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Los retoques de Isabel
Junto a la reina de Porcelanosa, Peter Pan y Ana Rosa Quintana envejecen deprisa. - La viuda de Miguel Boyer parece más
joven que sus hijas cuando posa con ellas (más joven que Chábeli, desde
luego).
Si observamos las dos fotos, ambas tomadas recientemente (una, en una acto público, y otra, de estudio), comprobamos que a sus 58 años, Isabel apenas tiene una arruga y los pocos signos de edad que deja entrever su rostro se los hace quitar con el milagroso Photoshop. Menos mal que no vive en Francia, donde se ha propuesto un proyecto de ley para que la publicidad y la Prensa escrita adviertan que la imagen está retocada. Pues en los reportajes de la Preysler no habría sitio para tanto cartel.
11 oct 2015
Isabel Preysler: La reina del retoque
Echa mano de todas las técnicas a su alcance para estar cada día más joven. ¡A este paso vuelve a nacer!.
¿Qué raza envejece antes?..............................................................María Ovelar
Un estudio ha determinado la huella dérmica del ADN: 2.000 genes responsables de que unos privilegiados aparenten menos edad.
Los africanos son los que mejor resisten el paso del tiempo.
Se nos podría dividir en dos grupos: los privilegiados que (casi) no envejecen y los corrientes que se arrugan con más facilidad
. Los primeros acaban de ser bautizados. «Se les llama exceptional skin agers; llegan a aparentar hasta 10 años menos», cuenta Frauke Neuser, directora científica mundial de Olay y coordinadora del estudio MultiDecade and Ethnicity, presentado el pasado junio en uno de los simposios científicos más importantes, el Congreso Mundial de Dermatología.
Hasta aquí nada nuevo: salta a la vista que nos desgastamos a velocidades diferentes.
Pero ¿por qué? «Existen unos genes responsables de ese desfase; todos los tenemos, aunque se expresan de manera más intensa y correcta durante mayor tiempo en quienes no acusan su edad. Algunos ya habían sido relacionados con el deterioro cutáneo, otros no», responde la experta. son 2.000 y dibujan la llamada huella genética dérmica.
En este estudio coordinado por científicos de varias universidades (Harvard, Yale y Durham) han participado unas 400 personas, de entre 20 y 70 años, pertenecientes a cuatro etnias (africanos, asiáticos, caucásicos e hispanos).
«No se ha explorado solo la genética; también se ha analizado la apariencia, la histología, las hormonas, los lípidos...
Es la primera vez que se investigan tantas variables. se trata de una valiosa mina de datos».
De las cuatro razas, la afortunada es la africana: «Se hacen mayores 10 años más tarde que los caucásicos. Y su resistencia no se debe solo a la melanina, la sustancia responsable del color capaz de proteger las células, sino a un cúmulo de factores».
Para descifrar el enigma, se ha determinado qué empieza a fallar y cuándo; es decir, se ha trazado la hoja de ruta de la vejez cutánea.
«A los 20 años, los genes asociados al nivel de antioxidantes fallan. En la treintena, lo hacen aquellos responsables de la energía celular (y de que las células fabriquen colágeno, esencial para una dermis tersa).
A causa del desgaste del ADN, a partir de los 40, las células se multiplican y regeneran más lentamente.
Y a los 50, la función barrera, que nos mantiene hidratados, se deteriora. No sabemos por qué se ralentizan estos procesos en décadas diferentes.
Pero con la información aprenderemos a adelantarnos al daño, para no estropearnos a ese ritmo».
Desafiar al reloj y alcanzar los 70 años con la lozanía de los 25 parece una quimera.
Desde el libro del Génesis hasta El inmortal de Borges, la búsqueda del elixir nos obsesiona.
No es la primera vez que la ciencia se acerca a ello: ya en 2002 y durante un experimento con 270.000 personas en Islandia se localizó el gen Matusalén (en honor al patriarca), relacionado con la eternidad.
Los científicos buscan desde entonces fármacos que imiten el funcionamiento de esta secuencia del ADN. Joon Yun, el médico artífice del Premio Palo Alto de la Longevidad (algo así como el Nobel de la inmortalidad, un millón de dólares para quien logre que vivamos de forma saludable más de 122 años), lo ve factible: «Es imposible augurar cuándo ocurrirá. Pero, a la velocidad con la que avanza la ciencia, será antes de lo que la gente cree.
El problema es que para esta carrera contrarreloj falta inversión económica».
Su teoría: se puede restaurar nuestra capacidad homeostática; es decir, la habilidad para reparar daños.
«La piel cuenta con funciones que le permiten resetearse.
Broncearse para protegerse del sol es una, otra es la cicatrización.
Esas habilidades se atrofian con la edad y, con ellas, la destreza homeostática.
En el futuro, existirán procesos que fortalezcan la facultad de autoregenerarse». ¿Y de seguir siendo jóvenes? «sí».
La incógnita es la pócima: «Si supiera cuál es, no habría creado el premio. Podría ser hackear el código genético, una pastilla, una infusión biológica, una modificación conductual o algo completamente desconocido».
El peso del entorno
En el camino, algunos obstáculos. «Estos experimentos con ADN son complejos: el término envejecimiento no es fácil de definir; la variabilidad individual de los genes no siempre se tiene en cuenta.
Además, el entorno ocasiona cambios genéricos y los factores ambientales son muchos», avisa Vicente Mera, jefe de Antienvejecimiento del SHA Wellness Clinic
. La pregunta del millón es: ¿qué pesa más, el legado o el estilo de vida? «El 20% se debe al ADN; el 80%, a factores externos», responde Neuser.
Un problema clave: la interpretación. O dicho de otro modo, la versión científica de mucho ruido y pocas nueces.
«¿Para qué sirve la información si no sabemos qué hacer con ella? No contamos con instrumentos para interpretar datos», corrobora Gloria Sabater, especialista en Genética del SHA. Y añade: «El fin de Olay debe ser identificar los marcadores para mejorar la efectividad de sus cosméticos. Entonces deberían someternos a un estudio genético y elaborar cremas personalizadas. Existen tests, pero el ADN que analizan es insuficiente»
. En Londres, Geneu examina dos genes de sus clientes: uno relacionado con el colágeno y otro con los antioxidantes.
Esta empresa, con menos de un año de vida, fabrica cremas individualizadas basándose en esos resultados (818 € por el test y cosméticos para dos semanas).
La buena noticia, esto avanza: «El genoma humano se terminó de secuenciar en 2003 tras 12 años. Costó 2.660 millones de euros; hoy bastarían 800.
Cada vez se analizarán y cruzarán más genes», opina Sabater. ¿Y mientras?, ¿nos quedamos de brazos cruzados? «Podemos dejar de fumar y beber, disminuir el consumo de azúcar y hacer deporte. Estos hábitos aumentan la capacidad homeostática», responde el biomédico Aubrey De Grey.
. Los primeros acaban de ser bautizados. «Se les llama exceptional skin agers; llegan a aparentar hasta 10 años menos», cuenta Frauke Neuser, directora científica mundial de Olay y coordinadora del estudio MultiDecade and Ethnicity, presentado el pasado junio en uno de los simposios científicos más importantes, el Congreso Mundial de Dermatología.
Hasta aquí nada nuevo: salta a la vista que nos desgastamos a velocidades diferentes.
Pero ¿por qué? «Existen unos genes responsables de ese desfase; todos los tenemos, aunque se expresan de manera más intensa y correcta durante mayor tiempo en quienes no acusan su edad. Algunos ya habían sido relacionados con el deterioro cutáneo, otros no», responde la experta. son 2.000 y dibujan la llamada huella genética dérmica.
En este estudio coordinado por científicos de varias universidades (Harvard, Yale y Durham) han participado unas 400 personas, de entre 20 y 70 años, pertenecientes a cuatro etnias (africanos, asiáticos, caucásicos e hispanos).
«No se ha explorado solo la genética; también se ha analizado la apariencia, la histología, las hormonas, los lípidos...
Es la primera vez que se investigan tantas variables. se trata de una valiosa mina de datos».
De las cuatro razas, la afortunada es la africana: «Se hacen mayores 10 años más tarde que los caucásicos. Y su resistencia no se debe solo a la melanina, la sustancia responsable del color capaz de proteger las células, sino a un cúmulo de factores».
Para descifrar el enigma, se ha determinado qué empieza a fallar y cuándo; es decir, se ha trazado la hoja de ruta de la vejez cutánea.
«A los 20 años, los genes asociados al nivel de antioxidantes fallan. En la treintena, lo hacen aquellos responsables de la energía celular (y de que las células fabriquen colágeno, esencial para una dermis tersa).
A causa del desgaste del ADN, a partir de los 40, las células se multiplican y regeneran más lentamente.
Y a los 50, la función barrera, que nos mantiene hidratados, se deteriora. No sabemos por qué se ralentizan estos procesos en décadas diferentes.
Pero con la información aprenderemos a adelantarnos al daño, para no estropearnos a ese ritmo».
Desafiar al reloj y alcanzar los 70 años con la lozanía de los 25 parece una quimera.
Desde el libro del Génesis hasta El inmortal de Borges, la búsqueda del elixir nos obsesiona.
No es la primera vez que la ciencia se acerca a ello: ya en 2002 y durante un experimento con 270.000 personas en Islandia se localizó el gen Matusalén (en honor al patriarca), relacionado con la eternidad.
Los científicos buscan desde entonces fármacos que imiten el funcionamiento de esta secuencia del ADN. Joon Yun, el médico artífice del Premio Palo Alto de la Longevidad (algo así como el Nobel de la inmortalidad, un millón de dólares para quien logre que vivamos de forma saludable más de 122 años), lo ve factible: «Es imposible augurar cuándo ocurrirá. Pero, a la velocidad con la que avanza la ciencia, será antes de lo que la gente cree.
El problema es que para esta carrera contrarreloj falta inversión económica».
Su teoría: se puede restaurar nuestra capacidad homeostática; es decir, la habilidad para reparar daños.
«La piel cuenta con funciones que le permiten resetearse.
Broncearse para protegerse del sol es una, otra es la cicatrización.
Esas habilidades se atrofian con la edad y, con ellas, la destreza homeostática.
En el futuro, existirán procesos que fortalezcan la facultad de autoregenerarse». ¿Y de seguir siendo jóvenes? «sí».
La incógnita es la pócima: «Si supiera cuál es, no habría creado el premio. Podría ser hackear el código genético, una pastilla, una infusión biológica, una modificación conductual o algo completamente desconocido».
El peso del entorno
En el camino, algunos obstáculos. «Estos experimentos con ADN son complejos: el término envejecimiento no es fácil de definir; la variabilidad individual de los genes no siempre se tiene en cuenta.
Además, el entorno ocasiona cambios genéricos y los factores ambientales son muchos», avisa Vicente Mera, jefe de Antienvejecimiento del SHA Wellness Clinic
. La pregunta del millón es: ¿qué pesa más, el legado o el estilo de vida? «El 20% se debe al ADN; el 80%, a factores externos», responde Neuser.
Un problema clave: la interpretación. O dicho de otro modo, la versión científica de mucho ruido y pocas nueces.
«¿Para qué sirve la información si no sabemos qué hacer con ella? No contamos con instrumentos para interpretar datos», corrobora Gloria Sabater, especialista en Genética del SHA. Y añade: «El fin de Olay debe ser identificar los marcadores para mejorar la efectividad de sus cosméticos. Entonces deberían someternos a un estudio genético y elaborar cremas personalizadas. Existen tests, pero el ADN que analizan es insuficiente»
. En Londres, Geneu examina dos genes de sus clientes: uno relacionado con el colágeno y otro con los antioxidantes.
Esta empresa, con menos de un año de vida, fabrica cremas individualizadas basándose en esos resultados (818 € por el test y cosméticos para dos semanas).
La buena noticia, esto avanza: «El genoma humano se terminó de secuenciar en 2003 tras 12 años. Costó 2.660 millones de euros; hoy bastarían 800.
Cada vez se analizarán y cruzarán más genes», opina Sabater. ¿Y mientras?, ¿nos quedamos de brazos cruzados? «Podemos dejar de fumar y beber, disminuir el consumo de azúcar y hacer deporte. Estos hábitos aumentan la capacidad homeostática», responde el biomédico Aubrey De Grey.
Una granja en el Ártico................................................................... Rosa Montero
La quinta parte de la población mundial superamos entre tres y seis veces la capacidad ecológica de nuestros territorios.
Me van a perdonar que empiece este artículo haciendo algo de muy mal
gusto: citar una obra mía, o mejor dicho dos, las novelas futuristas de
Bruna Husky, que suceden en el año 2109
. Sí, lo sé, suena a autopromo petarda, pero es que cada día estoy un poco más espeluznada, porque imaginé un mundo venidero que por desgracia no hace más que cumplirse
. En mis libros, la Tierra ha sufrido a lo largo del siglo XXI las violentas consecuencias del cambio climático.
La inundación o agostamiento de los terrenos fértiles habría provocado migraciones de una dimensión jamás conocida, y, en consecuencia, enfrentamientos y matanzas. Cuando empiezan las novelas, ya en el siglo XXII y con toda esta degollina a las espaldas, sólo quedan 4.000 millones de personas viviendo en el planeta.
Pues bien, según un interesante reportaje de Teguayco Pinto publicado en eldiario.es, eso ya está pasando.
Al parecer, uno de los factores determinantes de la guerra siria (aunque no el único) ha sido el cambio climático.
O eso aseguran científicos de la Universidad de California, que hicieron un estudio demostrando cómo cinco años de sequía habían acabado con casi el 60% de la agricultura y matado a más del 80% del ganado en la región del Creciente Fértil del norte de Siria.
Este colapso y la mala gestión de los gobernantes provocaron una migración de más de millón y medio de habitantes del campo a las ciudades y, a raíz de eso, conflictos y levantamientos que cristalizaron en una guerra.
Los refugiados, en fin, no han hecho más que empezar. Numerosos expertos, del Pentágono a la ONU, coinciden en predecir que el cambio climático puede generar inestabilidad, violencia y grandes masas de desplazados.
En 2006 entrevisté al científico James Lovelock, uno de los padres de la ecología moderna. Lovelock, que entonces tenía 87 años y era como un pequeño gnomo saltarín (ahora tiene 96 y espero que siga igual de bullicioso), me dijo que el cambio climático era imparable, que la Tierra se encontraba ya “en franca rebeldía” y que estábamos abocados a una catástrofe en apenas sesenta o setenta años. “Nos veremos reducidos a 500 millones de humanos viviendo en el Ártico.
Y tendremos que empezar de nuevo”. Si mi descenso a los 4.000 millones les ha parecido fuerte, esta cantidad ya es para desmayarse.
Cuando se publicó aquella entrevista nadie hizo mucho caso, porque la gente se resistía a creer en el cambio climático
. Incluso hoy hay muchos que desdeñan las alarmas ambientales: véase el repugnante y criminal comportamiento de la Volkswagen.
Pero el pasado mes de agosto fue el más caliente en toda la Tierra desde que se guardan las temperaturas, y ese récord superó en 0,09 grados el de 2014, que también había sido el más caliente hasta entonces
. O sea, que vamos superándonos año tras año en una alegre carrera hacia el tostadero.
Entiendo que no queramos creérnoslo
. Primero, por sensatez antiegocéntrica: el ser humano lleva milenios poblando este planeta y ¿resulta que el gran colapso de nuestra especie va a suceder precisamente en nuestra generación y la de nuestros hijos?
Pero, sobre todo, porque nos horroriza enfrentarnos a un futuro que nos obliga a cambiar de vida. El poeta Jorge Riechmann cuenta en una estupenda entrada de su blog (mil gracias a Rafael Hurtado, que me ha mandado este enlace y muchos otros) que la quinta parte de la población mundial vivimos en países de renta alta, y que superamos entre tres y seis veces la capacidad ecológica de nuestros territorios; nos hemos apoderado de las cuatro quintas partes de los recursos mundiales y producimos la mayor parte de los gases invernadero. O sea, somos unos malditos ladrones ambientales.
Y añade que, según los investigadores J. Moore y W. E. Rees, si cada uno de nosotros quisiera consumir equitativamente con los demás humanos, nos tocarían 20 kilos de carne al año (ahora comemos 100); un espacio habitado de 8 metros cuadrados (ahora 34); 582 kilómetros al año de desplazamiento en vehículo de motor (ahora 6.600) y tan sólo 125 kilómetros al año de desplazamiento en avión (ahora 2.943), de manera que en toda una vida sólo tendríamos derecho a hacer un viaje trasatlántico.
Ácidamente, Riechmann firma esta entrada de su blog en un vuelo de Madrid a Bogotá.
Y he de reconocer que yo también he robado la cuota aérea de centenares de personas. Somos así de absurdos y de paradójicos.
La verdad es que no creo que la tenebrosa predicción de Lovelock sea cierta al 100%. Tengo esperanza en todo lo que aún no sabemos, en los nuevos descubrimientos, en lo imprevisible.
Pero sé que el cambio climático está en marcha y es terrible, sé que nos estamos quedando sin tiempo.
O reaccionamos ya de manera radical o, parafraseando a la gran Isak Dinesen, empezamos a construirnos una granja en el Ártico.
@BrunaHusky
www.facebook.com/escritorarosamontero
www.rosamontero.es
. Sí, lo sé, suena a autopromo petarda, pero es que cada día estoy un poco más espeluznada, porque imaginé un mundo venidero que por desgracia no hace más que cumplirse
. En mis libros, la Tierra ha sufrido a lo largo del siglo XXI las violentas consecuencias del cambio climático.
La inundación o agostamiento de los terrenos fértiles habría provocado migraciones de una dimensión jamás conocida, y, en consecuencia, enfrentamientos y matanzas. Cuando empiezan las novelas, ya en el siglo XXII y con toda esta degollina a las espaldas, sólo quedan 4.000 millones de personas viviendo en el planeta.
Pues bien, según un interesante reportaje de Teguayco Pinto publicado en eldiario.es, eso ya está pasando.
Al parecer, uno de los factores determinantes de la guerra siria (aunque no el único) ha sido el cambio climático.
O eso aseguran científicos de la Universidad de California, que hicieron un estudio demostrando cómo cinco años de sequía habían acabado con casi el 60% de la agricultura y matado a más del 80% del ganado en la región del Creciente Fértil del norte de Siria.
Este colapso y la mala gestión de los gobernantes provocaron una migración de más de millón y medio de habitantes del campo a las ciudades y, a raíz de eso, conflictos y levantamientos que cristalizaron en una guerra.
Los refugiados, en fin, no han hecho más que empezar. Numerosos expertos, del Pentágono a la ONU, coinciden en predecir que el cambio climático puede generar inestabilidad, violencia y grandes masas de desplazados.
En 2006 entrevisté al científico James Lovelock, uno de los padres de la ecología moderna. Lovelock, que entonces tenía 87 años y era como un pequeño gnomo saltarín (ahora tiene 96 y espero que siga igual de bullicioso), me dijo que el cambio climático era imparable, que la Tierra se encontraba ya “en franca rebeldía” y que estábamos abocados a una catástrofe en apenas sesenta o setenta años. “Nos veremos reducidos a 500 millones de humanos viviendo en el Ártico.
Y tendremos que empezar de nuevo”. Si mi descenso a los 4.000 millones les ha parecido fuerte, esta cantidad ya es para desmayarse.
Cuando se publicó aquella entrevista nadie hizo mucho caso, porque la gente se resistía a creer en el cambio climático
. Incluso hoy hay muchos que desdeñan las alarmas ambientales: véase el repugnante y criminal comportamiento de la Volkswagen.
Pero el pasado mes de agosto fue el más caliente en toda la Tierra desde que se guardan las temperaturas, y ese récord superó en 0,09 grados el de 2014, que también había sido el más caliente hasta entonces
. O sea, que vamos superándonos año tras año en una alegre carrera hacia el tostadero.
Entiendo que no queramos creérnoslo
. Primero, por sensatez antiegocéntrica: el ser humano lleva milenios poblando este planeta y ¿resulta que el gran colapso de nuestra especie va a suceder precisamente en nuestra generación y la de nuestros hijos?
Pero, sobre todo, porque nos horroriza enfrentarnos a un futuro que nos obliga a cambiar de vida. El poeta Jorge Riechmann cuenta en una estupenda entrada de su blog (mil gracias a Rafael Hurtado, que me ha mandado este enlace y muchos otros) que la quinta parte de la población mundial vivimos en países de renta alta, y que superamos entre tres y seis veces la capacidad ecológica de nuestros territorios; nos hemos apoderado de las cuatro quintas partes de los recursos mundiales y producimos la mayor parte de los gases invernadero. O sea, somos unos malditos ladrones ambientales.
Y añade que, según los investigadores J. Moore y W. E. Rees, si cada uno de nosotros quisiera consumir equitativamente con los demás humanos, nos tocarían 20 kilos de carne al año (ahora comemos 100); un espacio habitado de 8 metros cuadrados (ahora 34); 582 kilómetros al año de desplazamiento en vehículo de motor (ahora 6.600) y tan sólo 125 kilómetros al año de desplazamiento en avión (ahora 2.943), de manera que en toda una vida sólo tendríamos derecho a hacer un viaje trasatlántico.
Ácidamente, Riechmann firma esta entrada de su blog en un vuelo de Madrid a Bogotá.
Y he de reconocer que yo también he robado la cuota aérea de centenares de personas. Somos así de absurdos y de paradójicos.
La verdad es que no creo que la tenebrosa predicción de Lovelock sea cierta al 100%. Tengo esperanza en todo lo que aún no sabemos, en los nuevos descubrimientos, en lo imprevisible.
Pero sé que el cambio climático está en marcha y es terrible, sé que nos estamos quedando sin tiempo.
O reaccionamos ya de manera radical o, parafraseando a la gran Isak Dinesen, empezamos a construirnos una granja en el Ártico.
@BrunaHusky
www.facebook.com/escritorarosamontero
www.rosamontero.es
Retrato-fantasía............................................................................... Javier Marías
Muchos ciudadanos de nuestro país, cuando se miran al espejo sólo admiten ver esa composición idealizada.
Lo conté alguna vez, me disculpo con los memoriosos.
Hace ya muchos años vi como anomalía personal lo que ahora me parece, por desgracia, normalidad colectiva.
Una joven me pidió que le leyera un manuscrito. Como siempre hago en estas ocasiones, le dije que no leía inéditos, entre otras razones porque no deseo que nadie dé a mi opinión más importancia de la que tiene, y que es exactamente la misma que la de cualquier otra persona; y tampoco me gusta cargar con la responsabilidad –de ser mi juicio negativo– de desanimar a quien busca ser publicado por vez primera.
La joven no se dio por contenta, e insistió más allá de lo razonable y educado.
Le aduje más motivos, y ninguno le hacía mella.
Seguía insistiendo, y aun pasó a hacerlo en persona, en la Feria.
Su argumento último –y para ella inapelable– era este: “Pero es que a mí me hace mucha ilusión que usted lo lea”.
Intenté hacerle ver que, para que se produzca algo entre dos, no basta con la desmesurada ilusión de uno, sino que hace falta el acuerdo del otro.
Nunca acabó de entenderlo, de estar convencida: su voluntad estaba por encima de todo, hasta el punto de que la mía contaba poco o nada.
Las cosas habían de ser como ella quería, o como se las había figurado ideal y puerilmente.
¿Cómo no iba a cumplirse lo que había soñado?
Achaqué tal actitud a la edad, a las dificultades de muchos jóvenes para ir aceptando los contratiempos de la vida cuando empiezan a aparecérseles, por lo general tras una infancia mimada y en la que los padres les han evitado todas las “frustraciones”.
Pero creo que me equivocaba, y que aquello no era más que un síntoma de la evolución de nuestras sociedades, que además afecta a gente de cualquier edad.
Muchos ciudadanos de nuestro país (pero no sólo del nuestro) se han dibujado un retrato-fantasía de sí mismos.
Cuando se miran al espejo sólo admiten ver esa composición idealizada, y con frecuencia necesitan o exigen que sus gobernantes y compatriotas se amolden también a ese retrato y sean armónicos con él, para que “el cuento acabe bien” y su ideal salga triunfante; y de ahí que a menudo no consientan la discrepancia, ni la objeción ni la pega.
Un prototipo de retrato-fantasía (bastante predominante, o por lo menos extendido) es el que obliga a ser amante de los animales por encima de todo (y a tener perro o gato); defensor a ultranza de la naturaleza (como si ésta, no contenida, no fuera causante de catástrofes sin cuento); fanático de la bici (aun en perjuicio de los peatones, que son quienes menos contaminan); enemigo de la tauromaquia (esto por fuerza), y del tabaco y del alcohol y de la carne (aunque no tanto de las drogas); vagamente “antisistema” y vagamente republicano; respetuoso del “derecho a decidir” (lo que sea, excepto para los que deciden fumar, usar el coche en el centro o ir a los toros, claro); y, sobre todo, mostrarse compasivo, solidario y humanitario.
Si el espejo no devuelve esa imagen –la conciencia bien limpia–, el que se mira en él no lo soporta. En los últimos meses se ha añadido otro requisito: dar la bienvenida indiscriminada a los refugiados, no importa el número ni su carácter ni su procedencia.
Y claro que hay que ayudarlos en lo posible, y dar asilo a quienes en verdad lo precisen, y claro que hay que compadecerse de las víctimas de guerras y persecuciones.
Leí, sin embargo, una carta en este diario que me llevó a acordarme
de aquella joven literata de hace unos veinte años.
Se quejaba de unas palabras del Ministro del Interior, que por una vez me habían parecido sensatas (quién iba a decírmelo): “Se tomarán las medidas adecuadas para evitar la posible infiltración de yihadistas” (entre las masas de asilados, se entendía).
A los pocos días, el líder del PSOE –que ganaría votos si se abstuviera de simplezas y tergiversaciones– venía a decir que, según el Ministro, los refugiados eran terroristas, algo que éste jamás dijo.
Cualquier analista está al tanto: no es que se sospeche, es que se sabe que entre las estrategias del Daesh o Estado Islámico está la de introducir yihadistas en Europa aprovechando estos éxodos a la vez organizados (por mafias) y caóticos.
Serán pocos, sin duda, y la mayoría de los refugiados serán gente desesperada e inofensiva, que sólo aspira a sobrevivir, quizá al propio Daesh tiránico que toma sus territorios. Pero, sabiéndose lo que se sabe a ciencia cierta, no veo nada reprobable, sino más bien la obligación de un Ministro, en “evitar la posible infiltración de yihadistas”.
Creer que cuantos llegan a Europa han de ser buenas personas es tan ingenuo como creer que “las víctimas siempre tienen razón”, uno de nuestros estúpidos mantras contemporáneos
. Los refugiados y las víctimas son dignos de lástima y de apoyo, pero entre los primeros habrá pésimas personas –como en todo colectivo– y entre las segundas individuos malvados o errados o idiotas, que en modo alguno tendrán razón.
La remitente de esa carta no soportaba que el Ministro aguafiestas, con su advertencia, le empañara el retrato-fantasía de su espejo:
“No pongamos trabas, por favor, y hagamos lo que toca, ayudar”, le recriminaba. “No seamos otra patada a este drama humanitario”, y lo asimilaba a la periodista húngara histérica, la de las zancadillas
. Es decir, ni consideremos que pueda haber terroristas camuflados en la riada. Y si los hubiera, que tampoco a ellos se les impida la entrada.
elpaissemanal@elpais.es
Hace ya muchos años vi como anomalía personal lo que ahora me parece, por desgracia, normalidad colectiva.
Una joven me pidió que le leyera un manuscrito. Como siempre hago en estas ocasiones, le dije que no leía inéditos, entre otras razones porque no deseo que nadie dé a mi opinión más importancia de la que tiene, y que es exactamente la misma que la de cualquier otra persona; y tampoco me gusta cargar con la responsabilidad –de ser mi juicio negativo– de desanimar a quien busca ser publicado por vez primera.
La joven no se dio por contenta, e insistió más allá de lo razonable y educado.
Le aduje más motivos, y ninguno le hacía mella.
Seguía insistiendo, y aun pasó a hacerlo en persona, en la Feria.
Su argumento último –y para ella inapelable– era este: “Pero es que a mí me hace mucha ilusión que usted lo lea”.
Intenté hacerle ver que, para que se produzca algo entre dos, no basta con la desmesurada ilusión de uno, sino que hace falta el acuerdo del otro.
Nunca acabó de entenderlo, de estar convencida: su voluntad estaba por encima de todo, hasta el punto de que la mía contaba poco o nada.
Las cosas habían de ser como ella quería, o como se las había figurado ideal y puerilmente.
¿Cómo no iba a cumplirse lo que había soñado?
Achaqué tal actitud a la edad, a las dificultades de muchos jóvenes para ir aceptando los contratiempos de la vida cuando empiezan a aparecérseles, por lo general tras una infancia mimada y en la que los padres les han evitado todas las “frustraciones”.
Pero creo que me equivocaba, y que aquello no era más que un síntoma de la evolución de nuestras sociedades, que además afecta a gente de cualquier edad.
Muchos ciudadanos de nuestro país (pero no sólo del nuestro) se han dibujado un retrato-fantasía de sí mismos.
Cuando se miran al espejo sólo admiten ver esa composición idealizada, y con frecuencia necesitan o exigen que sus gobernantes y compatriotas se amolden también a ese retrato y sean armónicos con él, para que “el cuento acabe bien” y su ideal salga triunfante; y de ahí que a menudo no consientan la discrepancia, ni la objeción ni la pega.
Un prototipo de retrato-fantasía (bastante predominante, o por lo menos extendido) es el que obliga a ser amante de los animales por encima de todo (y a tener perro o gato); defensor a ultranza de la naturaleza (como si ésta, no contenida, no fuera causante de catástrofes sin cuento); fanático de la bici (aun en perjuicio de los peatones, que son quienes menos contaminan); enemigo de la tauromaquia (esto por fuerza), y del tabaco y del alcohol y de la carne (aunque no tanto de las drogas); vagamente “antisistema” y vagamente republicano; respetuoso del “derecho a decidir” (lo que sea, excepto para los que deciden fumar, usar el coche en el centro o ir a los toros, claro); y, sobre todo, mostrarse compasivo, solidario y humanitario.
Si el espejo no devuelve esa imagen –la conciencia bien limpia–, el que se mira en él no lo soporta. En los últimos meses se ha añadido otro requisito: dar la bienvenida indiscriminada a los refugiados, no importa el número ni su carácter ni su procedencia.
Y claro que hay que ayudarlos en lo posible, y dar asilo a quienes en verdad lo precisen, y claro que hay que compadecerse de las víctimas de guerras y persecuciones.
Las cosas habían de ser como ella quería, o
como se las había figurado ideal y puerilmente. ¿Cómo no iba a
cumplirse lo que había soñado?
Se quejaba de unas palabras del Ministro del Interior, que por una vez me habían parecido sensatas (quién iba a decírmelo): “Se tomarán las medidas adecuadas para evitar la posible infiltración de yihadistas” (entre las masas de asilados, se entendía).
A los pocos días, el líder del PSOE –que ganaría votos si se abstuviera de simplezas y tergiversaciones– venía a decir que, según el Ministro, los refugiados eran terroristas, algo que éste jamás dijo.
Cualquier analista está al tanto: no es que se sospeche, es que se sabe que entre las estrategias del Daesh o Estado Islámico está la de introducir yihadistas en Europa aprovechando estos éxodos a la vez organizados (por mafias) y caóticos.
Serán pocos, sin duda, y la mayoría de los refugiados serán gente desesperada e inofensiva, que sólo aspira a sobrevivir, quizá al propio Daesh tiránico que toma sus territorios. Pero, sabiéndose lo que se sabe a ciencia cierta, no veo nada reprobable, sino más bien la obligación de un Ministro, en “evitar la posible infiltración de yihadistas”.
Creer que cuantos llegan a Europa han de ser buenas personas es tan ingenuo como creer que “las víctimas siempre tienen razón”, uno de nuestros estúpidos mantras contemporáneos
. Los refugiados y las víctimas son dignos de lástima y de apoyo, pero entre los primeros habrá pésimas personas –como en todo colectivo– y entre las segundas individuos malvados o errados o idiotas, que en modo alguno tendrán razón.
La remitente de esa carta no soportaba que el Ministro aguafiestas, con su advertencia, le empañara el retrato-fantasía de su espejo:
“No pongamos trabas, por favor, y hagamos lo que toca, ayudar”, le recriminaba. “No seamos otra patada a este drama humanitario”, y lo asimilaba a la periodista húngara histérica, la de las zancadillas
. Es decir, ni consideremos que pueda haber terroristas camuflados en la riada. Y si los hubiera, que tampoco a ellos se les impida la entrada.
elpaissemanal@elpais.es
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