Desde las matanzas de noviembre en París, en España ha habido una
abundante ración de reacciones y declaraciones pintorescas por parte de
políticos, tertulianos ramplones (si es que esto no es una redundancia) y
particulares que envían sus mensajes a la prensa o a las redes
sociales.
Lo raro es que aquí alguien guarde silencio, por falta de
opinión formada, por perplejidad, por prudencia, por dudas, por no tener
nada que aportar.
Lo habitual es que a todo el mundo se le llene la
boca en seguida y, con gran contundencia, empiece así: “Lo que hay que
hacer es …”, o bien: “Lo que en ningún caso hay que hacer es …”
La
ufanía con que los españoles dictaminan es aún más llamativa si uno
escucha a los dirigentes extranjeros mejor informados o lee a los
analistas (también casi siempre extranjeros) que parecen tener alguna
idea fundamentada sobre el problema: no se ponen de acuerdo, no ven con
claridad qué es conveniente y qué contraproducente, un día recomiendan
una alianza y al siguiente se retractan, o proponen una estrategia que
dos semanas después han desechado.
Me imagino que los jefes del Daesh o
Estado Islámico se deben de estar frotando las manos al contemplar el
desconcierto.
Hay quienes exigen a los occidentales que no entren en guerra, lo cual resulta imposible cuando alguien nos la ha declarado
No seré yo, por tanto, quien lance otra opinión.
No tengo ni idea de
qué es lo más adecuado para combatir y derrotar a esa organización
terrorista que, a diferencia de las anteriormente conocidas, ha ocupado
territorios, gobierna en ellos con puño de hierro, somete a millares de
personas que no han podido huir de sus garras y les cobra impuestos,
posee instalaciones petroleras con las que comercia, un ejército en
regla y un aparato propagandístico que ya quisieran para sí muchas
multinacionales y que sería la envidia de Goebbels si éste levantara
cabeza para admirarlo.
Si los nazis lograron lo que lograron en los años
treinta, cuando no había ni televisión, da escalofríos pensar lo que
pueden conseguir hoy las campañas de captación y persuasión eficaces y
bien organizadas.
Y si éstas, hace ochenta años, convirtieron en
asesinos o en cómplices de asesinato a la gran mayoría de los pueblos
alemán y austriaco, y a buenas porciones del húngaro, el croata, el
italiano, el español, el polaco y demás, no cabe descartar que el Daesh
siga reclutando militantes y simpatizantes: hay que aceptar que las
atrocidades atraen y tientan a numerosos individuos y que así ha sido
siempre, al menos durante los periodos de fanatismo, enloquecimiento e
irracionalidad colectivos, muy difíciles de frenar.
Las intenciones del
Daesh están anunciadas desde el principio y son meridianas: si por sus
miembros fuera, llevarían a cabo el mayor genocidio de la historia, y
acabarían no sólo con los “cruzados” (es decir, todos los occidentales),
sino con los judíos, los yazidíes, los kurdos, los chiíes, los ateos,
los laicos, los variados cristianos, los demócratas, los que fuman, oyen
música, juegan al fútbol … En fin, sobre la tierra sólo quedarían
ellos, con los pocos que sobrevivieran a su carnicería como esclavos,
las mujeres no digamos. Punto.
Así que ignoro qué hay que hacer, y aún
más cómo.
Pero de lo que no me cabe duda es de que han de ser combatidos
y derrotados, antes o después.
Entre las declaraciones pintorescas de nuestros compatriotas algunas
destacan por su cretinismo, antigua enfermedad que misteriosamente, y
desde hace ya lustros, se ha hecho epidémica entre la falsa izquierda
que nos rodea.
Hay quienes exigen a los occidentales que no entren en
guerra, lo cual resulta imposible de cumplir cuando alguien nos la ha
declarado y empezado ya.
Otros proponen “diálogo y empatía” con los
terroristas, como si éstos estuvieran dispuestos no ya a hablar de nada,
sino ni tan siquiera a escuchar, o pudieran aceptar pactos de ningún
tipo. El genocida declarado, se debería saber a estas alturas, sólo
admite aniquilar. Finalmente Pablo Iglesias, ante la posibilidad de que
España enviara más tropas a Malí para ayudar allí a Francia, lo ha
desaconsejado con la siguiente y preclara advertencia:
“Ojo, que
nuestros soldados podrían volver en cajas de madera”. ¿Ah sí?
Es como si
el susodicho recomendara no llevar a los bomberos a sofocar un incendio
porque pueden volver quemados; ni a los policías a impedir un atraco o
un secuestro porque pueden ser tiroteados; ni a los pilotos a volar en
helicópteros y aviones porque se pueden estrellar.
Nadie desea que les
ocurra nada a soldados, bomberos, policías y pilotos (y además
merecerían mejor remuneración), pero la única manera de asegurarse de
ello es que no existan, que no los haya.
Lo que carece de sentido es
tener un Ejército para que nunca intervenga ni corra riesgos, como
disponer de una policía y unos bomberos que permanezcan acuartelados en
las emergencias
. En España ha llegado a creerse que las tropas están
para labores humanitarias y nada más. Si así fuera, nada impediría que
el Daesh desembarcara en la península como si estuviéramos en el siglo
VIII.
Me pregunto qué haría entonces Iglesias si fuera Presidente.
Es
probable que ordenara a los soldados no hacer frente a los invasores, no
fuera a ser que regresaran de sus misiones en ataúdes.
Claro que, en
este caso, lo más seguro es que la población entera quedara decapitada y
sin sepultura en los amenos campos de España.
Porque desde antiguo es
sabido que los sarracenos (nada peyorativo en este término: consúltese
el diccionario) se han cuidado poco o nada de los cadáveres de sus
enemigos infieles.
elpaissemanal@elpais.es