20 sept 2015
Cuando tu madre se convierte en tu peor pesadilla
Buenas noches, mamá', es una película austríaca seleccionada para representar a ese país europeo en los premios Oscar.
Buenas noches mamá, es una película austriaca candidata a un
premio Oscar, relata la historia de dos jóvenes gemelos, Lukas y Elías
(Lukas y Elias Schwarz), que en pleno verano y en el interior de una
casa aislada en el campo, entre bosques y cultivos de maíz, esperan que
su madre (Susan Wuest) regrese de hacerse una cirugía plástica en la
cara.
Al volver perciben una extraña actitud de parte de ella y a partir de ahí todo cambia
. Los hermanos asustados de su madre se encierran en su mundo privado en el que dudan cada vez más de la identidad de la persona que se esconde tras los vendajes.
Este es el primer largometraje de ficción escrito y dirigido por Severin Fiala y Veronika Franz, y producido por el aclamado autor austriaco Ulrich Seidl.
El 11 de septiembre llegó a Estado Unidos y por ahora en España no hay fecha de estreno.
Al volver perciben una extraña actitud de parte de ella y a partir de ahí todo cambia
. Los hermanos asustados de su madre se encierran en su mundo privado en el que dudan cada vez más de la identidad de la persona que se esconde tras los vendajes.
Este es el primer largometraje de ficción escrito y dirigido por Severin Fiala y Veronika Franz, y producido por el aclamado autor austriaco Ulrich Seidl.
El 11 de septiembre llegó a Estado Unidos y por ahora en España no hay fecha de estreno.
Escenas veraniegas...................................................................... Javier Marías
El pasado agosto viajé por España, un país en el que cada ciudad,
cada aldea y hasta cada barrio montan festejos más o menos brutos, más o
menos despilfarradores, todos con el denominador común de lo que aquí
más priva: el ruido, el estruendo, el estrépito, sea en forma de
petardos y tracas o de la omnipresente música atronadora.
Bien, ya se sabe, es el mes de la Virgen de los Jolgorios.
Pero a la vez se ven con frecuencia escenas como la siguiente.
Un pequeño y agradable pueblo marino, asolado –como todos– por masas interesadas sólo en comer a dos carrillos (los insoportables programas de cocina de las televisiones no hacen sino reflejar la realidad de numerosos compatriotas: gente que ha dejado de lado casi cualquier inquietud para dedicarse a engullir animalescamente).
La terraza de un local, en una plaza muy grata, está de bote en bote,
pero no hay muchas personas esperando de pie a que se quede libre
alguna mesa
. Carme y yo decidimos aguardar un poco, a ver si hay suerte.
Delante sólo tenemos a un grupo, eso sí, de ocho o nueve, como son ahora todas las familias, que no se separan ni a tiros, la española pasión por el gregarismo.
Por fin se liberan las suficientes mesas (cercanas, un milagro) para juntarlas y dar cabida a la patulea. Las camareras las están preparando, y de vez en cuando se aproxima a ellas “el padre”: un tipo de cuarenta y tantos años, con aspecto innoble: pantalones de esa longitud criminal que aniquila al más apuesto, por encima o por debajo de las rodillas, y que por tanto lleva hoy todo el mundo; una camisola por fuera, a la vez holgada y prieta (quiero decir que no le contenía las grasas y sin embargo le realzaba los vergonzosos pechos que estaba desarrollando); un sombrerito ridículo; chanclas; una barriga infame que le impediría verse los pies desde hace tiempo.
Este sujeto había decidido supervisar el trabajo de las camareras, les daba órdenes impertinentes y sobre todo les ponía pegas.
No era hora ni lugar para poner ninguna, conseguir mesa para tantos era para darse con un canto en los dientes.
Regresaba a la “cola” y alardeaba de sus intervenciones ante su mujer y una cuñada (supongo), con no mejor aspecto ni tampoco más educadas.
“¿Qué les has dicho a esas tías, qué pasa?”, le preguntaban ellas.
“Qué coño les voy a decir, que no nos gusta esa mesa, que queda fuera de los toldos; que la corran para allá, no nos va a dar esta puta solanera”. Aquello era imposible, no había hueco para correr nada. “Y ni siquiera nos ponen mantel”, agregaba, “les he mandado ir por uno”.
Aquel no era sitio de manteles, si acaso de mantelitos de papel, el típico lugar de tapas y raciones. “¿Qué se creerán las tías?”, exclamaba una de las mujeres, como si estuvieran en el Ritz y les hubieran faltado al respeto, a ellos, que tenían dinero.
Porque iban hechos unos pingos, como se decía antes, faltando al respeto a cuantos tuviéramos la mala pata de verlos, pero era indudable que les sobraba el dinero.
Y a demasiada gente que aún lo conserva, en esta España depauperada, no hay manera de enseñarle modales.
Al contrario, cuanto más empobrecidos a su alrededor, más se crece y más exige y más molesta y desprecia.
No hace falta añadir que la familiola formó tal tapón con sus demandas que dimos por imposible que nos llegara alguna vez el turno.
Otra escena contradictoria y curiosa
. Como saben, hoy los niños nacionales son una especie de idolillos a los que todo se debe y por los que se desviven incontables padres estúpidos.
Están sobreprotegidos y no hay que llevarles la contraria, ni permitir que corran el menor peligro. Son muchos los casos de padres-vándalos que le arman una bronca o pegan directamente al profesor que con razón ha suspendido o castigado a sus vástagos. Pues bien, visité un lugar con muralla larga y enormemente elevada.
El adarve es bastante ancho, pero en algunos tramos no hay antepecho por uno de los lados, y los huecos entre las almenas son lo bastante grandes para que por ellos quepa sin dificultad un niño de cinco años, no digamos de menos
. El suelo es irregular, con escalones a ratos
. Es fácil tropezar y salir disparado.
Al comienzo del recorrido, un cartel advierte que ese adarve no cumple las medidas de seguridad, y que pasear por él queda al criterio y a la responsabilidad de quienes se atrevan.
Si yo tuviera niños no los llevaría allí ni loco, pero con ellos soy muy aprensivo, y los sitios altos y sin parapeto me imponen respeto, si es que no vértigo propio y ajeno.
Aquella muralla, sin embargo, era una romería de criaturas correteantes de todas las edades, y de cochecitos y sillitas con bebés o casi, no siempre sujetos con cinturón o correa.
Algunos cañones jalonan el trayecto, luego los padres alentaban a los niños a encaramarse a ellos (y quedar por tanto por encima de las almenas) para hacerles las imbéciles fotos de turno
. Miren que me gusta caminar por adarves, recorrer murallas.
Pero cada paseo se me convertía en un sufrimiento por las decenas de críos que triscaban por allí sueltos como cabras, sobre todo en los tramos sin parapeto a un lado.
A veces pienso que estos padres lo que no toleran es que a sus hijos les pase nada a manos de otros; pero cuando dependen de ellos, que se partan la crisma.
Ya echarán la culpa a alguien, que eso es lo que más importa.
elpaissemanal@elpais.es
Bien, ya se sabe, es el mes de la Virgen de los Jolgorios.
Pero a la vez se ven con frecuencia escenas como la siguiente.
Un pequeño y agradable pueblo marino, asolado –como todos– por masas interesadas sólo en comer a dos carrillos (los insoportables programas de cocina de las televisiones no hacen sino reflejar la realidad de numerosos compatriotas: gente que ha dejado de lado casi cualquier inquietud para dedicarse a engullir animalescamente).
Aquel no era sitio de manteles, si acaso de mantelitos de papel, el típico lugar de tapas y raciones
. Carme y yo decidimos aguardar un poco, a ver si hay suerte.
Delante sólo tenemos a un grupo, eso sí, de ocho o nueve, como son ahora todas las familias, que no se separan ni a tiros, la española pasión por el gregarismo.
Por fin se liberan las suficientes mesas (cercanas, un milagro) para juntarlas y dar cabida a la patulea. Las camareras las están preparando, y de vez en cuando se aproxima a ellas “el padre”: un tipo de cuarenta y tantos años, con aspecto innoble: pantalones de esa longitud criminal que aniquila al más apuesto, por encima o por debajo de las rodillas, y que por tanto lleva hoy todo el mundo; una camisola por fuera, a la vez holgada y prieta (quiero decir que no le contenía las grasas y sin embargo le realzaba los vergonzosos pechos que estaba desarrollando); un sombrerito ridículo; chanclas; una barriga infame que le impediría verse los pies desde hace tiempo.
Este sujeto había decidido supervisar el trabajo de las camareras, les daba órdenes impertinentes y sobre todo les ponía pegas.
No era hora ni lugar para poner ninguna, conseguir mesa para tantos era para darse con un canto en los dientes.
Regresaba a la “cola” y alardeaba de sus intervenciones ante su mujer y una cuñada (supongo), con no mejor aspecto ni tampoco más educadas.
“¿Qué les has dicho a esas tías, qué pasa?”, le preguntaban ellas.
“Qué coño les voy a decir, que no nos gusta esa mesa, que queda fuera de los toldos; que la corran para allá, no nos va a dar esta puta solanera”. Aquello era imposible, no había hueco para correr nada. “Y ni siquiera nos ponen mantel”, agregaba, “les he mandado ir por uno”.
Aquel no era sitio de manteles, si acaso de mantelitos de papel, el típico lugar de tapas y raciones. “¿Qué se creerán las tías?”, exclamaba una de las mujeres, como si estuvieran en el Ritz y les hubieran faltado al respeto, a ellos, que tenían dinero.
Porque iban hechos unos pingos, como se decía antes, faltando al respeto a cuantos tuviéramos la mala pata de verlos, pero era indudable que les sobraba el dinero.
Y a demasiada gente que aún lo conserva, en esta España depauperada, no hay manera de enseñarle modales.
Al contrario, cuanto más empobrecidos a su alrededor, más se crece y más exige y más molesta y desprecia.
No hace falta añadir que la familiola formó tal tapón con sus demandas que dimos por imposible que nos llegara alguna vez el turno.
Cada paseo se me convertía en un sufrimiento por las decenas de críos que triscaban por allí sueltos como cabras
. Como saben, hoy los niños nacionales son una especie de idolillos a los que todo se debe y por los que se desviven incontables padres estúpidos.
Están sobreprotegidos y no hay que llevarles la contraria, ni permitir que corran el menor peligro. Son muchos los casos de padres-vándalos que le arman una bronca o pegan directamente al profesor que con razón ha suspendido o castigado a sus vástagos. Pues bien, visité un lugar con muralla larga y enormemente elevada.
El adarve es bastante ancho, pero en algunos tramos no hay antepecho por uno de los lados, y los huecos entre las almenas son lo bastante grandes para que por ellos quepa sin dificultad un niño de cinco años, no digamos de menos
. El suelo es irregular, con escalones a ratos
. Es fácil tropezar y salir disparado.
Al comienzo del recorrido, un cartel advierte que ese adarve no cumple las medidas de seguridad, y que pasear por él queda al criterio y a la responsabilidad de quienes se atrevan.
Si yo tuviera niños no los llevaría allí ni loco, pero con ellos soy muy aprensivo, y los sitios altos y sin parapeto me imponen respeto, si es que no vértigo propio y ajeno.
Aquella muralla, sin embargo, era una romería de criaturas correteantes de todas las edades, y de cochecitos y sillitas con bebés o casi, no siempre sujetos con cinturón o correa.
Algunos cañones jalonan el trayecto, luego los padres alentaban a los niños a encaramarse a ellos (y quedar por tanto por encima de las almenas) para hacerles las imbéciles fotos de turno
. Miren que me gusta caminar por adarves, recorrer murallas.
Pero cada paseo se me convertía en un sufrimiento por las decenas de críos que triscaban por allí sueltos como cabras, sobre todo en los tramos sin parapeto a un lado.
A veces pienso que estos padres lo que no toleran es que a sus hijos les pase nada a manos de otros; pero cuando dependen de ellos, que se partan la crisma.
Ya echarán la culpa a alguien, que eso es lo que más importa.
elpaissemanal@elpais.es
Aquel niño........................................................................................................ Rosa Montero
Era esencial que se viera en toda su desolación y su crudeza la tragedia en la que estamos instalados.
No sé si cuando lean este artículo ya se habrán olvidado de la estremecedora imagen del niño ahogado.O más bien de los niños ahogados, Aylan y su hermano de cinco años.
No sé si hay estudios científicos fiables sobre cuánto tarda la opinión pública en perder el interés sobre un tema.
En los más de cuarenta años que llevo ejerciendo el periodismo, he podido constatar una y otra vez que la atención de la gente es imprecisa, mudable, vana
. Que recorre fugaz y caprichosamente la realidad de la misma manera que una ráfaga de viento recorre un campo de trigo.
Por ejemplo, estoy completamente de acuerdo con el escándalo que produce la terrible valla de los húngaros contra los refugiados; pero lo curioso es que no mostramos el mismo horror contra las otras vallas del mundo, empezando por la nuestra, esa reja atroz llena de cuchillas mutiladoras
. Y es que esa valla ya la tenemos arrumbada en el almacén de los recuerdos borrosos.
Sin embargo, creo que la imagen de aquel niño fue tan brutal que por lo menos nadará en la sopa de nuestra desmemoria un poco más: ¿tres semanas, quizá, en vez de dos? Hubo gente que consideró un exceso publicar esa foto.
Yo soy por lo general bastante reacia a la utilización de instantáneas truculentas, pero me pareció que en este caso era esencial que se viera en toda su desolación y su crudeza la tragedia en la que estamos instalados
. Porque, claro está, no son los primeros niños que fallecen
. Sin ir más lejos, en el aterrador camión de la muerte de Austria, en el que murieron asfixiadas 71 personas, había cuatro niños entre los dos y los diez años
. Esa muerte sin imágenes aún me atormenta más; esa tortura lenta y espantosa.
Pero al no tener una foto-aguijón, una foto-cuchillada, pudimos perder el recuerdo más fácilmente entre los recovecos de nuestro cerebro.
Y no es que los humanos seamos especialmente malvados, especialmente cínicos, especialmente egoístas por olvidar.
Bueno, sí, sin duda somos egoístas, pero hay un egoísmo que es necesario para sobrevivir.
Lo que quiero decir es que estar todo el rato pensando en el dolor del mundo, que es infinito, convertiría la vida en algo insoportable.
Pero claro, hay maneras de olvidar y grados de olvido.
En efecto, no podemos estar todo el día obsesionados con el horror; pero tampoco podemos pretender vivir en la mejor y más confortable de las realidades, en una cotidianidad sin ningún malestar, porque, por desgracia, el mundo que nos ha tocado vivir no es así.
Y no tenemos más remedio que aceptar nuestra cuota de incomodidad y de escozor.
Me temo que vivimos en guerra, una guerra distinta a las convencionales, pero guerra al fin.
Es decir, me temo que esto no ha hecho más que empezar
. La mitad del planeta está siendo incendiada; la mitad del mundo es un infierno, de violencia, de intolerancia y de simple y pura hambre, que es otra forma brutal de violencia.
Me parece ver la bola de la Tierra, flotando blanca y verde y azul en el espacio, recorrida por desesperadas, agónicas procesiones de hormigas que intentan salvar la vida.
Y todas convergen hacia un pequeño lugar de relativo refugio, ese territorio protegido en el que hemos tenido la bendita, azarosa, minoritaria suerte de nacer.
Igual podríamos haber nacido en Nigeria o en Siria, por ejemplo, y ahora esta vida nuestra que nos parece tan enormemente importante, tan merecedora de todos los derechos y tan esencial, estaría siendo pisada, torturada, aterrorizada, despedazada, aniquilada, robada, burlada, violada y asesinada por los Boko Haram, el EI, los esclavistas, los traficantes de personas y demás monstruos que pululan por ahí.
Así que creo que esta vez no tenemos más remedio que abandonar nuestra zona de confort y adaptarnos a la nueva realidad. Mientras escribo este artículo, en Alemania y otros países europeos, así como en algunas ciudades españolas, se están formando redes de ayuda para los refugiados.
En algunos casos la gente ofrece habitaciones o pisos gratis, es decir, se ofrece a acogerlos en sus casas, lo cual me conmueve y me avergüenza, porque yo desde luego soy incapaz de hacer algo tan generoso y tan valiente.
Pero saber que existen estos anónimos héroes civiles compensa de algún modo el horror del mundo y, sobre todo, nos obliga a los demás, a la gente normalita, a salir de nuestra pereza, a obligarnos a no olvidar la tragedia global que estamos viviendo, a exigir la implicación de nuestro Gobierno, a colaborar con tiempo, con dinero, con protestas, para paliar tanto dolor y para hacernos cargo de lo que nos corresponde.
Porque, si no lo hacemos, pronto viviremos encerrados dentro de un pequeño territorio rodeado de muros.
Es decir, pronto seremos simples prisioneros de nuestra incapacidad y nuestra indiferencia
@BrunaHusky
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