Muchos ciudadanos de nuestro país, cuando se miran al espejo sólo admiten ver esa composición idealizada.
Lo conté alguna vez, me disculpo con los memoriosos.
Hace ya muchos años vi como anomalía personal lo que ahora me parece, por desgracia, normalidad colectiva.
Una joven me pidió que le leyera un manuscrito. Como siempre hago en estas ocasiones, le dije que no leía inéditos, entre otras razones porque no deseo que nadie dé a mi opinión más importancia de la que tiene, y que es exactamente la misma que la de cualquier otra persona; y tampoco me gusta cargar con la responsabilidad –de ser mi juicio negativo– de desanimar a quien busca ser publicado por vez primera.
La joven no se dio por contenta, e insistió más allá de lo razonable y educado.
Le aduje más motivos, y ninguno le hacía mella.
Seguía insistiendo, y aun pasó a hacerlo en persona, en la Feria.
Su argumento último –y para ella inapelable– era este: “Pero es que a mí me hace mucha ilusión que usted lo lea”.
Intenté hacerle ver que, para que se produzca algo entre dos, no basta con la desmesurada ilusión de uno, sino que hace falta el acuerdo del otro.
Nunca acabó de entenderlo, de estar convencida: su voluntad estaba por encima de todo, hasta el punto de que la mía contaba poco o nada.
Las cosas habían de ser como ella quería, o como se las había figurado ideal y puerilmente.
¿Cómo no iba a cumplirse lo que había soñado?
Achaqué tal actitud a la edad, a las dificultades de muchos jóvenes para ir aceptando los contratiempos de la vida cuando empiezan a aparecérseles, por lo general tras una infancia mimada y en la que los padres les han evitado todas las “frustraciones”.
Pero creo que me equivocaba, y que aquello no era más que un síntoma de la evolución de nuestras sociedades, que además afecta a gente de cualquier edad.
Muchos ciudadanos de nuestro país (pero no sólo del nuestro) se han dibujado un retrato-fantasía de sí mismos.
Cuando se miran al espejo sólo admiten ver esa composición idealizada, y con frecuencia necesitan o exigen que sus gobernantes y compatriotas se amolden también a ese retrato y sean armónicos con él, para que “el cuento acabe bien” y su ideal salga triunfante; y de ahí que a menudo no consientan la discrepancia, ni la objeción ni la pega.
Un prototipo de retrato-fantasía (bastante predominante, o por lo menos extendido) es el que obliga a ser amante de los animales por encima de todo (y a tener perro o gato); defensor a ultranza de la naturaleza (como si ésta, no contenida, no fuera causante de catástrofes sin cuento); fanático de la bici (aun en perjuicio de los peatones, que son quienes menos contaminan); enemigo de la tauromaquia (esto por fuerza), y del tabaco y del alcohol y de la carne (aunque no tanto de las drogas); vagamente “antisistema” y vagamente republicano; respetuoso del “derecho a decidir” (lo que sea, excepto para los que deciden fumar, usar el coche en el centro o ir a los toros, claro); y, sobre todo, mostrarse compasivo, solidario y humanitario.
Si el espejo no devuelve esa imagen –la conciencia bien limpia–, el que se mira en él no lo soporta. En los últimos meses se ha añadido otro requisito: dar la bienvenida indiscriminada a los refugiados, no importa el número ni su carácter ni su procedencia.
Y claro que hay que ayudarlos en lo posible, y dar asilo a quienes en verdad lo precisen, y claro que hay que compadecerse de las víctimas de guerras y persecuciones.
Leí, sin embargo, una carta en este diario que me llevó a acordarme
de aquella joven literata de hace unos veinte años.
Se quejaba de unas palabras del Ministro del Interior, que por una vez me habían parecido sensatas (quién iba a decírmelo): “Se tomarán las medidas adecuadas para evitar la posible infiltración de yihadistas” (entre las masas de asilados, se entendía).
A los pocos días, el líder del PSOE –que ganaría votos si se abstuviera de simplezas y tergiversaciones– venía a decir que, según el Ministro, los refugiados eran terroristas, algo que éste jamás dijo.
Cualquier analista está al tanto: no es que se sospeche, es que se sabe que entre las estrategias del Daesh o Estado Islámico está la de introducir yihadistas en Europa aprovechando estos éxodos a la vez organizados (por mafias) y caóticos.
Serán pocos, sin duda, y la mayoría de los refugiados serán gente desesperada e inofensiva, que sólo aspira a sobrevivir, quizá al propio Daesh tiránico que toma sus territorios. Pero, sabiéndose lo que se sabe a ciencia cierta, no veo nada reprobable, sino más bien la obligación de un Ministro, en “evitar la posible infiltración de yihadistas”.
Creer que cuantos llegan a Europa han de ser buenas personas es tan ingenuo como creer que “las víctimas siempre tienen razón”, uno de nuestros estúpidos mantras contemporáneos
. Los refugiados y las víctimas son dignos de lástima y de apoyo, pero entre los primeros habrá pésimas personas –como en todo colectivo– y entre las segundas individuos malvados o errados o idiotas, que en modo alguno tendrán razón.
La remitente de esa carta no soportaba que el Ministro aguafiestas, con su advertencia, le empañara el retrato-fantasía de su espejo:
“No pongamos trabas, por favor, y hagamos lo que toca, ayudar”, le recriminaba. “No seamos otra patada a este drama humanitario”, y lo asimilaba a la periodista húngara histérica, la de las zancadillas
. Es decir, ni consideremos que pueda haber terroristas camuflados en la riada. Y si los hubiera, que tampoco a ellos se les impida la entrada.
elpaissemanal@elpais.es
Hace ya muchos años vi como anomalía personal lo que ahora me parece, por desgracia, normalidad colectiva.
Una joven me pidió que le leyera un manuscrito. Como siempre hago en estas ocasiones, le dije que no leía inéditos, entre otras razones porque no deseo que nadie dé a mi opinión más importancia de la que tiene, y que es exactamente la misma que la de cualquier otra persona; y tampoco me gusta cargar con la responsabilidad –de ser mi juicio negativo– de desanimar a quien busca ser publicado por vez primera.
La joven no se dio por contenta, e insistió más allá de lo razonable y educado.
Le aduje más motivos, y ninguno le hacía mella.
Seguía insistiendo, y aun pasó a hacerlo en persona, en la Feria.
Su argumento último –y para ella inapelable– era este: “Pero es que a mí me hace mucha ilusión que usted lo lea”.
Intenté hacerle ver que, para que se produzca algo entre dos, no basta con la desmesurada ilusión de uno, sino que hace falta el acuerdo del otro.
Nunca acabó de entenderlo, de estar convencida: su voluntad estaba por encima de todo, hasta el punto de que la mía contaba poco o nada.
Las cosas habían de ser como ella quería, o como se las había figurado ideal y puerilmente.
¿Cómo no iba a cumplirse lo que había soñado?
Achaqué tal actitud a la edad, a las dificultades de muchos jóvenes para ir aceptando los contratiempos de la vida cuando empiezan a aparecérseles, por lo general tras una infancia mimada y en la que los padres les han evitado todas las “frustraciones”.
Pero creo que me equivocaba, y que aquello no era más que un síntoma de la evolución de nuestras sociedades, que además afecta a gente de cualquier edad.
Muchos ciudadanos de nuestro país (pero no sólo del nuestro) se han dibujado un retrato-fantasía de sí mismos.
Cuando se miran al espejo sólo admiten ver esa composición idealizada, y con frecuencia necesitan o exigen que sus gobernantes y compatriotas se amolden también a ese retrato y sean armónicos con él, para que “el cuento acabe bien” y su ideal salga triunfante; y de ahí que a menudo no consientan la discrepancia, ni la objeción ni la pega.
Un prototipo de retrato-fantasía (bastante predominante, o por lo menos extendido) es el que obliga a ser amante de los animales por encima de todo (y a tener perro o gato); defensor a ultranza de la naturaleza (como si ésta, no contenida, no fuera causante de catástrofes sin cuento); fanático de la bici (aun en perjuicio de los peatones, que son quienes menos contaminan); enemigo de la tauromaquia (esto por fuerza), y del tabaco y del alcohol y de la carne (aunque no tanto de las drogas); vagamente “antisistema” y vagamente republicano; respetuoso del “derecho a decidir” (lo que sea, excepto para los que deciden fumar, usar el coche en el centro o ir a los toros, claro); y, sobre todo, mostrarse compasivo, solidario y humanitario.
Si el espejo no devuelve esa imagen –la conciencia bien limpia–, el que se mira en él no lo soporta. En los últimos meses se ha añadido otro requisito: dar la bienvenida indiscriminada a los refugiados, no importa el número ni su carácter ni su procedencia.
Y claro que hay que ayudarlos en lo posible, y dar asilo a quienes en verdad lo precisen, y claro que hay que compadecerse de las víctimas de guerras y persecuciones.
Las cosas habían de ser como ella quería, o
como se las había figurado ideal y puerilmente. ¿Cómo no iba a
cumplirse lo que había soñado?
Se quejaba de unas palabras del Ministro del Interior, que por una vez me habían parecido sensatas (quién iba a decírmelo): “Se tomarán las medidas adecuadas para evitar la posible infiltración de yihadistas” (entre las masas de asilados, se entendía).
A los pocos días, el líder del PSOE –que ganaría votos si se abstuviera de simplezas y tergiversaciones– venía a decir que, según el Ministro, los refugiados eran terroristas, algo que éste jamás dijo.
Cualquier analista está al tanto: no es que se sospeche, es que se sabe que entre las estrategias del Daesh o Estado Islámico está la de introducir yihadistas en Europa aprovechando estos éxodos a la vez organizados (por mafias) y caóticos.
Serán pocos, sin duda, y la mayoría de los refugiados serán gente desesperada e inofensiva, que sólo aspira a sobrevivir, quizá al propio Daesh tiránico que toma sus territorios. Pero, sabiéndose lo que se sabe a ciencia cierta, no veo nada reprobable, sino más bien la obligación de un Ministro, en “evitar la posible infiltración de yihadistas”.
Creer que cuantos llegan a Europa han de ser buenas personas es tan ingenuo como creer que “las víctimas siempre tienen razón”, uno de nuestros estúpidos mantras contemporáneos
. Los refugiados y las víctimas son dignos de lástima y de apoyo, pero entre los primeros habrá pésimas personas –como en todo colectivo– y entre las segundas individuos malvados o errados o idiotas, que en modo alguno tendrán razón.
La remitente de esa carta no soportaba que el Ministro aguafiestas, con su advertencia, le empañara el retrato-fantasía de su espejo:
“No pongamos trabas, por favor, y hagamos lo que toca, ayudar”, le recriminaba. “No seamos otra patada a este drama humanitario”, y lo asimilaba a la periodista húngara histérica, la de las zancadillas
. Es decir, ni consideremos que pueda haber terroristas camuflados en la riada. Y si los hubiera, que tampoco a ellos se les impida la entrada.
elpaissemanal@elpais.es