De cómo la nihilista y profética película protagonizada por Brad
Pitt descubrió a toda una generación que el mundo era un lugar muy
turbio.
Fue como hacerse mayor en las dos horas y siete minutos que dura la
película.
Para la generación de los ahora treintañeros, les pilló en la
adolescencia.
A otros un poco más mayores. El resultado fue el mismo: un
shock.
Las imágenes turbias, el mensaje nihilista, la visión
sombría de la vida, la sangre, la posibilidad de que existiera alguien
capaz de matar de ese modo, la locura.
Después de verla, la vida de
estos espectadores ya no fue la misma, con uno de los mensajes de la
película golpeando los inocentes cerebros: "El que esté libre de pecado
que tire la primera piedra".
Veinte años han pasado y Seven
(1995, dirigida en por David Fincher y protagonizada por Brad Pitt,
Morgan Freeman, Kevin Spacey y Gwyneth Paltrow) conserva intacta su
poder de seducción.
Su visionado sigue encogiendo el alma del espectador
y su influencia llega hasta nuestros días en éxitos como la serie
True Detective.
Tras el éxito de
El silencio de los corderos (1991), Hollywood se quedó tan aturdido por la ferocidad de su planteamiento que tardó cuatro años en producir otro
psicothriller.
Seven
era una persecución en teoría convencional sacudida por una atmósfera y
unos personajes tan lúgubres y taciturnos, tan despojados de humanidad o
esperanza que parecía una película post-11S (movimiento cuyo mayor
exponente sería
El caballero oscuro), si no fuera porque
Seven se estrenó en 1995, el mismo año que
Babe, el cerdito valiente y
Apolo 13.
Precisamente por eso, esta película siniestra era una rareza en medio
de los entrañables años 90.
Una extravagancia de la que todo el mundo
salía sobrecogido, incluso los que éramos demasiado jóvenes y nos la
tenían que contar nuestros hermanos mayores.
Un fenómeno que la llevó a
ser la séptima
(jeje) película más taquillera del año.
20 años después, el imaginario colectivo sigue recordándola como una
obra que retrata (o más bien predice) salvajemente la crisis de valores
del cambio de siglo en medio de la década más apacible de la historia
del cine.
Una película visionaria que además juega con armas prestadas
de otros géneros para establecer un nuevo canon en el cine policíaco y
zarandear las reglas de Hollywood.
El público y la industria no
volverían a ser los mismos.
Brad Pitt tenía agallas
El mayor
sex-symbol masculino de los 90 disfrutaba de una
imagen aseada y casi etérea que celebraba el triunfo del sueño americano
mientras desayunaba cereales y
pancakes.
Su papel de asesino en serie en
Kalifornia (Dominic Sena, 1993) fue enterrado con un estreno tardío y minoritario
.
Seven
encerró al niño bonito de América (32 años cuando la rodó) en un
infierno perverso sin escapatoria posible
. La interpretación del
detective David Mills fue su primer reto dramático en una película sin
concesiones para su imagen pública por la que sí cobró como una estrella
(7 millones de dólares, 6,27 mill €). Pitt no se limitó a interpretar:
gracias a su insistencia el filme mantuvo su final, en contra del
estudio al que le horrorizaba un desenlace tan deprimente para el mayor
ídolo adolescente del momento.
Pero qué memorable.
Brad Pitt aún se mostraba
constreñido por su físico: la gente tan guapa está constantemente
preocupada por seguir estándolo, como ese amigo que siempre sale con la
misma cara en Instagram. Por eso su coraza de tipo chungo resulta algo
plástica (decir “fuck” 74 veces no es suficiente), tras lo cual volvió a
sus anuncios de champú de dos horas (
Siete años en el Tibet, 1997;
¿Conoces a Joe Black?, 1998).
Pero el germen de la obstinación luchó por regresar precisamente cuando el director de
Seven, David Fincher, corrompió su belleza en
El club de la lucha (1999), y la carrera de Pitt nunca volvió a ser complaciente.
Por fin nos aprendimos los pecados capitales
Todas aquellas horas de catequesis memorizando mandamientos,
oraciones y pecados no fueron tan efectivas como los 127 minutos que
dura
Seven.
El catolicismo siempre ha tendido a usar imaginería
sangrienta para atemorizarnos, pero no para aleccionar.
Lejos de
repetir la técnica 7 veces, cada nuevo crimen propone un nuevo giro
rocambolesco, mostrándonos fugazmente las carnicerías y haciéndonos
sentir culpables por desear que los planos duren un par de segundos más.
Por sórdido que resulte, el guion de Andrew Kevin Walker (
Sleepy Hollow,
Asesinato en 8mm) logra finalmente transmitir el mensaje condescendiente (imitado en
Saw -James Wan, 2004-) que el asesino persigue con su plan.
Un policía recién casado y otro a punto de jubilarse garantizan problemas
La estructura de las “pelis de colegas” pide que uno sea introvertido y otro parezca sacado de
El club de la comedia
.
Generalmente son de razas distintas y, si les separan más de 20 años,
es que un asesino en serie está al caer.
Los detectives Mills (Brad
Pitt) y Somerset (Morgan Freeman) no se hacen amigos mediante
entrañables escenas desayunando huevos revueltos, no dejan de ser
radicalmente distintos en ningún momento, pero aprenden a trabajar
juntos en su objetivo común de limpiar el mundo de putrefacción moral.
De hecho, el espectador no se da cuenta de cuánto se aprecian hasta la
última escena
. Eso a veces también pasa en la vida. Eso es un guion bien
escrito.
El futuro del cine estaba en manos de la generación MTV
Los 90 supusieron el final de los directores de cine que se habían
forjado trasteando con el Cinexín y las cámaras Super-8.
Era la época de
forrarse en el mundo de la publicidad y los
videoclips e
irrumpir en Hollywood como un elefante en una cacharrería: con mucho
nervio, un frenético montaje de planos cortos, colorido extremo en la
fotografía y referencias constantes a la cultura pop (recordemos frases
como:
"Jodie Foster me obligó a hacerlo", “eres la película de la semana, eres como mucho una camiseta”).
'Seven' encerró a Brad Pitt, el niño bonito de
América, en un infierno perverso sin escapatoria posible.
Fue su primer
reto dramático en una película sin concesiones para su imagen pública
por la que sí cobró como una estrella
Nadie quería clásicos que trascendiesen generaciones, pues el nuevo
público vivía solo en el presente, en el siguiente anuncio.
Los
espectadores se habían criado con cientos de estímulos bombardeándoles a
la vez y podían asimilar estrambóticos giros de guion, diálogos
eufóricos y hasta planos intercalados (de un pene gigante, en el caso de
El club de la lucha, o de la cara de Paltrow, al final de
Seven).
El director David Fincher era el responsable de los dos
videoclips que mejor encapsulan la sensualidad de los primeros años 90:
Vogue, de Madonna (androginia, ventiladores y sujetadores de cono), y
Freedom, de George Michael
(supermodelos, frigoríficos abiertos a medianoche y fresas con nata).
Aportó su exultante pulso narrativo a preocupaciones sobre cómo es más
fácil ser un ser humano repugnante que no serlo mientras el resto de la
generación MTV (Spike Jonze, Spike Lee o Michael Bay) seguían caminos
diferentes pero igualmente apabullantes visualmente.
Hay algo satisfactorio en ver sufrir a Gwyneth Paltrow
En
Sexo en Nueva York un personaje aseguraba que “hoy en día
todo el mundo va al psicoanalista, incluso Gwyneth Paltrow”. “¿Cuál es
su problema?”, respondía Carrie Bradshaw, “¿se gusta demasiado a sí
misma?”.
Paltrow consigue que se note que se cree mejor que los demás en
cualquier cosa que haga, desde juzgar a Iron-Man hasta ponerle a sus
hijos Apple y Moses
. Esta fue su primera película importante, en la que
aún le llamábamos “la novia de Brad Pitt”, y aunque no supiéramos quién
era ya nos aburrían sus problemas de clase media. 20 años después el
científico Timothy Caulfield se vio obligado a escribir el libro
¿Está Gwyneth Paltrow equivocada en todo?
para desmentir los consejos de vida sana que Gwyneth recomienda, desde
alimentarse solo con limonada hasta vaporizarse la vagina
. Alguien tenía
que poner fin a esta locura.
Morgan Freeman nunca te juzga
En las docenas de películas en las que aparece Freeman, siempre
explota esa habilidad innata para lograr que todo lo que dice parezca la
verdad absoluta.
¿Quién podría contradecir a Morgan Freeman?
No ha hecho nada malo en 30 años de carrera
. En las antípodas de la
diarrea verbal del detective Mills, William Somerset, su personaje, no
da su opinión sobre nada que no sea la investigación.
No es que no tenga
opiniones, pero ha aprendido a no compartirlas si nadie le pregunta
antes
. La destrucción de ambos detectives parece inevitable, dejando a
un Somerset como un guerrero a pesar de sí mismo (como Buffy, Batman o
la Elsa de
Frozen), ese concepto que tan de moda está 20 años después en todas partes.
Su influencia salpica a 'True Detective'
Hollywood y su público tienen una relación simbiótica: cuando algo
nuevo triunfa, el público quiere más de lo mismo, y Hollywood está
encantado de no tener que pensar nuevas ideas.
Desde Psicosis (1960),
los asesinos en serie funcionan en el cine por mera anticipación.
El
espectador sabe que habrá más asesinatos, y siente una repugnante
curiosidad por descubrir cuándo y sobre todo cómo van a suceder
. Narrar
las devastadoras y obsesivas consecuencias que tendrán los crímenes en
el policía investigador (y la retorcida relación de admiración y
necesidad que establece con el asesino) es un recurso que
El silencio de los corderos y
Seven aprovecharon primero y mejor.
Un subgénero solo a veces arrebatador, pero siempre entretenido del que después llegarían
El coleccionista de huesos,
Fallen (ambas protagonizadas por un Denzel Washington, que rechazó
Seven por ser demasiado tétrica),
Zodiac,
La hora de la araña,
Copycat. Copia mortal (vaya si lo es),
Identity o
True Detective.
Ninguna ha enturbiado la conmoción que causó Seven, 20 años después: sigue siendo una de los retratos más angustiosos que el cine haya hecho de la raza humana.