Con sus pinceles, Élisabeth Vigée Le Brun inmortalizó a los protagonistas del siglo XVIII, uno de los más convulsos de la historia europea
Ahora París conmemora a la retratista predilecta de María Antonieta con una retrospectiva en el Grand Palais.
París ardía. Era una de las noches más dramáticas de la historia de
Occidente.
La revolución había estallado y las cabezas estaban a punto de rodar.
No había vuelta atrás.
En medio de aquella situación convulsa, la noche misma en que eran apresados el rey y su esposa, la reina María Antonieta, una mujer frágil y bella huía de la ciudad con su hijita para ponerse a salvo. La pintora Marie-Louise-Élisabeth Vigée Le Brun, nacida en París en 1755 y tantas veces autorretratada y retratada, salía deprisa camino de Italia debido a su muy notoria proximidad con la familia real francesa
. Empezaba de este modo un largo exilio: primero en Italia, luego en Viena y una estancia de seis años en San Petersburgo y Moscú –donde también fue muy próxima a los círculos zaristas–, para regresar a Francia en tiempos de Napoleón I, después de que varias personas intercedieran para facilitar su regreso a la patria, limpia al fin de toda sospecha antirrevolucionaria.
Sin embargo, pese a la cálida acogida, no permanecería mucho tiempo en París, tal vez porque su mundo había cambiado por completo.
De allí marcharía hacia Londres, donde el propio príncipe de Gales posó para ella, como tantos otros hombres y mujeres de la alta sociedad, protagonistas esenciales de la historia
. Y luego hacia Suiza, donde pintaría el retrato de Madame de Staël que se conserva en el Museo de Ginebra, una de las representaciones más conocidas de la pensadora del XVIII.
Pero Élisabeth Vigée Le Brun era mucho más que la retratista de éxito que, como cuenta en sus Memorias –un testimonio de primera mano para conocer su vida–, no se limitaba a copiar a los modelos siguiendo la moda de la época, sino que trataba de mirar hacia dentro, de retratar también el interior
. Quizá por este motivo, una de las representaciones más curiosas de la propia María Antonieta fue la que realizó en 1787, donde se muestra a la reina rodeada por sus hijos, la monarca como madre.
Uno de ellos, el delfín –fallecido al poco tiempo–, señala la cuna vacía, haciendo alusión a su hermano muerto
. Precisamente por el recuerdo infausto de la doble muerte, María Antonieta quiso esconder de la vista este cuadro de gran tamaño, que acabaría salvándose de las iras revolucionarias.
Es en este tipo de detalles donde se ve el papel privilegiado de historiadora en primera persona de la decidida Vigée Le Brun, quien sostenía la economía familiar con su producción artística.
De hecho, no solo retrató a muchas personalidades de su tiempo, sino que tuvo ocasión de vivir y ver los grandes cambios en la historia de Europa.
Este particular, que a veces se tiende a obviar –tanto su memoria como la de Angelica Kauffmann, otra gran artista del periodo y amiga de Goethe, quedan empañadas por su enorme éxito y sus buenas relaciones sociales–, parece esencial a la hora de entender la pintura de Vigée Le Brun y hasta de valorarla.
Fue, desde luego, una mujer de su tiempo, documentalista de una época y sus modos de mirar, como muestra incluso el retrato de María Antonieta como madre.
En él se subraya la recién inventada infancia, una de las adquisiciones culturales del XVIII, seguramente siguiendo la moda de lo que Carol Duncan llama “las madres felices”, esas mujeres que pintores como Greuze representaban con sus hijos, atributos de las nuevas diosas, en un momento en el cual en Francia las mujeres empezaban a luchar por sus derechos y, sobre todo, a controlar la natalidad en unos matrimonios de conveniencia. Es la propia representación que Vigée Le Brun hace en sus autorretratos con la hija
. Aunque, al margen de las modas, siempre tuvo claro su trabajo: pintando, pintando, olvidó preparar lo necesario para el nacimiento de Julie.
Una amiga, Madame de Verdun –cuenta en sus Memorias–, la acusó de “ser un auténtico chico”.
Ser como un chico, la frase que con frecuencia se dice a las mujeres que triunfan, las que a lo largo de la historia han tenido como meta pintar, trabajar, vivir de su trabajo.
Hija de un retratista al pastel, Élisabeth Vigée Le Brun pronto manifestó su vocación pictórica y miró hacia los grandes maestros, sobre todo Rubens, Rembrandt, Van Dyck…
A los 15 años mantenía a su madre y a su hermano, y los retratos a personalidades de la alta sociedad no tardaron en abrirle el camino hacia Versalles.
Por eso, cuando la madre le arregló la boda con un marchante de arte, Jean-Baptiste Le Brun, la artista albergó dudas: “Tenía 20 años y vivía sin preocupación por mi futuro.
Ganaba mucho dinero y no sentía ningún deseo de casarme
. Pero mi madre, que creía que el señor Le Brun era muy rico, me insistió en que no rechazara esta unión tan provechosa.
Por fin consentí en casarme, deseosa sobre todo de escapar de la horrible vida con mi padrastro.
En todo caso, tan pequeño era el entusiasmo por renunciar a mi libertad que camino de la iglesia no paré de decirme a mí misma: ‘¿Diré sí? ¿Diré no?’. Una pena. Dije sí y mis viejos problemas se transformaron en otros nuevos”, escribiría.
El marido, un jugador empedernido, acabó por llenarle el estudio de alumnas –clases suplementarias para pagar sus deudas–.
A diferencia de su enemiga y coetánea Adélaïde Labille-Guiard, Vigée Le Brun nunca se retrató pintando al lado de sus alumnas.
Ella no fue nunca una maestra
. Ninguna fue bien considerada por la artista salvo Marie-Guillemine Benoist.
Otras trataron de dejar muy clara la tutela de Vigée Le Brun, como Marie-Victoire Lemoine, cuyo autorretrato en el estudio con la maestra es un valioso testimonio de esa relación.
Ni sus alumnas fueron jamás bien recibidas por la pintora, ni llegaron a alcanzar el estilo fresco y delicado de Vigée Le Brun, tal vez porque este era personalísimo.
Y difícil de imitar
. En sus más de 600 retratos y algo más de 200 paisajes –presumiblemente realizados durante el exilio– se muestran no solo esa idealización que tanto gustó en su época, sino una percepción de las cosas poco corriente, una delicadeza inusitada y una lectura atenta de los acontecimientos, aunque algunos se obcequen en negarla.
De cualquier manera, está claro que Vigée Le Brun supo aportar algunas innovaciones, como los retratos al aire libre, tradición establecida que ella reafirmó con esa perfección única al pintar mujeres jóvenes, bellas, alegres y sensuales. Vigée Le Brun fue una artista infatigable a la cual nada, ni siquiera la maternidad, pudo apartar del trabajo.
Y pese a todo, entonces como más tarde, estuvo a menudo en el punto de mira, porque resulta siempre muy complicado aceptar a las mujeres triunfadoras. Incluso su entrada en la Academia, en 1783, fue puesta en tela de juicio por estar casada con un marchante de arte y se habló con frecuencia de la presión de la reina misma para su ingreso.
Con fama de ser la amante de nobles y hombres poderosos, Vigée Le Brun estuvo siempre expuesta a las más oscuras calumnias, tal y como ocurre con la leyenda que nació en torno al retrato del conde de Calonne, encargado de las finanzas de la corte y pintado en 1785.
A propósito de este retrato, la actriz y soprano Sophie Arnould dijo que le había cortado las piernas en el cuadro “para que no se le escapara”.
También fue muy comentada la forma en que recibía los pagos por el trabajo: pistachos envueltos en billetes de 300 francos. Historias de la Francia decadente anterior a la Revolución.
Pero sean cuales sean esos pecados que jamás se perdonan a las mujeres triunfadoras, lo cierto es que los cuadros de Vigée Le Brun siguen resplandeciendo con luz propia, la que corresponde a una mujer libre que vivió una época de salones y tímidas liberaciones femeninas; la época de la invención de la infancia y la juventud –lo muestra el modo en que retrata a su pequeña–
. Y sigue resplandeciendo esa mujer fuerte que recuerda cómo un caballero adivinó su futuro en una fiesta: “Me dijo que viviría una vida larga y que me convertiría en una viejecita encantadora, porque no era coqueta. Ahora que he vivido muchos años me pregunto si me he convertido en una viejecita encantadora. Lo dudo”.
Y es que hay mujeres que nunca llegan a ser viejecitas encantadoras, sino libres hasta el final de sus días: seres beligerantes como esa Vigée Le Brun madura que en Suiza se encontró con Madame de Staël, otra mujer que con la pluma o el pincel iba a abrir el camino para futuras generaciones.
La revolución había estallado y las cabezas estaban a punto de rodar.
No había vuelta atrás.
En medio de aquella situación convulsa, la noche misma en que eran apresados el rey y su esposa, la reina María Antonieta, una mujer frágil y bella huía de la ciudad con su hijita para ponerse a salvo. La pintora Marie-Louise-Élisabeth Vigée Le Brun, nacida en París en 1755 y tantas veces autorretratada y retratada, salía deprisa camino de Italia debido a su muy notoria proximidad con la familia real francesa
. Empezaba de este modo un largo exilio: primero en Italia, luego en Viena y una estancia de seis años en San Petersburgo y Moscú –donde también fue muy próxima a los círculos zaristas–, para regresar a Francia en tiempos de Napoleón I, después de que varias personas intercedieran para facilitar su regreso a la patria, limpia al fin de toda sospecha antirrevolucionaria.
Sin embargo, pese a la cálida acogida, no permanecería mucho tiempo en París, tal vez porque su mundo había cambiado por completo.
De allí marcharía hacia Londres, donde el propio príncipe de Gales posó para ella, como tantos otros hombres y mujeres de la alta sociedad, protagonistas esenciales de la historia
. Y luego hacia Suiza, donde pintaría el retrato de Madame de Staël que se conserva en el Museo de Ginebra, una de las representaciones más conocidas de la pensadora del XVIII.
Pero Élisabeth Vigée Le Brun era mucho más que la retratista de éxito que, como cuenta en sus Memorias –un testimonio de primera mano para conocer su vida–, no se limitaba a copiar a los modelos siguiendo la moda de la época, sino que trataba de mirar hacia dentro, de retratar también el interior
. Quizá por este motivo, una de las representaciones más curiosas de la propia María Antonieta fue la que realizó en 1787, donde se muestra a la reina rodeada por sus hijos, la monarca como madre.
Uno de ellos, el delfín –fallecido al poco tiempo–, señala la cuna vacía, haciendo alusión a su hermano muerto
. Precisamente por el recuerdo infausto de la doble muerte, María Antonieta quiso esconder de la vista este cuadro de gran tamaño, que acabaría salvándose de las iras revolucionarias.
Es en este tipo de detalles donde se ve el papel privilegiado de historiadora en primera persona de la decidida Vigée Le Brun, quien sostenía la economía familiar con su producción artística.
De hecho, no solo retrató a muchas personalidades de su tiempo, sino que tuvo ocasión de vivir y ver los grandes cambios en la historia de Europa.
Este particular, que a veces se tiende a obviar –tanto su memoria como la de Angelica Kauffmann, otra gran artista del periodo y amiga de Goethe, quedan empañadas por su enorme éxito y sus buenas relaciones sociales–, parece esencial a la hora de entender la pintura de Vigée Le Brun y hasta de valorarla.
Fue, desde luego, una mujer de su tiempo, documentalista de una época y sus modos de mirar, como muestra incluso el retrato de María Antonieta como madre.
En él se subraya la recién inventada infancia, una de las adquisiciones culturales del XVIII, seguramente siguiendo la moda de lo que Carol Duncan llama “las madres felices”, esas mujeres que pintores como Greuze representaban con sus hijos, atributos de las nuevas diosas, en un momento en el cual en Francia las mujeres empezaban a luchar por sus derechos y, sobre todo, a controlar la natalidad en unos matrimonios de conveniencia. Es la propia representación que Vigée Le Brun hace en sus autorretratos con la hija
. Aunque, al margen de las modas, siempre tuvo claro su trabajo: pintando, pintando, olvidó preparar lo necesario para el nacimiento de Julie.
Una amiga, Madame de Verdun –cuenta en sus Memorias–, la acusó de “ser un auténtico chico”.
Ser como un chico, la frase que con frecuencia se dice a las mujeres que triunfan, las que a lo largo de la historia han tenido como meta pintar, trabajar, vivir de su trabajo.
Hija de un retratista al pastel, Élisabeth Vigée Le Brun pronto manifestó su vocación pictórica y miró hacia los grandes maestros, sobre todo Rubens, Rembrandt, Van Dyck…
A los 15 años mantenía a su madre y a su hermano, y los retratos a personalidades de la alta sociedad no tardaron en abrirle el camino hacia Versalles.
Por eso, cuando la madre le arregló la boda con un marchante de arte, Jean-Baptiste Le Brun, la artista albergó dudas: “Tenía 20 años y vivía sin preocupación por mi futuro.
Ganaba mucho dinero y no sentía ningún deseo de casarme
. Pero mi madre, que creía que el señor Le Brun era muy rico, me insistió en que no rechazara esta unión tan provechosa.
Por fin consentí en casarme, deseosa sobre todo de escapar de la horrible vida con mi padrastro.
En todo caso, tan pequeño era el entusiasmo por renunciar a mi libertad que camino de la iglesia no paré de decirme a mí misma: ‘¿Diré sí? ¿Diré no?’. Una pena. Dije sí y mis viejos problemas se transformaron en otros nuevos”, escribiría.
El marido, un jugador empedernido, acabó por llenarle el estudio de alumnas –clases suplementarias para pagar sus deudas–.
A diferencia de su enemiga y coetánea Adélaïde Labille-Guiard, Vigée Le Brun nunca se retrató pintando al lado de sus alumnas.
Ella no fue nunca una maestra
. Ninguna fue bien considerada por la artista salvo Marie-Guillemine Benoist.
Otras trataron de dejar muy clara la tutela de Vigée Le Brun, como Marie-Victoire Lemoine, cuyo autorretrato en el estudio con la maestra es un valioso testimonio de esa relación.
Ni sus alumnas fueron jamás bien recibidas por la pintora, ni llegaron a alcanzar el estilo fresco y delicado de Vigée Le Brun, tal vez porque este era personalísimo.
Y difícil de imitar
. En sus más de 600 retratos y algo más de 200 paisajes –presumiblemente realizados durante el exilio– se muestran no solo esa idealización que tanto gustó en su época, sino una percepción de las cosas poco corriente, una delicadeza inusitada y una lectura atenta de los acontecimientos, aunque algunos se obcequen en negarla.
De cualquier manera, está claro que Vigée Le Brun supo aportar algunas innovaciones, como los retratos al aire libre, tradición establecida que ella reafirmó con esa perfección única al pintar mujeres jóvenes, bellas, alegres y sensuales. Vigée Le Brun fue una artista infatigable a la cual nada, ni siquiera la maternidad, pudo apartar del trabajo.
Y pese a todo, entonces como más tarde, estuvo a menudo en el punto de mira, porque resulta siempre muy complicado aceptar a las mujeres triunfadoras. Incluso su entrada en la Academia, en 1783, fue puesta en tela de juicio por estar casada con un marchante de arte y se habló con frecuencia de la presión de la reina misma para su ingreso.
Con fama de ser la amante de nobles y hombres poderosos, Vigée Le Brun estuvo siempre expuesta a las más oscuras calumnias, tal y como ocurre con la leyenda que nació en torno al retrato del conde de Calonne, encargado de las finanzas de la corte y pintado en 1785.
A propósito de este retrato, la actriz y soprano Sophie Arnould dijo que le había cortado las piernas en el cuadro “para que no se le escapara”.
También fue muy comentada la forma en que recibía los pagos por el trabajo: pistachos envueltos en billetes de 300 francos. Historias de la Francia decadente anterior a la Revolución.
Pero sean cuales sean esos pecados que jamás se perdonan a las mujeres triunfadoras, lo cierto es que los cuadros de Vigée Le Brun siguen resplandeciendo con luz propia, la que corresponde a una mujer libre que vivió una época de salones y tímidas liberaciones femeninas; la época de la invención de la infancia y la juventud –lo muestra el modo en que retrata a su pequeña–
. Y sigue resplandeciendo esa mujer fuerte que recuerda cómo un caballero adivinó su futuro en una fiesta: “Me dijo que viviría una vida larga y que me convertiría en una viejecita encantadora, porque no era coqueta. Ahora que he vivido muchos años me pregunto si me he convertido en una viejecita encantadora. Lo dudo”.
Y es que hay mujeres que nunca llegan a ser viejecitas encantadoras, sino libres hasta el final de sus días: seres beligerantes como esa Vigée Le Brun madura que en Suiza se encontró con Madame de Staël, otra mujer que con la pluma o el pincel iba a abrir el camino para futuras generaciones.
La primera retrospectiva dedicada a la obra de
Élisabeth Louise Vigée Le Brun se expone en el Grand Palais de París
hasta el 11 de enero de 2016.
elpaissemanal@elpais.es