20 sept 2015
La antítesis de quien era el Hombre Perfecto.
Cary Grant: tacaño, gigoló bisexual, marido violento y enganchado al LSD. (Así lo resumio una de sus esposas)
“No lo diriges, simplemente lo pones delante de la cámara. La audiencie se identifica con su personaje de inmediato.
Representa al hombre que conocemos, nunca resulta un desconocido para nadie“
. Nada amigo de dorar la píldora, Alfred Hitchcock fue así de taxativo cuando le preguntaron su opinión sobre el más importante de su actores-fetiche, Cary Grant.
El periodista y escritor Tom Wolfe —que era bastante mejor en el primer oficio que en el segundo— dijo: “Para las mujeres, él es el único ejemplo de caballero sexy de Hollywood.
Para los hombres y las mujeres, es el único ejemplo de una figura que tanto EE UU como Occidente necesitan: el héroe romántico burgués“.
La apolinea gallardía, la franqueza que desprendía en la pantalla —en la vida real, como veremos, hay matices—, la romántica suavidad de la mirada, no desprovista de un fondo aceptablemente pícaro, y, por supuesto, las más de 60 películas que marcó con su huella, han convertido a Grant en un símbolo de dimensiones históricas.
El American Film Institute, la entidad independiente encargada de preservar el legado cultural del cine, coloca a Grant en el segundo puesto de los actores legendarios de todos los tiempos, sólo por detrás de Humphrey Bogart
. La Academia, el sindicato profesional de quienes sacan trajada de la poderosa industria de la pantalla, le otorgo en 1970 un Oscar honorario —no ganó ninguno en competición y estuvo nominado sólo dos veces—, una especie de castigo por su rebeldía pasada: se había dado de baja de la Academia en 1936 porque se negaba a estar contratado a las órdenes de un gran estudio y odiaba las “prácticas corporativistas de autopremiarse”.
Pero tras “el hombre de la ciudad de los sueños”, como algún crítico le llamó con justicia, o la “primera opción segura”, como le consideraban los mejores directores de las décadas de los años cuarenta, cincuenta y parte de los sesenta, había una persona insegura y de grandes sombras pirvadas.
Sin olvidar que casi todos los pecados han de omitirse frente al legado de las películas —algunas de ellas, inolvidables: La fiera de mi niña, Encadenados, Arsénico por compasión, Sólo los ángeles tienen alas…— , dedicamos el Cotilleando a… de esta semana a Cary Crant, nombre artístico de Archibald Alexander Leach, nacido en 1904 en una familia modesta y señalada por la tragedia de Bristol (Reino Unido), y fallecido en 1986 en una remota ciudad de Iowa (EE UU), tras sufrir una hemorrogia cerebral en medio de una gira de monólogos teatrales.
Al hacer recuento de las posesiones del cadáver encontraron en uno de los bolsillos un trozo de vulgar bramante
: Grant, el actor mejor pagado de su tiempo, lo llevaba siempre encima como recuerdo de los años de pobreza de su niñez.
No era el caso: tras la muerte, la fortuna personal de la estrella se calculó en 70 millones de dólares.
1. Las “largas vacaciones” de mamá. Cuando tenía nueve años, Elias James Leach (1873–1935), el padre, le dijo al niño Archie, hijo único, que su madre, Elsie Maria Kingdon (1877–1973), se había ido de casa para unas “largas vacaciones”.
Lo cierto era que Leach la había internado en un sanatorio mental para irse con otra y porque la mujer sufría una depresión clínica severa tras la muerte de un primer hijo, que desarrolló una gangrena tras pillarse un dedo con una puerta mientras estaba al cuidado de la madre, que nunca superó el convecimiento de que la culpa le correspondía.
Grant creció convencido de que su madre estaba muerta, hasta que en 1933, tras una conversación alcohólica con su padre, éste le confesó la verdad
. En la sala de visitas de una tétrica institución mental, Elsie (56 años) y su hijo (30) se vieron por primera vez tras veinte años.
Ella le trató como a un crío de nueve.
El actor, que ya era famoso, trasladó a la madre a una residencia privada, donde ella moriría, dos semanas después de cumplir 95, mientras dormía la siesta.
Grant nunca quiso dar demasiados detalles en público sobre su infancia desgraciada e incluso la falseó, haciéndose pasar por hijo de una familia con tradición teatral y dedicada a “prósperos negocios”.
2. Apuesta máxima: dos dólares.
Las cicatrices internas de la soledad y el sentimiento de abandonó que sufrió al vivir sin padres en el gris y portuario Bristol nunca curaron del todo.
Grant, que padeció varias crisis relacionadas con el consumo inmoderado de alcohol, confundió durante toda su vida el dinero con la felicidad y la autoestima con la riqueza.
El miedo a volver a ser pobre poblaba sus pesadillas y recibió sesiones de psicoanálisis para intentar evitarlas.
Fue uno de los grandes tacaños de su tiempo —le apasionaban las carreras de caballos y las apuestas, pero nunca invertía más de un par de dólares a la vez—, temía revelar lo que ganaba —que era mucho, unos tres millones de dólares por película en los años sesenta, cuando era el actor mejor pagado de Hollywood— y se quejaba siempre que podía de la presión fiscal (“el gobierno se queda con 81 centavos de cada dólar que gano, pero soy uno de esos tipos afortunados que ganan muchos dólares, todos con una marca que indica ’19 centavos para Grant’
. ¡No está mal!”, dijo en una entrevista).
3. El mejor gigoló de Nueva York. En sus primeros años en EE UU, cuando intentaba labrarse una carrera en los musicales y dramas de Broadway, Grant fue vendedor de corbatas, hombre anuncio y gigoló de damas y caballeros de la alta sociedad, practicando la bisexualidad que años más tarde, cuando era un divo, intentó ocultar pese a que era comidilla pública (la deslenguada Marlene Dietrich declararía en una entrevista que el comportamiento sexual de Grant merecía un “suspenso, por marica”).
El actor aprovechó el trabajo de escort para aprender buenas maneras y formas de protocolo y comportamiento.
Llegó ser considerado como el mejor gigoló de Nueva York y protagonizó algunas escandalosas escenas de celos con uno de sus amantes, el diseñador Orry-Kelly.
Algunas de las biografías sobre Grant aseguran que era el empleado estrella de la próspera agencia de acompañantes masculinos que dirigía la actriz Mae West, la inolvidable autora de frases bomba como: “Cuando soy buena, soy buena; pero cuando soy mala, soy mucho mejor”.
La bisexualidad de Grant, que él nunca admitió aunque tampoco trató de ocultar, fue objeto de solaz para la prensa dedicada al cine, que sacaba partido a su continúa presencia en fiestas con el actor gay Randolph Scott —que también era una de las pocas personas en las que confiaba en asuntos financieros— y los intentos infructosos de llevarse a Grant a la cama de algunas de sus compañeras de reparto, como Carole Lombard y Tallulah Bankhead
. Para compensar, los estudios Paramount, los principales clientes del actor, inundaron las revistas con montajes periodísticos sobre sus presuntas dotes como amante de mujeres (“El atleta consumado”, se titulaba uno de estos reportajes de ficción).
4. Un marido “hostil e irracional”. Pese a la leyenda sobre su preferencia por el sexo con hombres, Grant se casó cinco veces.
Las relaciones acabaron mal en cuatro de los casos.
Su primera mujer fue Virginia Cherrill, actriz que interpretaba a la vendedora de flores ciega en Luces de la ciudad (Charlie Chaplin, 1931).
Se casaron en 1934 y se divorciaron al año siguiente, en un proceso escabroso.
Ella acusó a Grant de malos tratos, que no fueron probados, beber en exceso, amenazarla y de darle 125 dólares al mes.
“Eso le bastaba y le sobraba antes de conocerme”, dijo el actor en el juicio con su acostumbrado carácter roñoso.
El juez le adjudicó a la mujer la mitad de los bienes de la sociedad de gananciales, valorados en unos 50.000 dólares.
En 1942 Grant contrajo matrimonio con la multimillonaria Barbara Wollworth Hutton, conocida como la Pobre niña rica por su azarosa vida sentimental.
Firmaron un acuerdo prenupcial que establecía con claridad lo que cada uno de los cónyuges aportaba y se divorciaron por las buenas en 1945.
Con la tercera esposa, la actriz Betsy Drake, la unión fue más duradera (1949-1962).
Tras el divorcio ella se convirtió en terapeuta new age.
En 1965 Grant se casó con la también actriz Dyan Cannon.
Tuvieron una hija, Jennifer Grant, la única descendiente biológica del actor, y se divorciaron en un amargo proceso en 1966.
Cannon acusó a su marido de ser violento, pegarle, tener ataques de ira, encerrarla en el armario y prohibirle usar ropa “demasiado corta”.
La sentencia calificó a Grant de “hostil e irracional”. En 1981, el actor protagonizó su última ceremonia nupcial, con Barbara Harris, relaciones públicas de un hotel y 47 años más joven que su marido.
5. Affaire español con Sophia.
Uno de los grandes romances de Grant ocurrió en territorio español, en Segovia y durante el rodaje del drama bélico ambientado en las guerras napoleónicas Orgullo y pasión (Stanley Kamer, 1957). Grant y su compañera de reparto Sophia Loren mantuvieron un tórrido affaire que incluso despertó los celos del otro actor principal, Frank Sinatra, quien en una explosión de ardor muy apropiada a su caracter mucho macho llamó a su rival “madre Grant” en presencia de la chica. Grant, que entonces estaba casado con Betsy Drake, le prometió a la actriz italiana un divorcio rápido y le propuso matrimonio, pero ella le recordó que, aunque le gustaba lo que vivían y se sentía confundida por las emociones, estaba prometida con el productor italiano Carlo Ponti.
La aventura apareció en la prensa y Drake voló a España para intentar no perder a Grant.
Para regresar a los EE UU se embarcó en el trasatlántico de lujo Andrea Doria, que se hundió dos horas antes de llegar a Nueva York tras chocar con otro crucero.
Fue el peor desastre marítimo en tiempo de paz tras el del Titanic. Drake no sufrió heridas, pero las joyas que había llevado a España para lucirlas ante su marido acabaron en el fondo del Atlántico.
Estaban valoradas en 200.000 dólares
. Grant no abandonó el rodaje —y el flirteo con Loren— para consolar a su naúfraga esposa.
6. Tripi Grant. “He herido a todas las mujeres que he amado.
Fui un completo farsante (…) Ahora por primera vez en mi vida soy sincera, profunda y verdaderamente feliz“, declaró Cary Grant a un periodista en 1957.
¿Qué había ocurrido? ¿Cuál fue el detonante de la locuacidad desconocida en un hombre parco en palabras y, sobre todo, la causa de tanta plenitud?
La respuesta tiene que ver con la química.
Desde ese año el actor empezó a tomar, primero bajo control médico y luego por su cuenta y riesgo, LSD, ácido, la droga psicodélica de síntesis descubierta en 1938 y no declarada ilegal hasta 1968. Le gustó tanto que tomó al menos un tripi al día durante años.
A la ceremonia le llamaba “mi hora del té”. En 1961 dijo: “Siento que ahora me comprendo realmente a mí mismo.
Antes no era así. Y al no comprenderme a mí mismo, ¿cómo esperar comprender a los demás? Sencillamente, he vuelto a nacer”
. Con más de 50 años de edad, Grant creyó encontrar en los ácidos, cuyo apostolado asumió con una vehemencia cándida, una verdad superior de trascendencia —se empeñó en tener hijos para colmarla— y una “conexión” que nunca había experimentado con su yo interior.
La afición, que dejó de ser placentera cuando se hizo compulsiva, fue utilizada contra Grant por la prensa amarillista y por algunas de sus esposas en los procesos de divorcio.
Dyan Cannon dijo que viendo por televisión una ceremonia de entrega de los Oscar bajo los efectos del ácido, Grant destrozó el mobiliario de la habitación por la rabia de no haberlo obtenido.
Pobre e Infeliz Grant y en el cine fue todo lo contrario, chistoso amable, sus gestos se hicieron famosos, tenía muchas caras, Yo me llevo a La Novia era ella o Sospecha.
El hombre al que amó Cary Grant............................................................ Irene Crespo
Orry-Kelly, ganador de tres Oscar por su trabajo como diseñador de vestuarios, fue pareja del gran actor. Su historia sale ahora a la luz en un documental.
Cary Grant, Tony Curtis, George Cukor y Billy Wilder
portaron su féretro en 1964. Jack Warner, el poderoso presidente de
Warner Bros, leyó su panegírico.
Y, sin embargo, hoy pocos reconocen el nombre de Orry-Kelly
. Incluso dentro de Hollywood
. Es lo que le pasó a Gillian Armstrong, que como directora veterana (Mujercitas) y australiana jamás había oído hablar de su compatriota.
“Cuando empecé a leer sobre él no me lo podía creer: hasta el año pasado, cuando Catherine Martin le superó, Orry-Kelly era el australiano con más Oscar de la historia, tres, ganados por el vestuario Un americano en París, Las Girls y Con faldas y a lo loco; fue el diseñador de Casablanca, El halcón maltés, trabajó con Bette Davis, con Natalie Wood, con Jane Fonda”, cuenta Armstrong.
La directora presentó esta semana en el Festival de Toronto el documental Women He’s Undressed (Las mujeres que desvistió) dedicado a la figura de este nombre olvidado en las costuras de la meca del cine.
“Me entró curiosidad por saber cómo lo hizo, qué tenía de especial; y, al mismo tiempo, quería reivindicar este arte, porque la gente no se da cuenta de lo que importante que es el vestuario en el cine”, dice Armstrong.
Las grandes divas del cine mantenían estrechas relaciones con sus diseñadores de vestuario. “Orry y Bette Devis, por ejemplo, eran muy cercanos.
Nada más conocerse, se entendieron”, dice la directora.
Hijo de un sastre, nacido en un pueblo cerca de Sidney, en 1922, a los 24 años se marchó a Nueva York a ser actor.
Después de una breve experiencia algo desastrosa en Broadway, enseguida empezó a destacar por su ojo artístico y su instinto con la aguja.
Al poco de llegar, Orry-Kelly conoció a un joven inmigrante inglés que había llegado también persiguiendo el sueño de ser actor.
Entonces se llamaba Archie Leach, aunque años más tarde, sería conocido como Cary Grant.
Los dos comenzaron una relación de amantes; vivían juntos en el Greenwich Village, con el dinero que mandaba la madre de Kelly, con lo que ganaba Grant como scort de mujeres ricas y con el de los primeros empleos de ambos en el mundo del espectáculo.
Juntos, tras un breve paso por Reno, perseguidos por mafiosos, llegaron a Hollywood, donde ambos triunfaron por separado.
Grant sería el nuevo Clark Gable. Y Orry-Kelly entró a trabajar en Warner Bros.
Vistiendo casi 60 películas al año, su amistad con Davis o con el propio Jack Warner le ayudaron a convertirse en uno de los diseñadores mejor pagados.
Cary Grant, decidido a ocultar su homosexualidad, le dio la espalda. “Orry fue de los pocos en aquella época que fue fiel a sí mismo, que no fingió un matrimonio como hacían actores o incluso otros diseñadores”, dice Armstrong.
“Solo se llevó mal con Marilyn Monroe”, cuenta Armstrong, a quien no le sentó muy bien que comparara su trasero con el de Tony Curtis y Jack Lemmon.
Tampoco recuperó su amistad y relación con Cary Grant.
Salvo a finales de los cincuenta, cuando el actor volvió a mostrar interés, con el único objetivo: prohibirle a Kelly que contara nada sobre él en las memorias que estaba escribiendo.
Orry-Kelly murió en 1964, dejando como última película Irma la dulce; y sus memorias jamás publicadas.
Supuestamente bloqueadas por Cary Grant. Durante casi 30 años permanecieron perdidas, hasta que Gillian Armstrong y su equipo las encontraron.
Bueno, siempre supe que Gary Grant era homosexual, y se casó y tuvo una hija.. Fue todo menos el actor que quisimos ver en muchas películas, guapo y elegante, hoy se dice que George Cloony es muy parecido a él. Siempre bien vestido y bien peinado, casado o no da igual, nadie saca del Armario a quién no quiere.
Y, sin embargo, hoy pocos reconocen el nombre de Orry-Kelly
. Incluso dentro de Hollywood
. Es lo que le pasó a Gillian Armstrong, que como directora veterana (Mujercitas) y australiana jamás había oído hablar de su compatriota.
“Cuando empecé a leer sobre él no me lo podía creer: hasta el año pasado, cuando Catherine Martin le superó, Orry-Kelly era el australiano con más Oscar de la historia, tres, ganados por el vestuario Un americano en París, Las Girls y Con faldas y a lo loco; fue el diseñador de Casablanca, El halcón maltés, trabajó con Bette Davis, con Natalie Wood, con Jane Fonda”, cuenta Armstrong.
La directora presentó esta semana en el Festival de Toronto el documental Women He’s Undressed (Las mujeres que desvistió) dedicado a la figura de este nombre olvidado en las costuras de la meca del cine.
“Me entró curiosidad por saber cómo lo hizo, qué tenía de especial; y, al mismo tiempo, quería reivindicar este arte, porque la gente no se da cuenta de lo que importante que es el vestuario en el cine”, dice Armstrong.
Las grandes divas del cine mantenían estrechas relaciones con sus diseñadores de vestuario. “Orry y Bette Devis, por ejemplo, eran muy cercanos.
Nada más conocerse, se entendieron”, dice la directora.
Ojo artístico
Hijo de un sastre, nacido en un pueblo cerca de Sidney, en 1922, a los 24 años se marchó a Nueva York a ser actor.
Después de una breve experiencia algo desastrosa en Broadway, enseguida empezó a destacar por su ojo artístico y su instinto con la aguja.
Al poco de llegar, Orry-Kelly conoció a un joven inmigrante inglés que había llegado también persiguiendo el sueño de ser actor.
Entonces se llamaba Archie Leach, aunque años más tarde, sería conocido como Cary Grant.
Los dos comenzaron una relación de amantes; vivían juntos en el Greenwich Village, con el dinero que mandaba la madre de Kelly, con lo que ganaba Grant como scort de mujeres ricas y con el de los primeros empleos de ambos en el mundo del espectáculo.
Juntos, tras un breve paso por Reno, perseguidos por mafiosos, llegaron a Hollywood, donde ambos triunfaron por separado.
Grant sería el nuevo Clark Gable. Y Orry-Kelly entró a trabajar en Warner Bros.
Vistiendo casi 60 películas al año, su amistad con Davis o con el propio Jack Warner le ayudaron a convertirse en uno de los diseñadores mejor pagados.
Cary Grant, decidido a ocultar su homosexualidad, le dio la espalda. “Orry fue de los pocos en aquella época que fue fiel a sí mismo, que no fingió un matrimonio como hacían actores o incluso otros diseñadores”, dice Armstrong.
“Solo se llevó mal con Marilyn Monroe”, cuenta Armstrong, a quien no le sentó muy bien que comparara su trasero con el de Tony Curtis y Jack Lemmon.
Tampoco recuperó su amistad y relación con Cary Grant.
Salvo a finales de los cincuenta, cuando el actor volvió a mostrar interés, con el único objetivo: prohibirle a Kelly que contara nada sobre él en las memorias que estaba escribiendo.
Orry-Kelly murió en 1964, dejando como última película Irma la dulce; y sus memorias jamás publicadas.
Supuestamente bloqueadas por Cary Grant. Durante casi 30 años permanecieron perdidas, hasta que Gillian Armstrong y su equipo las encontraron.
Bueno, siempre supe que Gary Grant era homosexual, y se casó y tuvo una hija.. Fue todo menos el actor que quisimos ver en muchas películas, guapo y elegante, hoy se dice que George Cloony es muy parecido a él. Siempre bien vestido y bien peinado, casado o no da igual, nadie saca del Armario a quién no quiere.
19 sept 2015
Fitzgerald y Gatsby: un entierro bajo la lluvia
Publicado por Juan Tallón
El ataúd de Francis Scott Fitzgerald
estuvo expuesto en la trastienda de una empresa de pompas fúnebres de
Hollywood, en Washington Avenue, como cualquier escritor olvidado.
Acudieron a despedirlo sólo unos pocos amigos, y algunos guionistas y
productores.
Su biógrafo André Le Vot cuenta en Scott Fitzgerald que parecía «un
maniquí de escaparate en technicolor».
Uno de los asistentes al
velatorio destacó que no tenía ninguna arruga, sus cabellos estaban
divididos «por una fina raya, sin un solo pelo gris», pero «la realidad
estaba en las extremidades», con unas «manos terriblemente arrugadas y
descarnadas».
Fitzgerald
había muerto el 21 de diciembre de 1940 a los cuarenta y cuatro años,
después de una vida de éxitos, pero también de días desperdiciados.
Su
prestigio se había apagado tanto que sus libros apenas se encontraban.
En una carta a su amigo y editor, Maxwell Perkins, con fecha de 20 de mayo, Scott lamenta que su hija Scottie
asegura a sus amigos «que su padre era escritor y no encontró en las
librerías ningún libro mío para demostrarlo (…).
Pero, una edición
barata, ¿no podría ayudar a Gatsby a mantenerse vivo? ¿O acaso la novela es totalmente impopular?».
Su amiga Dorothy Parker,
también escritora, estuvo en el velatorio.
Ambos habían sabido
malgastar su talento a gran velocidad.
A ella le pareció que ya había
vivido aquel instante años atrás, cuando leyó El gran Gatsby, y
se inclinó sobre los restos de Fitzgerald para susurrarle:
«Pequeño hijo
de puta».
Esa misma frase es la que le dirige al cadáver de Gatsby uno
de los personajes más enigmáticos de la novela, que aparece apenas al
principio —borracho y maravillado ante la biblioteca del magnate— y al
final, en su entierro, donde se sorprende de que no haya acudido nadie a
despedirlo, salvo él y su único amigo, Nick Carraway.
Dorothy
y Scott habían trabado una tenaz amistad durante su última época en
Hollywood, cuando ambos trabajaban de guionistas, aunque ya se conocían
de Nueva York y de sus viajes por Europa. Marion Meade
cuenta en su libro sobre la escritora neoyorquina que en una ocasión
esta confesó que en la primavera de 1934, coincidiendo con la
publicación de Suave es la noche, se había acostado con Fitzgerald «de forma casual y espontánea un par de veces».
Las
novelas de Scott Fitzgerald están salpicadas de entierros.
Ese
instante, y lo solo que se puede llegar a estar en un funeral,
obsesionaba al escritor.
Sucede en El gran Gatsby, pero también en A este lado del paraíso o en Suave es la noche.
En esta última, Dick Diver se entera de la muerte de su padre mientras
viaja por Austria
. Ha fallecido en Buffalo, completamente solo.
Dick
recibe un telegrama del párroco: «Tu padre ha muerto esta noche
plácidamente».
En cuanto puede, se sube a un barco rumbo a América. Al
llegar a Nueva York, toma un tren a Buffalo y después otro al sur, a
Virginia, acompañado del cadáver de su progenitor. Allí, en una gran
soledad, lo entierran «entre un centenar de Divers, Dorseys y Hunters».
La
propia muerte de Scott Fitzgerald había podido llegar antes, en uno de
esos días que no quedaba nada en pie dentro del escritor.
Sin embargo,
el ocaso tiene sus trámites.
El 20 de diciembre tenía una cita con el
médico, pero le pidió a su amante, Sheilah Graham, que
la cancelara.
Estaban en casa de ella, en North Hayworth Avenue. Scott
había empezado el sexto capítulo de la novela que estaba escribiendo
sobre Hollywood; iba a buen ritmo y no quería interrumpir el libro.
Por
la noche, cuenta Andrew Turnbull en Scott Fitzgerald, el escritor propuso salir a cenar y al cine, pues Sheilah tenía invitaciones para el estreno de Eso que llaman amor.
Al finalizar la película, Scott se tambaleó:
«Me encuentro
terriblemente mal. La gente va a creer que estoy borracho».
No quiso
acudir al médico. Regresaron a casa, tomó sus somníferos y se quedó
dormido.
Al día siguiente, como si no hubiese ocurrido nada, siguió
trabajando en la novela, tal y como recoge Sheilah Graham en un pequeño
libro, publicado en 1967, con los recuerdos de sus días con Fitzgerald.
Después le preparó emparedados y café, mientras él leía en los
periódicos que Alemania, Italia y Japón acababan de firmar un pacto
tripartito.
Según él, esto significaba la «inevitable intervención de
los Estados Unidos en la II Guerra Mundial».
Por la tarde, ya sentado en su sillón, junto a la chimenea, se dispuso a consultar las notas sobre football
de la revista de antiguos alumnos de Princeton. Todo parecía ir bien.
«De pronto —relata André Le Vot—, Sheilah vio cómo se levantaba de la
butaca, se aferraba a la campana de la chimenea y se desplomaba en el
suelo».
En
el momento de su muerte, a las 5 horas y 15 minutos del 21 de
diciembre, según el certificado del registro civil, a Francis Scott
Fitzgerald solo le quedaban setecientos dólares
. Los encontraron en su
pequeño apartamento de la calle North Laurel Canyon.
En pagar su funeral
se gastarían seiscientos trece
. El resto de bienes terrenos,
consignados en un inventario, se redujeron a un baúl de ropa, otro baúl
más pequeño lleno de recuerdos, una caja de cartón con fotografías y
cuadernos de notas, cuatro cajas de libros, dos mesas de madera, una
lámpara, una radio y poco más
. Fitzgerald había redactado su testamento
en 1937, poco antes de su partida a Hollywood, donde la Metro Goldwyn
Mayer le había ofrecido un contrato durante seis meses ganando mil
dólares semanales.
La primera frase era casi de novela:
«En
primer lugar, una parte de mis bienes será destinada a unos funerales
que estén en consonancia con mi rango». En 1939, sin embargo, cuando su
contrato con la Metro ya había expirado, rehízo el testamento.
No tuvo
más remedio.
Donde ponía «a unos funerales», escribió «a unos funerales
menos costosos».
Y en una nota anexa, añadió: «Sin ostentación ni gastos
inútiles».
Le había llevado toda la vida decidirse a recortar gastos.
Sus días de gloria y su derrumbe habían compartido una constatación
brutal:
«Me es imposible reducir mi tren de vida».
Una
vez que todo estuvo dispuesto, cargaron su ataúd en un tren con destino
a Baltimore, para enterrarlo junto a sus antepasados de Maryland.
Sheilah Graham no pudo acompañarle. Scootie, la hija que el escritor
había tenido con la que todavía era su esposa, Zelda,
le hizo saber que no sería bien recibida en los funerales.
En Baltimore,
el obispo se negó a su inhumación en el cementerio católico de
Saint-Mary.
Fitzgerald, después de todo, era un borracho y sus libros
todavía se consideraban «inmorales»
. Hubo que recurrir a un ministro
episcopaliano y al cementerio vecino de Rockville, aunque en 1975 sus
restos y los de Zelda acabarían en Saint-Mary, finalmente.
Eso fue el 27
de diciembre.
Llovía igual que el día que enterraron a Jay Gatsby,
cuando «a eso de las cinco nuestra procesión de tres coches llegó al
cementerio y se detuvo a la entrada bajo una llovizna persistente»
.
Fitzgerald también estuvo muy solo.
Aparte de Scottie, y de algún
familiar más, únicamente acudieron algunos compañeros de Princeton
—entre ellos, John Biggs, que también era su albacea—, Max Perkins, su editor, y Harold Ober, su agente literario, y algunos amigos recientes, como Gerald Murphy o Andrew Turnbull.
No estuvo Zelda, que se encontraba ingresada en un sanatorio de
Asheville (Carolina del Norte), del mismo modo que tampoco Daisy había
acudido a despedir a Jay Gatsby.
«No mandó ni un mensaje ni una sola
flor», lamenta Carraway al final de la novela.
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