Preguntas como esas no esconden ninguna malicia, pero sí afán sadomasoquista y un punto de arrogancia: quien las formula reclama el suficiente brillo como para que no le olviden.
En Murcia, hace muchos años, vi cómo alguien le gritaba a Paco Rabal,
de acera a acera: “¿A que no te acuerdas de mí?”.
Paco, que tenía una memoria excelente, le fue sincero: “Ahora no caigo, paisano”.
El tipo no disimuló su decepción: “¡Pero si te pedí un autógrafo en el rodaje de La honradez de la cerradura y charlamos un rato!”. Desde aquel encuentro, habían pasado más de 40 años.
Si escucho esa preguntita, o su hermana gemela, “¿A que no sabes quién soy?”, me echo a temblar: lo normal es que no tenga ni idea de quién es la persona que las hace.
Y por eso las hace.
Es casi un milagro salir airoso de algo así
. Durante los dos o tres segundos que siguen a la pregunta, mientras miro a los ojos del individuo, hago un esfuerzo brutal por darle una alegría.
Pero, como no suele funcionar, finjo que le recuerdo, a ver si cuela. El drama estalla cuando lo que oigo a continuación es: “¿Y quién soy?”. Si eso sucede, me vengo abajo.
No hay manera de arreglarlo. Diga lo que diga, quedo como un imbécil.
Preguntas como esas no esconden ninguna malicia, pero sí una gran indelicadeza, un cierto afán sadomasoquista y un punto de arrogancia inconsciente: quien las formula reclama el suficiente brillo como para que no le olviden.
La gente popular se enfrenta a ese tipo de situaciones cada dos por tres, sobre todo si se tropieza con algún conocido muy remoto, que suele sufrir un espejismo bien curioso: cree que ese al que ve en la tele ha de reconocerle, sin reparar en que es él el que no sale en la tele.
Paco, que tenía una memoria excelente, le fue sincero: “Ahora no caigo, paisano”.
El tipo no disimuló su decepción: “¡Pero si te pedí un autógrafo en el rodaje de La honradez de la cerradura y charlamos un rato!”. Desde aquel encuentro, habían pasado más de 40 años.
Si escucho esa preguntita, o su hermana gemela, “¿A que no sabes quién soy?”, me echo a temblar: lo normal es que no tenga ni idea de quién es la persona que las hace.
Y por eso las hace.
Es casi un milagro salir airoso de algo así
. Durante los dos o tres segundos que siguen a la pregunta, mientras miro a los ojos del individuo, hago un esfuerzo brutal por darle una alegría.
Pero, como no suele funcionar, finjo que le recuerdo, a ver si cuela. El drama estalla cuando lo que oigo a continuación es: “¿Y quién soy?”. Si eso sucede, me vengo abajo.
No hay manera de arreglarlo. Diga lo que diga, quedo como un imbécil.
Preguntas como esas no esconden ninguna malicia, pero sí una gran indelicadeza, un cierto afán sadomasoquista y un punto de arrogancia inconsciente: quien las formula reclama el suficiente brillo como para que no le olviden.
La gente popular se enfrenta a ese tipo de situaciones cada dos por tres, sobre todo si se tropieza con algún conocido muy remoto, que suele sufrir un espejismo bien curioso: cree que ese al que ve en la tele ha de reconocerle, sin reparar en que es él el que no sale en la tele.