Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

20 sept 2015

La antítesis de quien era el Hombre Perfecto.

Cary Grant: tacaño, gigoló bisexual, marido violento y enganchado al LSD. (Así lo resumio  una de sus esposas)

 

Cary Grant en "Madame Butterfly" (1932)
Cary Grant en "Madame Butterfly" (1932)
“No lo diriges, simplemente lo pones delante de la cámara. La audiencie se identifica con su personaje de inmediato.
 Representa al hombre que conocemos, nunca resulta un desconocido para nadie
. Nada amigo de dorar la píldora, Alfred Hitchcock fue así de taxativo cuando le preguntaron su opinión sobre el más importante de su actores-fetiche, Cary Grant.
El periodista y escritor Tom Wolfe —que era bastante mejor en el primer oficio que en el segundo— dijo: “Para las mujeres, él es el único ejemplo de caballero sexy de Hollywood.
 Para los hombres y las mujeres, es el único ejemplo de una figura que tanto EE UU como Occidente necesitan: el héroe romántico burgués“.
La apolinea gallardía, la franqueza que desprendía en la pantalla —en la vida real, como veremos, hay matices—, la romántica suavidad de la mirada, no desprovista de un fondo aceptablemente pícaro, y, por supuesto, las más de 60 películas que marcó con su huella, han convertido a Grant en un símbolo de dimensiones históricas.
El American Film Institute, la entidad independiente encargada de preservar el legado cultural del cine, coloca a Grant en el segundo puesto de los actores legendarios de todos los tiempos, sólo por detrás de Humphrey Bogart
. La Academia, el sindicato profesional de quienes sacan trajada de la poderosa industria de la pantalla, le otorgo en 1970 un Oscar honorario —no ganó ninguno en competición y estuvo nominado sólo dos veces—, una especie de castigo por su rebeldía pasada: se había dado de baja de la Academia en 1936 porque se negaba a estar contratado a las órdenes de un gran estudio y odiaba las “prácticas corporativistas de autopremiarse”.
Con Audrey Hepburn en "Charada" (1963)
Con Audrey Hepburn en "Charada" (1963)
Pero tras “el hombre de la ciudad de los sueños”, como algún crítico le llamó con justicia, o la “primera opción segura”, como le consideraban los mejores directores de las décadas de los años cuarenta, cincuenta y parte de los sesenta, había una persona insegura y de grandes sombras pirvadas.
Sin olvidar que casi todos los pecados han de omitirse frente al legado de las películas —algunas de ellas, inolvidables: La fiera de mi niña, Encadenados, Arsénico por compasión, Sólo los ángeles tienen alas…— , dedicamos el Cotilleando a… de esta semana a Cary Crant, nombre artístico de Archibald Alexander Leach, nacido en 1904 en una familia modesta y señalada por la tragedia de Bristol (Reino Unido), y fallecido en 1986 en una remota ciudad de Iowa (EE UU), tras sufrir una hemorrogia cerebral en medio de una gira de monólogos teatrales.
 Al hacer recuento de las posesiones del cadáver encontraron en uno de los bolsillos un trozo de vulgar bramante
 : Grant, el actor mejor pagado de su tiempo, lo llevaba siempre encima como recuerdo de los años de pobreza de su niñez.
 No era el caso: tras la muerte, la fortuna personal de la estrella se calculó en 70 millones de dólares.
Archie Leach, el futuro Cary Grant,  y su madre, Elsie
Archie Leach, el futuro Cary Grant, y su madre, Elsie
1. Las “largas vacaciones” de mamá. Cuando tenía nueve años, Elias James Leach (1873–1935), el padre, le dijo al niño Archie, hijo único, que su madre, Elsie Maria Kingdon (1877–1973), se había ido de casa para unas “largas vacaciones”.
Lo cierto era que Leach la había internado en un sanatorio mental para irse con otra y porque la mujer sufría una depresión clínica severa tras la muerte de un primer hijo, que desarrolló una gangrena tras pillarse un dedo con una puerta mientras estaba al cuidado de la madre, que nunca superó el convecimiento de que la culpa le correspondía.
 Grant creció convencido de que su madre estaba muerta, hasta que en 1933, tras una conversación alcohólica con su padre, éste le confesó la verdad
. En la sala de visitas de una tétrica institución mental, Elsie (56 años) y su hijo (30) se vieron por primera vez tras veinte años.
 Ella le trató como a un crío de nueve.
 El actor, que ya era famoso, trasladó a la madre a una residencia privada, donde ella moriría, dos semanas después de cumplir 95, mientras dormía la siesta.
 Grant nunca quiso dar demasiados detalles en público sobre su infancia desgraciada e incluso la falseó, haciéndose pasar por hijo de una familia con tradición teatral y dedicada a “prósperos negocios”.
En una de las escenas cumbre de "Sospecha" (1941)
En una de las escenas cumbre de "Sospecha" (1941)
2. Apuesta máxima: dos dólares.
 Las cicatrices internas de la soledad y el sentimiento de abandonó que sufrió al vivir sin padres en el gris y portuario Bristol nunca curaron del todo.
 Grant, que padeció varias crisis relacionadas con el consumo inmoderado de alcohol, confundió durante toda su vida el dinero con la felicidad y la autoestima con la riqueza.
 El miedo a volver a ser pobre poblaba sus pesadillas y recibió sesiones de psicoanálisis para intentar evitarlas.
 Fue uno de los grandes tacaños de su tiempo —le apasionaban las carreras de caballos y las apuestas, pero nunca invertía más de un par de dólares a la vez—, temía revelar lo que ganaba —que era mucho, unos tres millones de dólares por película en los años sesenta, cuando era el actor mejor pagado de Hollywood— y se quejaba siempre que podía de la presión fiscal (“el gobierno se queda con 81 centavos de cada dólar que gano, pero soy uno de esos tipos afortunados que ganan muchos dólares, todos con una marca que indica ’19 centavos para Grant’
. ¡No está mal!”, dijo en una entrevista).
Con su amigo íntimo y 'novio' Randolph SCott
Con su amigo íntimo y 'novio' Randolph SCott
3. El mejor gigoló de Nueva York. En sus primeros años en EE UU, cuando intentaba labrarse una carrera en los musicales y dramas de Broadway, Grant fue vendedor de corbatas, hombre anuncio y gigoló de damas y caballeros de la alta sociedad, practicando la bisexualidad que años más tarde, cuando era un divo, intentó ocultar pese a que era comidilla pública (la deslenguada Marlene Dietrich declararía en una entrevista que el comportamiento sexual de Grant merecía un “suspenso, por marica”).
El actor aprovechó el trabajo de escort para aprender buenas maneras y formas de protocolo y comportamiento.
 Llegó ser considerado como el mejor gigoló de Nueva York y protagonizó algunas escandalosas escenas de celos con uno de sus amantes, el diseñador Orry-Kelly.
 Algunas de las biografías sobre Grant aseguran que era el empleado estrella de la próspera agencia de acompañantes masculinos que dirigía la actriz Mae West, la inolvidable autora de frases bomba como: Cuando soy buena, soy buena; pero cuando soy mala, soy mucho mejor”.
La bisexualidad de Grant, que él nunca admitió aunque tampoco trató de ocultar, fue objeto de solaz para la prensa dedicada al cine, que sacaba partido a su continúa presencia en fiestas con el actor gay Randolph Scott —que también era una de las pocas personas en las que confiaba en asuntos financieros— y los intentos infructosos de llevarse a Grant a la cama de algunas de sus compañeras de reparto, como Carole Lombard y Tallulah Bankhead
. Para compensar, los estudios Paramount, los principales clientes del actor, inundaron las revistas con montajes periodísticos sobre sus presuntas dotes como amante de mujeres (“El atleta consumado”, se titulaba uno de estos reportajes de ficción).
Grant y su tercera esposa, Betsy Drake
Grant y su tercera esposa, Betsy Drake
4. Un marido “hostil e irracional”. Pese a la leyenda sobre su preferencia por el sexo con hombres, Grant se casó cinco veces.
 Las relaciones acabaron mal en cuatro de los casos.
 Su primera mujer fue Virginia Cherrill, actriz que interpretaba a la vendedora de flores ciega en Luces de la ciudad (Charlie Chaplin, 1931).
 Se casaron en 1934 y se divorciaron al año siguiente, en un proceso escabroso.
 Ella acusó a Grant de malos tratos, que no fueron probados, beber en exceso, amenazarla y de darle 125 dólares al mes.
“Eso le bastaba y le sobraba antes de conocerme”, dijo el actor en el juicio con su acostumbrado carácter roñoso.
El juez le adjudicó a la mujer la mitad de los bienes de la sociedad de gananciales, valorados en unos 50.000 dólares.
En 1942 Grant contrajo matrimonio con la multimillonaria Barbara Wollworth Hutton, conocida como la Pobre niña rica por su azarosa vida sentimental.
Firmaron un acuerdo prenupcial que establecía con claridad lo que cada uno de los cónyuges aportaba y se divorciaron por las buenas en 1945.
 Con la tercera esposa, la actriz Betsy Drake, la unión fue más duradera (1949-1962).
Tras el divorcio ella se convirtió en terapeuta new age.
 En 1965 Grant se casó con la también actriz Dyan Cannon.
 Tuvieron una hija, Jennifer Grant, la única descendiente biológica del actor, y se divorciaron en un amargo proceso en 1966.
 Cannon acusó a su marido de ser violento, pegarle, tener ataques de ira, encerrarla en el armario y prohibirle usar ropa “demasiado corta”.
 La sentencia calificó a Grant de “hostil e irracional”. En 1981, el actor protagonizó su última ceremonia nupcial, con Barbara Harris, relaciones públicas de un hotel y 47 años más joven que su marido.
Con su 'amor español', Sophia Loren
Con su 'amor español', Sophia Loren
5. Affaire español con Sophia.
 Uno de los grandes romances de Grant ocurrió en territorio español, en Segovia y durante el rodaje del drama bélico ambientado en las guerras napoleónicas Orgullo y pasión (Stanley Kamer, 1957). Grant y su compañera de reparto Sophia Loren mantuvieron un tórrido affaire que incluso despertó los celos del otro actor principal, Frank Sinatra, quien en una explosión de ardor muy apropiada a su caracter mucho macho llamó a su rival “madre Grant” en presencia de la chica. Grant, que entonces estaba casado con Betsy Drake, le prometió a la actriz italiana un divorcio rápido y le propuso matrimonio, pero ella le recordó que, aunque le gustaba lo que vivían y se sentía confundida por las emociones, estaba prometida con el productor italiano Carlo Ponti.
 La aventura apareció en la prensa y Drake voló a España para intentar no perder a Grant.
 Para regresar a los EE UU se embarcó en el trasatlántico de lujo Andrea Doria, que se hundió dos horas antes de llegar a Nueva York tras chocar con otro crucero. 
Fue el peor desastre marítimo en tiempo de paz tras el del Titanic. Drake no sufrió heridas, pero las joyas que había llevado a España para lucirlas ante su marido acabaron en el fondo del Atlántico.
Estaban valoradas en 200.000 dólares
. Grant no abandonó el rodaje —y el flirteo con Loren— para consolar a su naúfraga esposa.
Cromo de Grant que se repartía en las cajetillas de tabaco
Cromo de Grant que se repartía en las cajetillas de tabaco
6. Tripi Grant. “He herido a todas las mujeres que he amado.
 Fui un completo farsante (…) Ahora por primera vez en mi vida soy sincera, profunda y verdaderamente feliz“, declaró Cary Grant a un periodista en 1957.
 ¿Qué había ocurrido? ¿Cuál fue el detonante de la locuacidad desconocida en un hombre parco en palabras y, sobre todo, la causa de tanta plenitud?
La respuesta tiene que ver con la química.
Desde ese año el actor empezó a tomar, primero bajo control médico y luego por su cuenta y riesgo, LSD, ácido, la droga psicodélica de síntesis descubierta en 1938 y no declarada ilegal hasta 1968. Le gustó tanto que tomó al menos un tripi al día durante años.
 A la ceremonia le llamaba “mi hora del té”. En 1961 dijo: “Siento que ahora me comprendo realmente a mí mismo.
 Antes no era así. Y al no comprenderme a mí mismo, ¿cómo esperar comprender a los demás? Sencillamente, he vuelto a nacer”
. Con más de 50 años de edad, Grant creyó encontrar en los ácidos, cuyo apostolado asumió con una vehemencia cándida, una verdad superior de trascendencia —se empeñó en tener hijos para colmarla— y una “conexión” que nunca había experimentado con su yo interior.
 La afición, que dejó de ser placentera cuando se hizo compulsiva, fue utilizada contra Grant por la prensa amarillista y por algunas de sus esposas en los procesos de divorcio.
 Dyan Cannon dijo que viendo por televisión una ceremonia de entrega de los Oscar bajo los efectos del ácido, Grant destrozó el mobiliario de la habitación por la rabia de no haberlo obtenido.
Pobre e Infeliz Grant y en el cine fue todo lo contrario, chistoso amable, sus gestos se hicieron famosos, tenía muchas caras, Yo me llevo a La Novia era ella o Sospecha.


El hombre al que amó Cary Grant............................................................ Irene Crespo

Orry-Kelly, ganador de tres Oscar por su trabajo como diseñador de vestuarios, fue pareja del gran actor. Su historia sale ahora a la luz en un documental.

Cary Grant, en una imagen de 1955. / Getty Images

Cary Grant, Tony Curtis, George Cukor y Billy Wilder portaron su féretro en 1964. Jack Warner, el poderoso presidente de Warner Bros, leyó su panegírico.
 Y, sin embargo, hoy pocos reconocen el nombre de Orry-Kelly
. Incluso dentro de Hollywood
. Es lo que le pasó a Gillian Armstrong, que como directora veterana (Mujercitas) y australiana jamás había oído hablar de su compatriota.
“Cuando empecé a leer sobre él no me lo podía creer: hasta el año pasado, cuando Catherine Martin le superó, Orry-Kelly era el australiano con más Oscar de la historia, tres, ganados por el vestuario Un americano en París, Las Girls y Con faldas y a lo loco; fue el diseñador de Casablanca, El halcón maltés, trabajó con Bette Davis, con Natalie Wood, con Jane Fonda”, cuenta Armstrong.
La directora presentó esta semana en el Festival de Toronto el documental Women He’s Undressed (Las mujeres que desvistió) dedicado a la figura de este nombre olvidado en las costuras de la meca del cine.
 “Me entró curiosidad por saber cómo lo hizo, qué tenía de especial; y, al mismo tiempo, quería reivindicar este arte, porque la gente no se da cuenta de lo que importante que es el vestuario en el cine”, dice Armstrong.
 Las grandes divas del cine mantenían estrechas relaciones con sus diseñadores de vestuario. “Orry y Bette Devis, por ejemplo, eran muy cercanos.
 Nada más conocerse, se entendieron”, dice la directora.
El diseñador Orry Kelly ajunstando el vestuario de Kay Francis en una escena de 'Women He's Undressed'. / Photo Courtesy of WOMEN HE’S UNDRESSED

Ojo artístico


Hijo de un sastre, nacido en un pueblo cerca de Sidney, en 1922, a los 24 años se marchó a Nueva York a ser actor.
Después de una breve experiencia algo desastrosa en Broadway, enseguida empezó a destacar por su ojo artístico y su instinto con la aguja.
Al poco de llegar, Orry-Kelly conoció a un joven inmigrante inglés que había llegado también persiguiendo el sueño de ser actor.
Entonces se llamaba Archie Leach, aunque años más tarde, sería conocido como Cary Grant.
 Los dos comenzaron una relación de amantes; vivían juntos en el Greenwich Village, con el dinero que mandaba la madre de Kelly, con lo que ganaba Grant como scort de mujeres ricas y con el de los primeros empleos de ambos en el mundo del espectáculo.
 Juntos, tras un breve paso por Reno, perseguidos por mafiosos, llegaron a Hollywood, donde ambos triunfaron por separado.
 Grant sería el nuevo Clark Gable. Y Orry-Kelly entró a trabajar en Warner Bros.
 Vistiendo casi 60 películas al año, su amistad con Davis o con el propio Jack Warner le ayudaron a convertirse en uno de los diseñadores mejor pagados.
 Cary Grant, decidido a ocultar su homosexualidad, le dio la espalda. “Orry fue de los pocos en aquella época que fue fiel a sí mismo, que no fingió un matrimonio como hacían actores o incluso otros diseñadores”, dice Armstrong.
“Solo se llevó mal con Marilyn Monroe”, cuenta Armstrong, a quien no le sentó muy bien que comparara su trasero con el de Tony Curtis y Jack Lemmon.
Tampoco recuperó su amistad y relación con Cary Grant.
 Salvo a finales de los cincuenta, cuando el actor volvió a mostrar interés, con el único objetivo: prohibirle a Kelly que contara nada sobre él en las memorias que estaba escribiendo.
 Orry-Kelly murió en 1964, dejando como última película Irma la dulce; y sus memorias jamás publicadas.
Supuestamente bloqueadas por Cary Grant. Durante casi 30 años permanecieron perdidas, hasta que Gillian Armstrong y su equipo las encontraron.
Bueno, siempre supe que Gary Grant era homosexual, y se casó y tuvo una hija.. Fue todo menos el actor que quisimos ver en muchas películas, guapo y elegante, hoy se dice que George Cloony es muy parecido a él. Siempre bien vestido y bien peinado, casado o no da igual, nadie saca del Armario a quién no quiere.


 

19 sept 2015

Fitzgerald y Gatsby: un entierro bajo la lluvia

Publicado por
Francis Scott Fitzgerald. Foto Carl Van Vechten / Library of Congress. (DP)
Francis Scott Fitzgerald. Foto Carl Van Vechten / Library of Congress. (DP)
El ataúd de Francis Scott Fitzgerald estuvo expuesto en la trastienda de una empresa de pompas fúnebres de Hollywood, en Washington Avenue, como cualquier escritor olvidado.
 Acudieron a despedirlo sólo unos pocos amigos, y algunos guionistas y productores.
 Su biógrafo André Le Vot cuenta en Scott Fitzgerald que parecía «un maniquí de escaparate en technicolor».
 Uno de los asistentes al velatorio destacó que no tenía ninguna arruga, sus cabellos estaban divididos «por una fina raya, sin un solo pelo gris», pero «la realidad estaba en las extremidades», con unas «manos terriblemente arrugadas y descarnadas».
Fitzgerald había muerto el 21 de diciembre de 1940 a los cuarenta y cuatro años, después de una vida de éxitos, pero también de días desperdiciados.
 Su prestigio se había apagado tanto que sus libros apenas se encontraban.
 En una carta a su amigo y editor, Maxwell Perkins, con fecha de 20 de mayo, Scott lamenta que su hija Scottie asegura a sus amigos «que su padre era escritor y no encontró en las librerías ningún libro mío para demostrarlo (…).
 Pero, una edición barata, ¿no podría ayudar a Gatsby a mantenerse vivo? ¿O acaso la novela es totalmente impopular?».
Su amiga Dorothy Parker, también escritora, estuvo en el velatorio.
 Ambos habían sabido malgastar su talento a gran velocidad.
 A ella le pareció que ya había vivido aquel instante años atrás, cuando leyó El gran Gatsby, y se inclinó sobre los restos de Fitzgerald para susurrarle: 
«Pequeño hijo de puta». 
Esa misma frase es la que le dirige al cadáver de Gatsby uno de los personajes más enigmáticos de la novela, que aparece apenas al principio —borracho y maravillado ante la biblioteca del magnate— y al final, en su entierro, donde se sorprende de que no haya acudido nadie a despedirlo, salvo él y su único amigo, Nick Carraway.
Dorothy y Scott habían trabado una tenaz amistad durante su última época en Hollywood, cuando ambos trabajaban de guionistas, aunque ya se conocían de Nueva York y de sus viajes por Europa. Marion Meade cuenta en su libro sobre la escritora neoyorquina que en una ocasión esta confesó que en la primavera de 1934, coincidiendo con la publicación de Suave es la noche, se había acostado con Fitzgerald «de forma casual y espontánea un par de veces».
Las novelas de Scott Fitzgerald están salpicadas de entierros.
 Ese instante, y lo solo que se puede llegar a estar en un funeral, obsesionaba al escritor. 
Sucede en El gran Gatsby, pero también en A este lado del paraíso o en Suave es la noche.
 En esta última, Dick Diver se entera de la muerte de su padre mientras viaja por Austria
. Ha fallecido en Buffalo, completamente solo.
 Dick recibe un telegrama del párroco: «Tu padre ha muerto esta noche plácidamente». 
En cuanto puede, se sube a un barco rumbo a América. Al llegar a Nueva York, toma un tren a Buffalo y después otro al sur, a Virginia, acompañado del cadáver de su progenitor. Allí, en una gran soledad, lo entierran «entre un centenar de Divers, Dorseys y Hunters».
La propia muerte de Scott Fitzgerald había podido llegar antes, en uno de esos días que no quedaba nada en pie dentro del escritor. 
Sin embargo, el ocaso tiene sus trámites. 
El 20 de diciembre tenía una cita con el médico, pero le pidió a su amante, Sheilah Graham, que la cancelara.
 Estaban en casa de ella, en North Hayworth Avenue. Scott había empezado el sexto capítulo de la novela que estaba escribiendo sobre Hollywood; iba a buen ritmo y no quería interrumpir el libro. 
Por la noche, cuenta Andrew Turnbull en Scott Fitzgerald, el escritor propuso salir a cenar y al cine, pues Sheilah tenía invitaciones para el estreno de Eso que llaman amor.
 Al finalizar la película, Scott se tambaleó: 
«Me encuentro terriblemente mal. La gente va a creer que estoy borracho». 
No quiso acudir al médico. Regresaron a casa, tomó sus somníferos y se quedó dormido. 
Al día siguiente, como si no hubiese ocurrido nada, siguió trabajando en la novela, tal y como recoge Sheilah Graham en un pequeño libro, publicado en 1967, con los recuerdos de sus días con Fitzgerald.
 Después le preparó emparedados y café, mientras él leía en los periódicos que Alemania, Italia y Japón acababan de firmar un pacto tripartito. 
Según él, esto significaba la «inevitable intervención de los Estados Unidos en la II Guerra Mundial».
Por la tarde, ya sentado en su sillón, junto a la chimenea, se dispuso a consultar las notas sobre football de la revista de antiguos alumnos de Princeton. Todo parecía ir bien.
 «De pronto —relata André Le Vot—, Sheilah vio cómo se levantaba de la butaca, se aferraba a la campana de la chimenea y se desplomaba en el suelo».
En el momento de su muerte, a las 5 horas y 15 minutos del 21 de diciembre, según el certificado del registro civil, a Francis Scott Fitzgerald solo le quedaban setecientos dólares
. Los encontraron en su pequeño apartamento de la calle North Laurel Canyon.
 En pagar su funeral se gastarían seiscientos trece
. El resto de bienes terrenos, consignados en un inventario, se redujeron a un baúl de ropa, otro baúl más pequeño lleno de recuerdos, una caja de cartón con fotografías y cuadernos de notas, cuatro cajas de libros, dos mesas de madera, una lámpara, una radio y poco más
. Fitzgerald había redactado su testamento en 1937, poco antes de su partida a Hollywood, donde la Metro Goldwyn Mayer le había ofrecido un contrato durante seis meses ganando mil dólares semanales.
 La primera frase era casi de novela:
 «En primer lugar, una parte de mis bienes será destinada a unos funerales que estén en consonancia con mi rango». En 1939, sin embargo, cuando su contrato con la Metro ya había expirado, rehízo el testamento.
 No tuvo más remedio.
 Donde ponía «a unos funerales», escribió «a unos funerales menos costosos».
 Y en una nota anexa, añadió: «Sin ostentación ni gastos inútiles».
 Le había llevado toda la vida decidirse a recortar gastos.
 Sus días de gloria y su derrumbe habían compartido una constatación brutal: 
«Me es imposible reducir mi tren de vida».
Una vez que todo estuvo dispuesto, cargaron su ataúd en un tren con destino a Baltimore, para enterrarlo junto a sus antepasados de Maryland. Sheilah Graham no pudo acompañarle. Scootie, la hija que el escritor había tenido con la que todavía era su esposa, Zelda, le hizo saber que no sería bien recibida en los funerales. 
En Baltimore, el obispo se negó a su inhumación en el cementerio católico de Saint-Mary. 
Fitzgerald, después de todo, era un borracho y sus libros todavía se consideraban «inmorales»
. Hubo que recurrir a un ministro episcopaliano y al cementerio vecino de Rockville, aunque en 1975 sus restos y los de Zelda acabarían en Saint-Mary, finalmente. 
Eso fue el 27 de diciembre.
 Llovía igual que el día que enterraron a Jay Gatsby, cuando «a eso de las cinco nuestra procesión de tres coches llegó al cementerio y se detuvo a la entrada bajo una llovizna persistente»
. Fitzgerald también estuvo muy solo.
 Aparte de Scottie, y de algún familiar más, únicamente acudieron algunos compañeros de Princeton —entre ellos, John Biggs, que también era su albacea—, Max Perkins, su editor, y Harold Ober, su agente literario, y algunos amigos recientes, como Gerald Murphy o Andrew Turnbull.
 No estuvo Zelda, que se encontraba ingresada en un sanatorio de Asheville (Carolina del Norte), del mismo modo que tampoco Daisy había acudido a despedir a Jay Gatsby. 
«No mandó ni un mensaje ni una sola flor», lamenta Carraway al final de la novela.
Foto: Jay Henry (DP)
Foto: Jay Henry (DP)

“Regresión’ de Amenábar me parece buena pero no una obra maestra”.......................................... Carlos Boyero

El crítico de cine de EL PAÍS comenta 'Regresión', así como la nueva de Pablo Larraín, presentadas en el Festival de San Sebastián.

 

'Regresión' es una película bien contada, pero que no me deja poso.

Un fotograma de 'Regresión', de Alejandro Amenábar.

Alejandro Amenábar debe de tener cuarenta y pocos años y una filmografía limitada a seis películas, pero tengo la sensación de que es un director con el que estoy familiarizado desde hace infinito tiempo, que su cine es de toda la vida.
 Disponiendo de un notable crédito comercial y artístico, pudiendo rodar lo que quiera y en cualquier momento, aborda sus proyectos con calma.
 Y está claro que hace lo que le apetece, que no acepta encargos lujosos, que se involucra solo lo justo en la promoción publicitaria de sus películas, que no se tira el rollo, que va a su bola.
Siendo una persona discreta y educada, alguien que afortunadamente se comporta con normalidad aunque su obra esté asociada permanentemente al éxito, sabe que cada nueva película que dirige posee el aura de los acontecimientos, que se espera mucho de él, que independientemente de la temática que aborde y de que le salga mejor o peor siempre imprime su poderosa firma.
 Y en Regresión yo no percibo esa autoría.
Es una película bien contada, dotada de clima y tensión, que ves y escuchas con atención y en el caso de algunos espectadores con verdadero acojone, pero que en mi caso no me deja poso
. Podría haberla creado cualquier director sólido y respetable del cine norteamericano.
 Lo cual me parece bien, pero sin huellas de ese concepto tan prestigiado (tal vez excesivamente) de la autoría, de reconocer la personalidad, el estilo narrativo, las obsesiones de su creador.
 No creyendo ni en Dios ni en Satanás, siento estremecimientos y mal rollo ante el cine (a condición de que sea bueno) protagonizado por el segundo y sus acólitos terrenales.
 No hace falta que estos sean perversos, sádicos y tenebrosos.
Los pintorescos y excéntricos viejecitos que vivían al lado de la pobre, violada y acorralada Rosemary en el siniestro edificio Dakota me siguen provocando escalofríos y la angustiosa imagen de esta mujer embarazada huyendo, sudando y suplicando ayuda por las calles de Nueva York en La semilla del diablo me provocan más miedo que el aquelarre más realista y feroz.
Amenábar no abusa del efectismo ni de los sustos (aunque tal vez le sobren planos de esos encapuchados que aparecen en las pesadillas), y te transmite la inquietud, la incertidumbre y el pavor en el que está inmerso un grupo de gente que investiga el mal, con el cerebro en estado de vértigo y la amenaza real o presunta que sienten.
El demonio parece haberse instalado junto a su humano ejército en un pueblo en el que nunca ocurría nada extraordinario.
 Los monstruos existen o los crea la mente, el pánico, la histeria colectiva.
Al frente de esa investigación está un policía atípico, tan vulnerable como cualquiera, tembloroso, alucinado, solo, muy creíble.
Hay espectadores que me cuentan que a los diez minutos ya saben la resolución del misterio.
 Y culpan a Amenábar.
 Bendita sea su perspicacia. Yo, que soy muy inocente, no puedo prever el desenlace.
 Regresión me entretiene y me desasosiega, algo que agradezco, pero se desvanecerá pronto de mi memoria
. Algo que no me ocurre con Tesis y Mar adentro.
 También imagino que dispondrá de mucho público, como todo el cine de Amenábar.
 Tele 5 se preocupará de que nos encontremos con ella hasta en la sopa, el cine de terror dispone de numerosa demanda y el talento de Amenábar siempre ha sido incuestionable.
 Pero el estado de gracia es algo que viene y va.
Y hablo de los más dotados.
Ojeando las películas de la sección oficial me encuentro con demasiados directores que desconozco. Ojalá que entre tanto exotismo, muchos de ellos supongan un hallazgo memorable
. Pero, por si acaso, intentaré frecuentar otras secciones que resultan más apetecibles.
 Por ejemplo, la película de Pablo Larraín, El club, exhibida en Horizontes latinos, se supone que es cine psicológico, pero yo la veo como un monumento del cine de terror.
 Es lo que me hacen sentir esos cinco curas pedófilos (y vete a saber que otras impunes aficiones practicaban), la sinuosa y cínica monjita que les cuida y una de sus antiguas víctimas, todos recluidos por la Santa Madre Iglesia en una casa junto al mar para que expíen sus viejos pecados.
 Aunque sospecho que el castigo les ha sido impuesto no ya con la intención de redimirlos sino porque se hizo pública su sórdida movida, porque dieron el cante excesivamente.
Larraín no es un moralista y muestra a esta gente de conducta abominable en su complejidad, su personalidad atormentada, sus tensiones, sus fantasmas, su condición de apestados, su supervivencia. El club es dura y áspera, destila necesaria mala leche, inteligencia, sarcasmo, claustrofobia y violencia interna, te remueve lo que ves, lo que escuchas y lo que imaginas. Incluso se permite el lujo de sentir cierta piedad hacia esos monstruos tan humanos que desde el poder se cebaron con los débiles.
 Y, por supuesto, a esas ovejas descarriadas que los pastores del rebaño han decidido ocultar para librarse del marrón, yo les desearía una estancia aún menos confortable.
 Entre barrotes, por ejemplo.