Todos quieren sentarse y disfrutar de las vistas sobre los acantilados de Loiba, en Lugo.
Un viaje que comienza en Burela y puede seguir hasta la playa de las Catedrales.
Lleva un casco y grita: “Más vale ciento volando que pájaro en mano, más vale ciento volando…” El lema para una nueva utopía.
El niño lo dice en perfecto gallego porque Burela representa un modelo de escuela trilingüe en el que muchos quieren mirarse.
Burela, en la Mariña lucense, no es un pueblo turístico en el sentido publicitario de la palabra
. Tiene playas enlazadas por un paseo marítimo, un pequeño barrio de pescadores, bellas vistas desde el Castillo y fantasmagóricas formaciones geológicas en un mar a menudo brumoso
. Pero, sobre todo, Burela tiene un puerto con su lonja y su punto de reunión de viejos pescadores —“La Moncloa”, lo llaman—, sus pesqueros y un barco museo, el Reina del Carmen, donde nos familiarizamos con la pesca del bonito.
Podemos degustarlo en restaurantes como Casa Miranda, en pleno puerto, donde también ofrecen arroces y mariscos
. En Os Remos un amabilísimo patrón nos atiende casi a las doce de la noche: fríe calamares y hierve unas rodajas de merluza
. A su lado, el hotel Galatea es cómodo, limpio, asequible y con unos desayunos portentosos: napolitana de chocolate, cruasán a la plancha con jamón y queso, mantequilla y mermelada, tostada de centeno o de trigo con aceite y tomate, magdalenas…
Recuerdo otros desayunos gallegos de mi infancia.
No comíamos mucho y la señora que nos atendía protestaba: “¿Están ustedes enfermos?”
Desde Burela se pueden hacer un par de excursiones magníficas.
La primera nos lleva hasta los acantilados de Loiba, donde se sitúa “el banco más bonito del mundo”, un fenómeno viral que comenzó con una simple inscripción hecha por unos visitantes en el respaldo del banco —The best bank in the world (el mejor acantilado del mundo)— y que se multiplicó cuando el proyecto TWAN, de la Unesco, destacó una fotografía del cielo estrellado —con banco incluido— como una de las imágenes de astros más bellas del año.
Desde el banco se ven los acantilados de Ortegal, Estaca de Bares, la playa de Picón, el mar sobre cuyas olas hacen equilibrios los surfistas, los temibles filos oscuros de las rocas y el dulce tapiz del amoratado brezo, el tojo y la hierba de namorar.
Regresando a Burela, paramos en el punto más septentrional de la Península, el cabo de Estaca de Bares, separación de Atlántico y Cantábrico.
Su faro aún lo maneja un farero; alrededor de la casa hay troncos en cuyo corazón se descubren, esculpidos, una lechuza o un lagarto
. Una edificación blancuzca, la ruina de una antigua instalación militar, interrumpe la panorámica del cabo.
Hay que hacer una parada en el hotel Semáforo de Bares: las vistas son maravillosas, pero además los jardines están cuajados de esas hortensias azules inseparables del paisaje gallego
. Seguimos hasta la ría que separa O Barqueiro y O Vicedo.
Un puente metálico y verde, construido por un discípulo de Eiffel, marca un punto de infausta memoria para los gallegos republicanos: contra los muros de una casa que aún existe eran fusilados y arrojados al mar, que devolvía sus cadáveres al otro lado de la ría.
Un monolito con flores rojas, amarillas y moradas ofrece testimonio del horror en un lugar hermoso. Huele a mar y a laurel.
En el puerto de Vicedo, Hilda Farfante, maestra e hija de maestros republicanos asesinados, nos invita a beber una cerveza en la terraza de su casa.
La playa de Vidreiro queda a nuestros pies. En O Porto de O Barqueiro, la luna está llenísima y nos quitamos la pena con un buen pulpo, una sepia en salsa, el típico raxo y patatas, muchas patatas fritas… De camino a Burela dejamos pendiente la visita a Viveiro, Celeiro, Xove.
Una maravilla en bajamar
La otra excursión que emprendemos desde Burela nos lleva a Ribadeo, límite entre Galicia y Asturias, donde admiramos el barrio indiano de San Roque, y las viviendas y el puerto marinero de Rinlo. En la plaza de España la torre de los Moreno, actualmente en rehabilitación, crea la fantasía de que nos encontramos en un lugar incluso más legendario que esta Galicia de leyendas.
La torre contrasta con el palacio neoclásico de los Ibáñez, sede del ayuntamiento.
Por la carretera de la costa se llega a la joya de las playas lucenses.
La metáfora no es una exageración: las formaciones geológicas de la playa de las Catedrales, declarada monumento natural en 2005, son una ciudad de ciencia-ficción, a la que solo se puede descender en bajamar.
Las olas hacen del paisaje lo que es, carcomiendo la roca, laminándola, adornándola con ollos, furnas y bufaderos, fracturando el esquisto y la pizarra, como si existiese un proyecto preconcebido. Pero es la azarosa violencia de la naturaleza la razón de una hermosura sublime.
Esta es una playa de contemplación, no de flotador y tartera; sin embargo, en su acceso hay puestos de artesanía, gaiteros, una cafetería…
Nuestro viaje acaba en el interior, en Mondoñedo
. Comemos mejor que el famoso arzobispo y visitamos el seminario, palacios e iglesias, la fuente, las numerosas sedes de O rei das tartas —singularísimo personaje inventor de la torta de Mondoñedo—, una casa con las típicas vidrieras que “se vende o se cambia” y, por fin, compartimos la vista de la catedral con la estatua de Cunqueiro, que cruza las piernas y tiene a su lado una manzana bien abrillantada.
Marta Sanz es autora de la novela Daniela Astor y la caja negra (Anagrama).