Nuestro país ha preferido siempre lo chocarrero y lo cursi, el trazo grueso, la coz, lo tabernario y el chascarrillo penoso.
Este artículo dice de veras lo que dice y además es una preparación o
coartada para el de la semana próxima, por lo que se ruega que entonces
se tenga presente lo dicho en este.
Cuando uno ve películas o recordatorios televisivos de hace décadas, sorprende comprobar cómo todo ello era –quizá involuntariamente– mucho más realista de lo que parecía en su día.
Supongo que la época en la que fue concebida cualquier fantasía tiñe o contamina esa fantasía, mal que les pese a sus creadores, que descubren a posteriori cuán poco lograron escapar a su tiempo.
Este “sello de época” resulta más palmario en lo visual que en lo literario, aunque lo segundo tampoco se libre de él enteramente.
Pero si uno ve, por ejemplo, un extraterrestre imaginado en los años setenta, lo más probable es que el actor que lo interpretase luciese patillas de ese periodo y llevase un peinado particularmente hortera o inverosímil
. La imagen “delata” mucho más que la descripción y la palabra.
Durante unas semanas o meses recientes –no sé–, he pillado de vez en cuando un programa de TVE titulado Viaje al pozo de la tele o algo así, en el que se recuperaban fragmentos breves de espectáculos, canciones, entrevistas, concursos y demás desde que existe la televisión en España.
El comentarista era, muy adecuadamente, el inventor de la serie Torrente, máximo adalid actual (junto con De la Iglesia y una legión de nombres menos conocidos) de nuestra tradición más supuestamente graciosa y más grosera.
Lo que uno observa al ver ese programa es lo mismo que al contemplar escenas de las películas de Cine de barrio: en nuestro país hay unas constantes, da lo mismo quién gobierne
. Por mucho que creamos que cambia, o creyéramos que cambiaba en los años ochenta y primeros noventa, existe algo invariable que se aprecia nítidamente al asomarse a esas producciones cinematográficas o televisivas.
No importa que las muestras sean de los sesenta, setenta, ochenta,
noventa o aún más cerca: lo predominante, lo que nunca falla ni falta,
lo que aparece por doquier es la mezcla criminal de zafiedad y
cursilería, con ventaja para lo primero
. Cómicos soeces sin ninguna gracia (pero que cuando mueren son ensalzados como “genios” o poco menos), actores en su mayoría atroces y repetitivos, cantantes desafinantes vestidos por sus enemigos, presentadores “campechanos” (lo cual les permitía dar rienda suelta a su frecuente chabacanería), continuas bromas gruesas, con obligada afición a lo sexual y a lo escatológico, hasta el punto de que pareciera que en España no se concibe otro humor que el pueril de “pedo, culo, pito y caca”
. En uno de esos “pozos de la tele”, el propio Segura, más bien sarcástico con lo que nos enseñaba, se adornaba con un inciso sobre la importancia de los diferentes ruidos de pedos en sus famosas películas, y nos ofrecía eruditos ejemplos
. En esos fragmentos salían escritores de tarde en tarde: dos, mejor dicho, Umbral y Cela, y los dos soltando groserías con presunción de “ingeniosas” y “picantes”; lo cual lleva a concluir que los únicos escritores que de verdad son aquí populares y se abren paso en las pantallas son los que parecen caricatos bastos y se prestan al chafarrinón y al esperpento.
Cuánto daño ha hecho, ay, el esperpento.
La apelación a él parece justificar cualquier imbecilidad exagerada y de sal gorda, la facilona ocurrencia del mayor idiota, rápidamente reverenciado si se cuelga en la solapa esa etiqueta: “Esperpento”, sea en literatura, en cine o en lo que se tercie.
Lo curioso es que cada nueva generación idéntica a la anterior se jacta de haber “superado” esos baldones del pasado. “No, lo mío es humor inteligente”, dice el actual Paco Martínez Soria de turno. “No, yo estoy lejos del landismo, yo hago comedias gamberras”, exclama el cineasta que sigue al pie de la letra –modernizadas sólo en lo accesorio– las chuscas películas de Alfredo Landa.
“No, yo huyo del realismo cutre y también del preciosismo”, declara el novelista tosco que imita ambos estilos, según tenga el día. Esas constantes no son baladíes ni pueden ser azarosas (trasládenlas también a la política y a la prensa).
Dicen mucho sobre nuestra sociedad y lo que le hace reír y le entusiasma, sobre los territorios en los que se siente a sus anchas.
Hay que añadir los tacos gratuitos y la mala leche, que asimismo se hacen hueco en esos fragmentos televisivos, en teoría ligeros y amables
. Es posible que a ustedes (nadie se ofenda: en tanto que miembros de esa sociedad y degustadores de reality shows y sálvames, si las estadísticas no mienten) la visión de esos “pozos de la tele” les cause regocijo y nostalgia.
A mí me deprime, me provoca vergüenza retrospectiva y presente, y hace que me pese el ánimo, al comprobar con mis ojos que nuestro país ha preferido siempre –aún más hoy, si cabe– lo chocarrero y lo cursi, el trazo grueso, la coz, lo tabernario, la astracanada y el chascarrillo penoso (tan “transgeneracional” todo ello que hasta lo practican nuestros más nuevos políticos).
Como tantas veces se me ha dicho, debo de ser un español traidor, porque rara vez he sonreído con el chiste nacional, desde Berlanga.
Y con él no siempre, ni mucho menos.
elpaissemanal@elpais.es
Cuando uno ve películas o recordatorios televisivos de hace décadas, sorprende comprobar cómo todo ello era –quizá involuntariamente– mucho más realista de lo que parecía en su día.
Supongo que la época en la que fue concebida cualquier fantasía tiñe o contamina esa fantasía, mal que les pese a sus creadores, que descubren a posteriori cuán poco lograron escapar a su tiempo.
Este “sello de época” resulta más palmario en lo visual que en lo literario, aunque lo segundo tampoco se libre de él enteramente.
Pero si uno ve, por ejemplo, un extraterrestre imaginado en los años setenta, lo más probable es que el actor que lo interpretase luciese patillas de ese periodo y llevase un peinado particularmente hortera o inverosímil
. La imagen “delata” mucho más que la descripción y la palabra.
Durante unas semanas o meses recientes –no sé–, he pillado de vez en cuando un programa de TVE titulado Viaje al pozo de la tele o algo así, en el que se recuperaban fragmentos breves de espectáculos, canciones, entrevistas, concursos y demás desde que existe la televisión en España.
El comentarista era, muy adecuadamente, el inventor de la serie Torrente, máximo adalid actual (junto con De la Iglesia y una legión de nombres menos conocidos) de nuestra tradición más supuestamente graciosa y más grosera.
Lo que uno observa al ver ese programa es lo mismo que al contemplar escenas de las películas de Cine de barrio: en nuestro país hay unas constantes, da lo mismo quién gobierne
. Por mucho que creamos que cambia, o creyéramos que cambiaba en los años ochenta y primeros noventa, existe algo invariable que se aprecia nítidamente al asomarse a esas producciones cinematográficas o televisivas.
Lo curioso es que cada nueva generación idéntica a la anterior se jacta de haber “superado” esos baldones del pasado
. Cómicos soeces sin ninguna gracia (pero que cuando mueren son ensalzados como “genios” o poco menos), actores en su mayoría atroces y repetitivos, cantantes desafinantes vestidos por sus enemigos, presentadores “campechanos” (lo cual les permitía dar rienda suelta a su frecuente chabacanería), continuas bromas gruesas, con obligada afición a lo sexual y a lo escatológico, hasta el punto de que pareciera que en España no se concibe otro humor que el pueril de “pedo, culo, pito y caca”
. En uno de esos “pozos de la tele”, el propio Segura, más bien sarcástico con lo que nos enseñaba, se adornaba con un inciso sobre la importancia de los diferentes ruidos de pedos en sus famosas películas, y nos ofrecía eruditos ejemplos
. En esos fragmentos salían escritores de tarde en tarde: dos, mejor dicho, Umbral y Cela, y los dos soltando groserías con presunción de “ingeniosas” y “picantes”; lo cual lleva a concluir que los únicos escritores que de verdad son aquí populares y se abren paso en las pantallas son los que parecen caricatos bastos y se prestan al chafarrinón y al esperpento.
Cuánto daño ha hecho, ay, el esperpento.
La apelación a él parece justificar cualquier imbecilidad exagerada y de sal gorda, la facilona ocurrencia del mayor idiota, rápidamente reverenciado si se cuelga en la solapa esa etiqueta: “Esperpento”, sea en literatura, en cine o en lo que se tercie.
Lo curioso es que cada nueva generación idéntica a la anterior se jacta de haber “superado” esos baldones del pasado. “No, lo mío es humor inteligente”, dice el actual Paco Martínez Soria de turno. “No, yo estoy lejos del landismo, yo hago comedias gamberras”, exclama el cineasta que sigue al pie de la letra –modernizadas sólo en lo accesorio– las chuscas películas de Alfredo Landa.
“No, yo huyo del realismo cutre y también del preciosismo”, declara el novelista tosco que imita ambos estilos, según tenga el día. Esas constantes no son baladíes ni pueden ser azarosas (trasládenlas también a la política y a la prensa).
Dicen mucho sobre nuestra sociedad y lo que le hace reír y le entusiasma, sobre los territorios en los que se siente a sus anchas.
Hay que añadir los tacos gratuitos y la mala leche, que asimismo se hacen hueco en esos fragmentos televisivos, en teoría ligeros y amables
. Es posible que a ustedes (nadie se ofenda: en tanto que miembros de esa sociedad y degustadores de reality shows y sálvames, si las estadísticas no mienten) la visión de esos “pozos de la tele” les cause regocijo y nostalgia.
A mí me deprime, me provoca vergüenza retrospectiva y presente, y hace que me pese el ánimo, al comprobar con mis ojos que nuestro país ha preferido siempre –aún más hoy, si cabe– lo chocarrero y lo cursi, el trazo grueso, la coz, lo tabernario, la astracanada y el chascarrillo penoso (tan “transgeneracional” todo ello que hasta lo practican nuestros más nuevos políticos).
Como tantas veces se me ha dicho, debo de ser un español traidor, porque rara vez he sonreído con el chiste nacional, desde Berlanga.
Y con él no siempre, ni mucho menos.
elpaissemanal@elpais.es