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Doce años después vi a Julio Cortázar enfrentado a una muchedumbre en
un parque de Managua, sin más armas que su voz hermosa y un cuento suyo
de los más difíciles
La
noche de Mantequilla Nápoles.
Es la historia de un boxeador
en desgracia contada por él mismo en lunfardo, el dialecto de los bajos
fondos de Buenos Aires, cuya comprensión nos estaría vetada por completo
al resto de los mortales si no la hubiéramos vislumbrado a través de
tanto tango
malevo; sin embargo, fue ése el cuento que el
propio Cortázar escogía para leerlo en una tarima frente a la
muchedumbre de un vasto jardín iluminado, entre la cual había de todo,
desde poetas consagrados y albañiles cesantes, hasta comandantes de la
revolución y sus contrarios.
Fue otra experiencia deslumbrante.
Aunque
en rigor no era fácil seguir el sentido del relato, aun para los más
entrenados en la jerga lunfarda, uno sentía y le dolían los golpes que
recibía Mantequilla Nápoles en la soledad del cuadrilátero, y daban
ganas de llorar por sus ilusiones y su miseria, pues Cortázar había
logrado una comunicación tan entrañable con su auditorio que ya no le
importaba a nadie lo que querían decir o no decir las palabras, sino que
la muchedumbre sentada en la hierba parecía levitar en estado de gracia
por el hechizo de una voz que no parecía de este mundo.
Estos dos recuerdos de Cortázar que tanto me afectaron me parecen
también los que mejor lo definían
. Eran los dos extremos de su
personalidad
. En privado, como en el tren de Praga, lograba seducir por
su elocuencia, por su erudición viva, por su memoria milimétrica, por su
humor peligroso, por todo lo que hizo de él un intelectual de los
grandes en el buen, sentido de otros tiempos.
En público, a pesar de su
reticencia a convertirse en un espectáculo, fascinaba al auditorio con
una presencia ineludible que tenía algo de sobrenatural, al mismo tiempo
tierna y extraña. En ambos casos fue el ser humano más impresionante
que he tenido la suerte de conocer.
Desde el primer momento, a fines del otoño triste de 1956, en un café
de París con nombre inglés, adonde él solía ir de vez en cuando a
escribir en una mesa del rincón, como Jean Paul Sartre lo hacía a
trescientos metros de allí, en un cuaderno de escolar y con una pluma
fuente de tinta legítima que manchaba los dedos
. Yo había leído
Bestiario, su
primer libro de cuentos, en un hotel de lance de Barranquilla donde
dormía por un peso con cincuenta centavos, entre peloteros mal pagados y
putas felices, y desde la primera página me di cuenta de que aquél era
un escritor como el que yo hubiera querido ser cuando fuera grande.
Alguien me dijo en París que él escribía en el café Old Navy, del
Boulevard Saint Germain, y allí lo esperé varias semanas, hasta que lo
vi entrar como una aparición.
Era el hombre más alto que se podía
imaginar, con una cara de niño perverso dentro de un interminable abrigo
negro que más bien parecía la sotana de un viudo, y tenía los ojos muy
separados, como los de un novillo, y tan oblicuos y diáfanos que habrían
podido ser los del diablo si no hubieran estado sometidos al dominio
del corazón.
Años después, cuando ya éramos amigos, creí volver a verlo como lo vi
aquel día, pues me parece que se recreó a sí mismo en uno de sus cuentos
mejor acabados
-El otro cielo-, en el personaje de un
latinoamericano sin nombre que asistía de puro curioso a las ejecuciones
en la guillotina.
Como si lo hubiera hecho frente a un espejo, Cortázar
lo describió así:
"Tenía una expresión distante y a la vez curiosamente
fija, la cara de alguien que se ha inmovilizado en un momento de su
sueño y rehúsa dar el paso que lo devolverá a la vigilia".
Su personaje
andaba envuelto en una hopalanda negra y larga, como el abrigo del
propio Cortázar cuando lo vi por primera vez, pero el narrador no se
atrevía a acercársele para preguntarle su origen, por temor a la fría
cólera con que él mismo hubiera recibido una interpelación semejante.
Lo
raro es que yo tampoco me había atrevido a acercarme a Cortázar aquella
tarde del Old Navy, y por el mismo temor.
Lo vi escribir durante más de
una hora, sin una pausa para pensar, sin tomar nada más que medio vaso
de agua mineral, hasta que empezó a oscurecer en la calle y guardó la
pluma en el bolsillo y salió con el cuaderno debajo del brazo como el
escolar más alto y más flaco del mundo.
En las muchas veces que n os
vimos años después, lo único que había cambiado en él era la barba densa
y oscura, pues hasta hace apenas dos semanas parecía cierta la leyenda
de que era inmortal, porque nunca había dejado de crecer y se mantuvo
siempre en la misma edad con que había nacido. Nunca me atreví a
preguntarle si era verdad, como tampoco le conté que en el otoño triste
de 1956 lo había visto, sin atreverme a decirle nada, en su rincón del
Old Navy, y sé que dondequiera que esté ahora estará mentándome la madre
por mi timidez.
Los ídolos infunden respeto, admiración, cariño y, por supuesto,
grandes envidias.
Cortázar inspiraba todos esos sentimientos como muy
pocos escritores, pero inspiraba además otro menos frecuente: la
devoción.
Fue, tal vez sin proponérselo, el argentino que se hizo querer
de todo el mundo.
Sin embargo, me atrevo a pensar que si los muertos se
mueren, Cortázar debe estarse muriendo otra vez de vergüenza por la
consternación mundial que ha causado su muerte.
Nadie le temía más que
él, ni en la vida real ni en los libros, a los honores póstumos y a los
fastos funerarios.
Más aún: siempre pensé que la muerte misma le parecía
indecente. En alguna parte de
La vuelta al día en ochenta mundos
un grupo de amigos no puede soportar la risa ante la evidencia de que
un amigo común ha incurrido en la ridiculez de morirse.
Por eso, porque
lo conocí y lo quise tanto, me resisto a participar en los lamentos y
elegías por Julio Cortázar.
Prefiero seguir pensando en él como sin duda
él lo quería, con el júbilo inmenso de que haya existido, con la
alegría entrañable de haberlo conocido, y la gratitud de que nos haya
dejado para el mundo una obra tal vez inconclusa pero tan bella e
indestructible como su recuerdo.
Copyright 1984. Gabriel García Márquez - ACI.