Se nos podría dividir en dos grupos: los privilegiados que (casi) no envejecen y los
corrientes que se arrugan con más facilidad
. Los primeros acaban de ser bautizados. «Se les llama
exceptional skin agers;
llegan a aparentar hasta 10 años menos», cuenta Frauke Neuser,
directora científica mundial de Olay y coordinadora del estudio
MultiDecade and Ethnicity, presentado el pasado junio en uno de los simposios científicos más importantes, el Congreso Mundial de Dermatología.
Hasta aquí nada nuevo: salta a la vista que nos desgastamos a
velocidades diferentes.
Pero ¿por qué? «Existen unos genes responsables
de ese desfase; todos los tenemos, aunque se expresan de manera más
intensa y correcta durante mayor tiempo en quienes no acusan su edad.
Algunos ya habían sido relacionados con el deterioro cutáneo, otros no»,
responde la experta. son 2.000 y dibujan la llamada huella genética
dérmica.
En este estudio coordinado por científicos de varias
universidades (Harvard, Yale y Durham) han participado unas 400
personas, de entre 20 y 70 años, pertenecientes a cuatro etnias
(africanos, asiáticos, caucásicos e hispanos).
«No se ha explorado solo
la genética; también se ha analizado la apariencia, la histología, las
hormonas, los lípidos...
Es la primera vez que se investigan tantas
variables. se trata de una valiosa mina de datos».
De las cuatro razas, la afortunada es la africana: «Se hacen mayores 10 años más tarde que los caucásicos. Y
su resistencia no se debe solo a la melanina, la sustancia responsable
del color capaz de proteger las células, sino a un cúmulo de factores».
Para descifrar el enigma, se ha determinado qué empieza a fallar y
cuándo; es decir, se ha trazado la hoja de ruta de la vejez cutánea.
«A
los 20 años, los genes asociados al nivel de antioxidantes fallan. En la
treintena, lo hacen aquellos responsables de la energía celular (y de
que las células fabriquen colágeno, esencial para una dermis tersa).
A
causa del desgaste del ADN, a partir de los 40, las células se
multiplican y regeneran más lentamente.
Y a los 50, la función barrera, que nos mantiene hidratados, se deteriora. No
sabemos por qué se ralentizan estos procesos en décadas diferentes.
Pero con la información aprenderemos a adelantarnos al daño, para no
estropearnos a ese ritmo».
Desafiar al reloj y alcanzar los 70 años con la lozanía de los 25 parece una quimera.
Desde el libro del Génesis hasta
El inmortal de
Borges, la búsqueda del elixir nos obsesiona.
No es la primera vez que
la ciencia se acerca a ello: ya en 2002 y durante un experimento con
270.000 personas en Islandia se localizó el gen Matusalén (en honor al
patriarca), relacionado con la eternidad.
Los científicos buscan desde
entonces fármacos que imiten el funcionamiento de esta secuencia del
ADN. Joon Yun, el médico artífice del Premio Palo Alto de la Longevidad
(algo así como el Nobel de la inmortalidad, un millón de dólares para
quien logre que vivamos de forma saludable más de 122 años), lo ve
factible: «Es imposible augurar cuándo ocurrirá. Pero, a la velocidad
con la que avanza la ciencia, será antes de lo que la gente cree.
El
problema es que para esta carrera contrarreloj falta inversión
económica».
Su teoría: se puede restaurar nuestra capacidad homeostática; es decir,
la habilidad para reparar daños.
«La piel cuenta con funciones que le
permiten resetearse.
Broncearse para protegerse del sol es una, otra es
la cicatrización.
Esas habilidades se atrofian con la edad y, con ellas,
la destreza homeostática.
En el futuro, existirán procesos que fortalezcan la facultad de autoregenerarse». ¿Y de seguir siendo jóvenes? «sí».
La incógnita es la pócima: «Si supiera cuál es, no habría creado el premio. Podría ser
hackear el código genético, una pastilla, una infusión biológica, una modificación conductual o algo completamente desconocido».
El peso del entorno
En el camino, algunos obstáculos. «Estos experimentos con ADN son
complejos: el término envejecimiento no es fácil de definir; la
variabilidad individual de los genes no siempre se tiene en cuenta.
Además, el entorno ocasiona cambios genéricos y los factores ambientales
son muchos», avisa Vicente Mera, jefe de Antienvejecimiento del
SHA Wellness Clinic
.
La pregunta del millón es: ¿qué pesa más, el legado o el estilo de
vida? «El 20% se debe al ADN; el 80%, a factores externos», responde
Neuser.
Un problema clave: la interpretación. O dicho de otro modo, la versión
científica de mucho ruido y pocas nueces.
«¿Para qué sirve la
información si no sabemos qué hacer con ella? No contamos con
instrumentos para interpretar datos», corrobora Gloria Sabater,
especialista en Genética del SHA. Y añade: «El fin de Olay debe ser
identificar los marcadores para mejorar la efectividad de sus
cosméticos. Entonces deberían someternos a un estudio genético y
elaborar cremas personalizadas. Existen tests, pero el ADN que analizan
es insuficiente»
. En Londres,
Geneu
examina dos genes de sus clientes: uno relacionado con el colágeno y
otro con los antioxidantes.
Esta empresa, con menos de un año de vida,
fabrica cremas individualizadas basándose en esos resultados (818 € por
el test y cosméticos para dos semanas).
La buena noticia, esto avanza: «
El genoma humano se terminó de
secuenciar en 2003 tras 12 años. Costó 2.660 millones de euros; hoy
bastarían 800.
Cada vez se analizarán y cruzarán más genes»,
opina Sabater. ¿Y mientras?, ¿nos quedamos de brazos cruzados? «Podemos
dejar de fumar y beber, disminuir el consumo de azúcar y hacer deporte.
Estos hábitos aumentan la capacidad homeostática», responde el biomédico
Aubrey De Grey.