Tom Courtenay comparece con muchos minutos de adelanto y provisto de un café y un bollo comprados en un
take away
cercano al hotel de Londres designado para la cita.
Una vez en la
salita de espera habilitada por la productora, instala sus bien llevados
78 años en un rincón, casi se desdibuja, para no interferir en el
ajetreo de los relaciones públicas.
Y lo hace con una discreción que es
la antítesis de la pose de estrella.
Aunque hablemos de uno de los
iconos de la
new wave que revolucionó el cine británico hace
medio siglo, de una respetada figura de las tablas que además tiene el
título de sir y del coprotagonista de uno de los mejores filmes de la
presente temporada,
45 años, dirigida por su compatriota Andrew Haigh.
La entrada en escena de la actriz que le ha acompañado en esa
aventura cinematográfica disipa cualquier espejismo de normalidad en la
salita.
Por algo se le conoce en su Francia de adopción como
La Légende (la leyenda). Todos los ojos están puestos en
Charlotte Rampling,
todavía propietaria de esa mirada verde y felina que a lo largo del
último medio siglo ha fascinado a un abanico de realizadores de primera
línea, desde
Luchino Visconti hasta
Woody Allen.
Es muy consciente de la atención que concita, aunque la reciba desde un
distanciamiento muy británico.
Ataviada con un traje pantalón tan
funcional como elegante, saluda a quienes conoce, hace caso omiso del
resto y entabla una conversación con Courtenay que acaba derivando en
las ventajas de viajar con una maleta de dimensiones aptas para entrar
en cabina.
El mensaje está claro: cumplidos los 69 años, sigue siendo
una actriz muy demandada a ambos lados del Atlántico, ya sea para
participar en proyectos de cine, televisión e incluso del ámbito teatral
al que antaño había sido tan reacia.
“Si las películas son fieles a la vida, pueden atraer a un público de cualquier edad”, asegura la actriz Charlotte Rampling
Rampling y Courtenay, dos leyendas vivas del cine europeo, exudan al
natural la misma química que en la gran pantalla los ha trasmutado en un
matrimonio de largo recorrido, enfrentado a una inesperada crisis
cuando el cuerpo congelado de la novia de juventud del marido es
localizado en un glaciar suizo.
Nunca habían trabajado juntos y solo se
conocieron recientemente al coincidir en un festival. Pero el éxito de
45 años,
que se estrena en España el 18 de diciembre, jaleada por la crítica, y
con la que acapararon los premios de interpretación en la última
Berlinale,
les ha convertido en la pareja cinematográfica más reclamada del
momento.
Dos personajes maduros, a cargo de unos intérpretes que juntos
suman casi un siglo y medio, se imponen a contracorriente en una
cartelera habitualmente reflejo de la obsesión de nuestra era con la
eterna juventud.
Aunque Rampling no está de acuerdo: “Si las películas
son fieles a la vida, pueden atraer a un público de cualquier edad. Y
esta película lo es”, subrayará más tarde en el cara a cara.
A Tom Courtenay sigue sorprendiéndole volver a ser el centro de la
atención mediática gracias a un filme que considera un regalo en edad
tardía.
“Es maravilloso conseguir un papel romántico cuando está claro
que ya no voy a interpretar a Romeo
. Tengo 78 años y todavía espero que
la gente me diga: ‘¡Ni hablar!”, resume sobre su rol en la película, que
implicó rodar una escena de sexo sobre la que
cierta prensa
británica ha buscado el lado más morboso, con dos protagonistas entrados
en años que en su día ejercieron de iconos de los sesenta.
El actor
minimiza el revuelo (“En Inglaterra hay mucha estupidez”) y asegura que
la escena de cama no le preocupó “lo más mínimo”.
Y añade: “Pero me
tenía obsesionado la del baile con Charlotte, porque no domino la
técnica…”.
Courtenay es un hombre sencillo y afable. Emocionado, durante la
entrevista recalca cómo el Oso de Plata recibido en el Festival
Internacional de Cine de Berlín le llega medio siglo después de haber
obtenido la Copa Volpi de
Venecia por la cinta
King and Country, de
Joseph Losey
(1964).
La suya no fue una estrella fugaz apagada tempranamente por
otros caprichos de la industria, sino que él mismo decidió autoimponerse
un largo paréntesis en el cine, y en pleno auge de la fama, al sentirse
desbordado por lo que califica de ascensión “meteórica”.
Nacido en una
familia de clase trabajadora del norte de Inglaterra (Hull, 1937), su
talento becado en la prestigiosa escuela de teatro RADA le procuró el
salto directo desde la graduación al estrellato. Para una generación de
cinéfilos de los
swinging sixties, el anguloso rostro de
Courtenay, la expresividad de sus ojos y un acento regional que otros
actores británicos solían reprimir encarnaron la resistencia al
statu quo como abanderado del nuevo cine de realismo social.
Su protagonismo en los títulos emblemáticos
La soledad del corredor de fondo y
Billy, el embustero le abrieron la puerta de Hollywood para encarnar en 1965, y bajo la batuta de David Lean, al idealista Pável Antípov en
Doctor Zhivago.
“Empecé demasiado pronto, cuando todavía no sentía confianza como
actor, y por eso lo dejé”, relata sobre aquellos tiempos de inseguridad
en los que le hundió la muerte temprana de su madre.
Se refugió en el
teatro durante las dos siguientes décadas, simultaneando los escenarios
de Reino Unido con los de
Broadway
(Nueva York), pero acabó regresando al cine con incursiones puntuales.
En 1983 su nombre apareció entre los nominados al Oscar por su papel en
El vestidor.
Asegura no haberse arrepentido nunca de aquel plantón de juventud (en
otro caso, “no habría podido protagonizar solos en el teatro como el de
El rey Lear”),
pero ahora, muy cerca de convertirse en octogenario, da por finiquitada
su etapa sobre las tablas:
“A mi edad, prefiero levantarme pronto y no
tener que aguantar nervioso todo el día la presión de la función de
noche.
Lo que quiero es hacer películas, y no me importa que me pidan
encarnar al abuelo, ya sé que no será fácil recibir propuestas como la
de
45 años…”.
La magnética presencia de Charlotte Rampling (Essex, 1946) ha sido,
por el contrario, muy prolífica en las últimas cinco décadas de
cinematografía, aunque incluyeran un periodo de semirretiro derivado de
la vida personal (“dejé de trabajar porque era más difícil hacerlo todo a
un tiempo”, explica sobre sus dos matrimonios; el último, ya disuelto,
con el músico francés Jean-Michel Jarre).
La hija de un militar
británico destacado en Francia, criada a caballo de las dos orillas del
canal, debutó como protagonista en el filme
Georgy Girl (1966) y
pronto encarriló la transición desde belleza seductora hasta musa del
cine europeo de autor.
Nunca se dejó tentar por “papeles fáciles”, lo
suyo siempre ha sido el desafío en proyectos arriesgados.
Es difícil
olvidar aquel cartel de cine con el que escandalizó a mediados de los
setenta: el torso desnudo, los brazos enfundados en guantes negros y
tocada con el gorro de oficial nazi, presentación de la película de
Liliana Cavani
El portero de noche,
sobre las prisioneras judías convertidas en esclavas sexuales de los
campos de concentración.
La hemos visto enamorada de un simio en
Max, mi amor, ejerciendo de
femme fatale frente a Paul Newman en una de sus incursiones en ese Hollywood donde nunca se quiso instalar (
Veredicto final) o de madura turista sexual en Haití (
Hacia el sur).
“Creo que siempre he hecho lo que quería hacer, aunque quizá no sabes
bien lo que quieres cuando eres joven”, reflexiona sobre una carrera
que volvía a repuntar en la entrada del nuevo milenio a partir de dos
aclamados filmes del francés
François Ozon (
Bajo la arena y
La piscina).
De nuevo inmersa en una frenética actividad laboral, decidió embarcar
sus maletas hacia el gris paisaje de Norfolk, en el norte de Inglaterra,
para interpretar en
45 años a una mujer forzada a cuestionar
los cimientos de su longevo matrimonio, “el tipo de trabajo que me
gusta, una suerte de investigación arqueológica de los seres humanos”.
La crítica británica ha sentenciado que su personaje, construido a base
de silencios y de su intensa mirada, es el papel de su vida.
El pasado febrero, la actriz exhibía exultante el Oso de Plata ganado
en Berlín, recordando que apenas ha sido receptora de premios. ¿Una
vindicación? “Si, no… [duda].
Significa mucho para mí, es especial en
tanto que responde a la decisión de un jurado mixto integrado por ocho
personas, y no el de los Oscar, donde el voto representa a una sección
de la industria”. Imposible arrancarle una palabra más sobre esa velada
crítica a la industria.
Pide pasar a otra pregunta. Charlotte Rampling
es una entrevistada con fama de difícil o cuando menos de voluble, que
lo mismo despacha a los periodistas con la mayor frialdad que decide
regalar su cara más dulce
. Resulta distante y en ocasiones cortante; sus
respuestas suenan directas e incisivas.
Sobre la queja recurrente de las actrices maduras ante la sequía de
papeles replica: “A mí no me ha pasado, quizá porque he tomado un camino
diferente que no es el comercial, sino el del cine independiente y de
autor.
Sigo consiguiendo grandes trabajos y no tengo queja. Pero no hay
demasiados papeles buenos para los actores de cualquier edad, eso no es
lo que hoy busca el cine”.
Musa también del mundo de la moda y de
destacados fotógrafos, que a los 63 años posó desnuda para la cámara de
Juergen Teller en el
Museo del Louvre,
no le gusta la pregunta sobre el peso que haya podido ejercer el físico
en su carrera:
“Me he convertido en lo que me he convertido por lo que
he hecho.
Y no puedo decirle lo que ha contado y lo que no”. Ha asumido
el proceso de envejecer ante los focos sin retoques del cirujano, y
asegura: “Si puedes aprender a vivir con tu cara, entonces te proponen
los papeles que estoy haciendo ahora
. Quizá, si la cambiara, no estaría
trabajando tanto… Es representativo de quien soy intentar vivir con mi
cara tal como es”.
La prensa de su tierra la ha descrito como “tremendamente británica
en la superficie, con un marcado sello europeo en el sustrato”.
La
actriz se relaja y esboza una cálida sonrisa al escuchar la definición.
“Es muy bonita. Siempre quise ser europea y me alegra que se me
reconozca como tal.
Mi identidad es británica, eso nunca cambiará, pero
he adoptado cierto sentimiento europeo después de haber vivido tantos
años en Francia…”. En el pasado ha hablado de periodos ensombrecidos por
crisis depresivas, pero hoy se declara una persona feliz que disfruta
más que nunca de su oficio y se siente “libre para viajar, más
disponible”.
El mismo estado de ánimo que poco antes decía compartir Tom
Courtenay, dispuesto a saborear ese resurgir en su carrera. El terreno
ganado con la veteranía no le exime de sentirse “todavía nervioso antes
de actuar”.
“De otro modo sería un insulto para el público, pero ahora
domino mucho mejor los resortes del oficio para afrontarlo”.
Su decisión
de despedirse de las tablas coincide con el reciente interés de
Charlotte Rampling por explorar proyectos teatrales en forma de
“recitales y música, monólogos e instalaciones de artistas
contemporáneos”
. ¿Se plantea encarar alguna vez los clásicos?
“Estoy
segura de que llegará el momento, pero voy decidiendo sobre la marcha y
según el momento de mi vida, que sigue evolucionando.
Nunca planeo las
cosas, sencillamente las siento…”.
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