cuenta
atrás para volver a verse las manos. En su risa nerviosa se evidencia
cierto miedo, compartido también por Halima, pero la esperanza es mucho
más poderosa.
Y él está más cerca de hacer realidad un sueño que repite
una y otra vez, siempre que una cámara le apunta. “Yo lo que quiero es
poder abrazar a mi hija, sentirla con las manos”.
El consejo de nueve médicos especialistas que ha creado el hospital
para determinar qué hacer en su caso tampoco rebosa confianza. “El
primer paso consiste en tratar de liberar los dedos pulgar e índice de
una mano, que son responsables del 60% de todos los movimientos que
hacemos. También son los menos afectados y nos ayudarán a ver mejor cuál
es la situación y decidir qué pasos debemos dar”, explica el jefe del
consejo, el doctor Samanto Lal Sen, mientras señala en una radiografía
de las manos de Bajandar. “No es tan fácil dar con los dedos, y tenemos
que tener mucho cuidado para no dañarlos”. Así, las operaciones se
alargarán unos seis meses, a los que habrá que añadir varios meses más
de fisioterapia. “Apenas ha utilizado las manos en diez años, así que
sus dedos están completamente atrofiados”.
Al final el médico me dijo que la única salida era la cirugía, un proceso que no podría pagar ni ahorrando varias vidas
En cualquier caso, los médicos señalan que su intención es ir un paso
más allá. “No basta con retirar las verrugas y conseguir que recupere
la movilidad, porque en el resto de los casos estudiados han vuelto a
salir. Tenemos que tratar de averiguar qué es lo que causa la
enfermedad, que será el paso inicial en el diseño de una cura
permanente”, apunta Sen. Y a nadie se le escapa que, si lo consiguen,
será un importante éxito para el sector sanitario de Bangladesh, un país
en vías de desarrollo en el que solo hace falta darse una vuelta por el
Hospital Universitario en el que Bajandar lleva un mes para darse
cuenta de las graves carencias médicas: las camas de los pacientes
llenan habitaciones y pasillos, los familiares se hacinan en el suelo,
las medicinas escasean, y los médicos no dan abasto.
Tenemos que tratar de averiguar qué es lo que causa la enfermedad, que será el paso inicial en el diseño de una cura permanente
Doctor Samanto Lal Sen
A este respecto, Bajandar es afortunado. Él disfruta de una
habitación para él y para su familia, ya que la prensa local está
cubriendo extensamente su caso, y recibe gran atención médica. “De
momento contamos con tres hipótesis sobre la razón de lo que le sucede,
pero ninguna es concluyente: podría ser genético, pero nadie en su
familia lo tiene; podría ser una extraña enfermedad cutánea, pero su
rareza es asombrosa; y podría ser un virus”, enumera Sen. Hace especial
hincapié en la última posibilidad, ya que hace unos días el doctor hizo
una curiosa revelación: “Hemos encontrado una vaca que tiene el mismo
problema”. ¿Podría ser un virus animal que muta raramente para afectar
al ser humano?
Sea como fuere, lo cierto es que Bajandar ya ha comenzado la cuenta
atrás para volver a verse las manos. En su risa nerviosa se evidencia
cierto miedo, compartido también por Halima, pero la esperanza es mucho
más poderosa. Y él está más cerca de hacer realidad un sueño que repite
una y otra vez, siempre que una cámara le apunta. “Yo lo que quiero es
poder abrazar a mi hija, sentirla con las manos”.
Umberto Eco era
una inteligencia imparable, un hombre imponente.
Su memoria parecía una
máquina nueva siempre, su discurso era a la vez apocalíptico, risueño e
integrado; no dejaba que la melancolía que persigue a todo semiótico le
rompiera la velocidad del pensamiento, y se reía del mundo a la vez que
explicaba su podredumbre.
Pasó así con su último libro, Número cero,
una sátira redonda y picuda a la vez sobre el oficio del periodismo en
tiempos de Internet.
Él no escribía para entretener, sino para
entretenerse, y no dejó nunca de inventar fórmulas para desmentir la
solemnidad de los poderosos, en su país y en cualquier sitio, y de los
lugares comunes, que fueron su bestia negra.
En ese libro, Número cero, integró algunas de sus columnas, que llamaba bustinas,
para construir un fresco insolente pero real de los peligros a los que
se asoma este oficio de explicar la realidad.
El periodista puede ser
corrupto sin saberlo y sabiéndolo, y puede ser sumamente farsante e
ignorante, puede el poder utilizarlo y él puede utilizar al poder, y no
necesariamente las nuevas tecnologías de que dispone van a mejorar su
relación con las bases viejas en las que se sustenta el oficio.
El
resultado de esa mescolanza de imaginación y columnas incluyó a
Mussolini y a Berlusconi en una especie de fresco divertido e
inquietante que nosotros, los periodistas, no leímos con vergüenza ajena
sino con la propia vergüenza de estar ante un análisis y un aviso del
abismo que nos conmueve.
La salida de ese libro fue la última vez que vi a Umberto Eco, en su
casa de Milán, el año pasado; otros años nos habíamos visto allí, una
vez probándose, para Jordi Socias, el fotógrafo, un borsalino, y riendo y
bebiendo whisky y tomando espagueti en su restaurante favorito, I
Cuatro Mori, al lado de su casa espaciosa, llena de libros bien
ordenados, sentados ante una mesa para seis en la que estábamos tres;
pero las manos de Eco, lo que desplegaba, era tan poderoso, su
presencia, aparentemente asmática entonces, sus ojos atentos y vitales,
que taladraban lo que tú le ibas diciendo, lo dominaba todo; necesitaba,
como los grandes hombres imperiales, media mesa para él solo; a veces
anotaba lo que le respondías a sus preguntas, sacaba las manos hacia
delante como si se apoderara de ella, y cuando no anotaba sacaba su
pañuelo grande y blanco para limpiarse el sudor abundante que marcaba su
frente espaciosa.
En ese momento, hace algunos años, hablábamos de
Europa, de su porvenir, de los Erasmus, de la cultura sobresaltada de un
continente que se estaba aislando a sí mismo
Umberto Eco era
una inteligencia imparable, un hombre imponente. Su memoria parecía una
máquina nueva siempre, su discurso era a la vez apocalíptico, risueño e
integrado; no dejaba que la melancolía que persigue a todo semiótico le
rompiera la velocidad del pensamiento, y se reía del mundo a la vez que
explicaba su podredumbre. Pasó así con su último libro, Número cero,
una sátira redonda y picuda a la vez sobre el oficio del periodismo en
tiempos de Internet. Él no escribía para entretener, sino para
entretenerse, y no dejó nunca de inventar fórmulas para desmentir la
solemnidad de los poderosos, en su país y en cualquier sitio, y de los
lugares comunes, que fueron su bestia negra.
En ese libro, Número cero, integró algunas de sus columnas, que llamaba bustinas,
para construir un fresco insolente pero real de los peligros a los que
se asoma este oficio de explicar la realidad. El periodista puede ser
corrupto sin saberlo y sabiéndolo, y puede ser sumamente farsante e
ignorante, puede el poder utilizarlo y él puede utilizar al poder, y no
necesariamente las nuevas tecnologías de que dispone van a mejorar su
relación con las bases viejas en las que se sustenta el oficio. El
resultado de esa mescolanza de imaginación y columnas incluyó a
Mussolini y a Berlusconi en una especie de fresco divertido e
inquietante que nosotros, los periodistas, no leímos con vergüenza ajena
sino con la propia vergüenza de estar ante un análisis y un aviso del
abismo que nos conmueve.
La salida de ese libro fue la última vez que vi a Umberto Eco, en su
casa de Milán, el año pasado; otros años nos habíamos visto allí, una
vez probándose, para Jordi Socias, el fotógrafo, un borsalino, y riendo y
bebiendo whisky y tomando espagueti en su restaurante favorito, I
Cuatro Mori, al lado de su casa espaciosa, llena de libros bien
ordenados, sentados ante una mesa para seis en la que estábamos tres;
pero las manos de Eco, lo que desplegaba, era tan poderoso, su
presencia, aparentemente asmática entonces, sus ojos atentos y vitales,
que taladraban lo que tú le ibas diciendo, lo dominaba todo; necesitaba,
como los grandes hombres imperiales, media mesa para él solo; a veces
anotaba lo que le respondías a sus preguntas, sacaba las manos hacia
delante como si se apoderara de ella, y cuando no anotaba sacaba su
pañuelo grande y blanco para limpiarse el sudor abundante que marcaba su
frente espaciosa
. En ese momento, hace algunos años, hablábamos de
Europa, de su porvenir, de los Erasmus, de la cultura sobresaltada de un
continente que se estaba aislando a sí mismo creyendo que se iba a
abrir, y había inventado una fórmula para seguir bebiendo whisky:
probablemente el médico le había aconsejado que tomara menos whisky, o
que solo tomara whisky si quería tomar alcohol.
Y esa receta fue
suficiente para que siguiera bebiendo whisky, en vaso corto, sin hielo,
como si estuviera acompañando los espaguetis con una medicina.
Eso fue hace unos años
. Esta vez, el último invierno de 2015, ya
Umberto Eco bebía menos, reía menos, estaba sumido en el ensimismamiento
de los que quizá piensan en una obra nueva, o en alguna melancolía no
resuelta. Esta vez también fuimos a I Cuatro Mori; y vinieron con
nosotros su traductora española, su alumna Helena Lozano, que trabajó
con él y compartió su risa y su enseñanza hasta el agotamiento, su
ayudante Manuela Melato, y el esposo de esta, el pintor mexicano
Fernando Leal.
No era raro que en las comidas, desde siempre, Umberto
Eco se ausentara de vez en cuando, sentado en la propia mesa, como si
las luces de la semiótica y otras luces con las que miraba la vida le
llevaran por caminos interiores, por vericuetos que consideraba
complejos o intrincados
. Entonces se callaba y nosotros seguíamos
hablando, de gatos, sobre todo, pues Leal había descubierto asociaciones
insólitas entre los mininos y su arte.
Eco de vez en cuando regresaba
al estrado de la mesa y apuntaba, corregía, señalaba elementos con los
que completaba las metáforas del artista
. Y luego callaba otra vez,
pendiente de todo, pero lejos de todo en esos instantes.
En julio de ese año pasado un bromista agorero de no sé dónde anunció
en la red de Internet, como si perpetrara una venganza, que había
muerto Umberto Eco.
Me alertó de la noticia, que luego fue rematadamente
falsa, Milena Busquets, que desde niña se crio cerca de la presencia de
Eco; su madre, Esther Tusquets, fue la editora española, la gran amiga del semiótico italiano; así
que compartimos los primeros minutos de esa incertidumbre como si se
tratara de la noticia imposible de la muerte de un familiar muy próximo;
de hecho, Umberto Eco es, desde Apocalípticos e integrados, cuando nuestra generación estaba en la universidad, hasta este Número Cero,
un filósofo de nuestra propia edad o naturaleza, un hombre de este
tiempo que siempre fue lúcidamente contemporáneo, rabiosamente útil para
poner a punto la mirada distraída que aconseja uno de sus más
conspicuos amigos españoles, Juan Cueto, o para destruir los lugares
comunes de la mala inteligencia.
Era una luz que llevaba nuestra mirada
adonde quisiera.
Otro de sus seguidores más fieles, el español Jorge
Lozano, lo atrajo muchas veces a la vida y a la realidad española, así
que era Eco tan europeo, tan mundial y tan español que cuando lo veías o
lo buscabas siempre tenía algo que decir de lo que pasaba aquí porque
siempre tuvo algo que decir de lo que pasaba en cualquier sitio.
Era una mente poderosa; cuando publicó El péndulo de Foucault, que no tuvo la trascendencia popular insólita que alcanzó su genial divertimento mayor, El nombre de la rosa,
decidió irse a descansar al lado de Cuomo, rodeado de silencio y
gimnastas ricos; pero él seguía su rutina, su whisky, su sudor pausado,
su vida intelectual sanísima dedicada a la destrucción sistemática (y
semiótica) de los lugares comunes.
Para hacerlo, como nuestro Fernando
Savater, como el ya citado Cueto, como Jorge Luis Borges, utilizaba
apólogos o preguntas, y reía luego porque tú te quedabas sin palabras
tratando de buscar por dentro el significado de las palabras que él
ponía para que tú cayeras en los pozos abiertos por su inteligencia.
Después reposaba, te miraba como si él se estuviera yendo, y seguía ahí,
con su mano detrás del asiento, echado en los butacones como si estuviera respirando los pensamientos de un ensimismado risueño.
En aquel momento en que nos dieron la noticia falsa de su muerte creí
que esa falsedad conjuraba cualquier susto así en el futuro
. Pero ha
muerto ahora, ha muerto Umberto Eco
y he sentido que lo escuchaba reír solo cuando se quedaba ensimismado
en I Cuatri Mori.
Un sabio que sabía todas las cosas simulando que las
ignoraba para seguir estudiando.
Fallece a
los 84 años el escritor, filósofo y semiólogo italiano, autor de ‘El
nombre de la rosa’. Su figura y su obra ejercieron una enorme influencia
desde la curiosidad crítica.
A los 84 años, y sin perder en ningún momento la curiosidad crítica,
murió anoche en Milán el escritor, filósofo y semiólogo italiano Umberto Eco
. La noticia fue comunicada al diario italiano La Repubblica por la familia.
Falleció a las 22.30 en su casa.
El autor de obras imprescindibles como El nombre de la rosa, en 1980, o El péndulo de Foucault,
en 1988, había nacido en Alessandria el 5 de enero de 1932.
La última
de las obras de su fecunda carrera como autor de novelas de éxito y
ensayos de semiótica, estética medieval o filosofía, fue Número cero,
una mirada crítica del gran experto de la comunicación sobre una crisis
del periodismo que, advertía, empezó “en los cincuenta y sesenta, justo
cuando llegó la televisión”.
“Hasta entonces”, contaba en una entrevista de Juan Cruz publicada por EL PAÍS en marzo de 2015, “el periódico te contaba lo que pasaba la tarde anterior, por eso muchos se llamaban diarios de la tarde: Corriere della Sera, Le Soir, La Tarde, Evening Standard…
Desde la invención de la televisión, el periódico te dice por la mañana
lo que tú ya sabías.
Y ahora pasa igual. ¿Qué debe hacer un diario?”.
Esa era la duda —la curiosidad vestida de pesimismo— que lo llevó a
publicar su último libro y a mantener su mirada despierta hacia todo lo
que ocurría a su alrededor.
La trama de Número cero está ambientada en 1992, un año clave de la historia italiana por el caso Tangentópolis,
y se desarrolla en la redacción de un periódico en ciernes donde
confluyen la logia masónica P2, las Brigadas Rojas, el fin de una era y
la aparición de otra —con Silvio Berlusconi a punto de saltar al
escenario— que desvaneció muchas esperanzas hasta convertirse en la
Italia desorientada de hoy.
Todo ello lo miró, lo analizó y lo escribió
Eco.
Tras difundir la noticia de su fallecimiento —pocas veces la expresión Italia está de luto ha tenido tanto sentido—, el diario La Repubblica
escribió en su web un titular que resume muy bien la personalidad de
Eco y el respeto, casi unánime, que despertaba en Italia
: “Muere Umberto
Eco, el hombre que lo sabía todo”. Como destacaba Il Corriere della Sera,
Eco ha sido una presencia constante e imprescindible de la vida
cultural italiana del último medio siglo, pero su fama, a nivel mundial,
se debe al extraordinario éxito de El nombre de la rosa, del
que se vendieron millones de copias en todo el mundo.
“Recorrer la vida y
la carrera de Umberto Eco”, explica el diario de Milán, “significa
también reconstruir un pedazo importante de nuestra historia cultural”.
La vida académica de Eco se inició en 1954 en Turín.
Aquel año se
doctoró en Filosofía, pero también participó en un concurso de la RAI
—la televisión pública italiana— en el que venció y que lo convirtió en
compañero del periodista Furio Colombo y del filósofo Gianni Vattimo en
una aventura de complicidades siempre ligada al mundo de la cultura. En
los sesenta trabajó como profesor agregado de Estética en las
universidades de Turín y Milán y participó en el Grupo 63 publicando
ensayos sobre arte contemporáneo, cultura de masas y medios de
comunicación.
Entre estos ensayos los más conocidos son Apocalípticos e integrados y Opera aperta.
El semiólogo milanés también fue catedrático de Filosofía en la
Universidad de Bolonia, donde puso en marcha la Escuela Superior de
Estudios Humanísticos, conocida como la Superescuela, porque su objetivo
es difundir la cultura internacional entre licenciados con un alto
nivel de conocimientos. También fundó la Asociación Nacional de
Semiótica.
Entre sus innumerables premios está el Príncipe de Asturias de
Comunicación y Humanidades del 2000.
Inquieto hasta el fin, acababa de
lanzar una nueva editorial, La Nave de Teseo.
En un discurso en la Universidad de Turín, Eco aplicó su mirada
crítica –no todo es positivo ni negativo en su totalidad—a las redes
sociales:
“El fenómeno de Twitter es por una parte positivo, pensemos en
China o en Erdogan. Hay quien llega a sostener que Auschwitz no habría
sido posible con Internet, porque la noticia se habría difundido
viralmente.
Pero por otra parte da derecho de palabra a legiones de
imbéciles”.