Una narcosala de Vancouver demuestra su eficacia contra la propagación del VIH.
Es un ejemplo que muchos gobiernos se resisten a imitar.
La evidencia científica no entiende de ideologías.
Nos puede parecer mal la ley de la gravedad y votar todos en su contra, que seguiremos cayendo si saltamos desde una ventana
. Con los abordajes de la salud de los consumidores de droga sucede algo parecido.
Facilitar a los drogadictos lugares seguros para pincharse puede generar controversia o dudas morales.
Sin embargo, decenas de estudios han demostrado que donde se implantan se reduce la infección de hepatitis y VIH —entre otras—, baja la mortalidad y, por lo general, aumenta la seguridad ciudadana y el porcentaje de quienes comienzan programas de desintoxicación.
En Vancouver (Canadá) un pequeño local sirve de modelo mundial para mostrar la evidencia de que este es el abordaje más eficaz.
“Es el único lugar de Norteamérica en el que entras con drogas y no eres un criminal”, asegura Liz Evans, una de las impulsoras de Insite, un centro de supervisión de inyecciones que se creó en 2003 en Down Town East Side (DTES), un barrio devastado por la droga y el sida en los noventa. Alrededor de 40 papers publicados en algunas de las más prestigiosas revistas de salud del mundo muestran su éxito: la criminalidad ha bajado, el contagio entre quienes se inyectan ha descendido un 90%, las víctimas mortales de la sobredosis han caído un 35% y su presencia ha supuesto un aumento del 35% de la participación en los programas de desintoxicación.
No es el único similar; en el mundo existen alrededor de 90 narcosalas.
El ejemplo, sin embargo, no parece cundir.
Aunque la epidemia mundial de VIH está siendo controlada —las infecciones caen y cada vez se producen menos muertes en el mundo por su causa—, existen regiones que se resisten a este descenso.
La que comprende el Este de Europa y Asia Central sufrió un aumento del 40% entre 2001 y 2014, en buena medida por el contagio de entre drogodependientes. “Es una zona en la que los estupefacientes están muy perseguidos y las políticas para el consumo seguro son inexistentes, cuando no penadas.
El resultado es que el 70% de los casos de VIH y casi la mitad de los nuevos contagios tienen su origen en el uso de jeringuillas”, explica Michel Kazatchkine, enviado especial de la ONU para el VIH-sida en la región
. También se ha producido un dramático ascenso del contagio del virus del sida en una franja rural del medio oeste estadounidense, donde el consumo de opiáceos sin prescripción facultativa está creciendo y las leyes persiguen incluso los programas que facilitan jeringuillas nuevas a los consumidores.
En Indiana, por ejemplo, llevar una sin prescripción médica puede suponer penas de cárcel.
“Es un claro ejemplo de cómo la ideología antepone a la evidencia
científica.
Estos métodos restrictivos no solo han demostrado no funcionar, sino que son a la larga mucho más caros porque tienen una gran repercusión en el sistema de salud”, asegura Chris Beyrer, presidente de la Sociedad Internacional de Sida (IAS, por sus siglas en inglés), que celebró precisamente en Vancouver su congreso el pasado julio.
De hecho, la idea de Insite surgió de Julio Montaner, su antecesor en el cargo.
El actual director del Centro para la excelencia en VIH-sida de la Columbia Británica (BCCfE, por sus siglas en inglés) y uno de los más prestigiosos investigadores sobre la enfermedad en el mundo no era precisamente favorable a este abordaje.
“A mí en principio no me gustaba la idea de habilitar un espacio para que los drogadictos fueran a inyectarse, pero todo lo demás había fallado, las muertes en el barrio estaban a la orden del día y teníamos que probar algo nuevo.
Esto resultó”, explica.
Aún hoy, la presencia de la droga se mantiene.
Los promotores de Insite calculan que de los 16.000 vecinos, 6.000 son adictos.
Es algo que se palpa en cuanto uno llega al DTES, justo al lado del centro de la que es considerada una de las mejores ciudades para vivir del mundo.
Las caras demacradas, el mercadeo callejero, los carritos de la compra llenos de posesiones vitales y los asentamientos improvisados para dormir dan a simple vista una idea del problema que aqueja al barrio.
Al menos, hoy no se encuentran cadáveres en la calle, algo que era prácticamente normal en los noventa, según relata Scott Thomsom, policía de la zona desde 1987:
“He visto tantos que no puedo contarlos”.
Por aquella época, Kevin ya estaba inyectándose heroína.
Empezó en 1979, cuando tenía 17 años.
Lo lleva grabado en el rostro
. Comenzó a usar Insite desde que lo abrieron. “Antes de esto yo compartía jeringuilla con siete u ocho personas
. Es un milagro que no tenga VIH, aunque sí contraje hepatitis.
Cuando te drogas en la calle haces cosas que sorprenderían a cualquiera, usas el agua de charcos o incluso del váter”, cuenta
. El centro se basa en en cosas sencillas: tratar a los drogadictos como a personas humanas, ofrecerles limpieza, seguridad, calor, jeringuillas nuevas y un pequeño espacio donde pincharse.
Y no juzgarles. “Si esto funcionase, lo haríamos, pero resulta que no es así”, afirma Darwin Fisher, director de Insite.
El mecanismo del centro es, como las premisas en las que se basa, sencillo.
Abre sus puertas a las 10.00 de la mañana cada día
. Los usuarios pasan, dan un nombre (que pueden ser ficticio), se lavan las manos y se sientan durante el tiempo que necesiten en uno de los trece puestos habilitados para inyectarse droga mientras suena música.
Cada día pasan por él 400 personas. Nadie les hace preguntas si no quieren, nadie les asesora si no lo piden.
Junto a los puestos de consumo está todo el material que necesitan y enfermeros que les pueden ayudar en caso de que lo soliciten.
Muchos lo hacen, y la higiene y seguridad con la que se drogan a aumentado; hasta 2013 se habían practicado más de 3.400 intervenciones clínicas entre las más de 9.200 personas que habían pasado por allí
. “Las charlas con el personal, sin embargo no suelen ser sanitarias, sino humanas, eso les hace sentirse cómodos”, explica Fisher.
Cuando terminan en su puesto pueden pasar a una zona de recreo donde
conversar con otros usuarios o con los voluntarios exdrogadictos que
trabajan en el centro
. Nadie les presiona para ello, pero en el caso de que lo soliciten, existe un programa de desintoxicación a su disposición.
“Lo bueno es que no tienen que llamar ni que rellenar papel alguno, simplemente lo piden y se lo facilitamos”, cuenta Fisher.
Aproximadamente un tercio recurre a esta ayuda.
El problema es que hay más demanda que oferta. En la planta de arriba, lo que llaman Onsite, tienen habilitado un centro con 12 camas, aunque la rotación es frecuente, así que no suelen tardar mucho en acceder al programa.
Más de la mitad lo completa con éxito.
Tras ese proceso, pueden acceder a otro, que también está en una planta diferente.
En la tercera duerme Kevin.
Es un lugar de estancia temporal con habitaciones y baños individuales que son asignados tras la recuperación.
Es el paso hacia una vida normal. Kevin lleva cuatro meses ahí y está buscando un alojamiento definitivo fuera del centro y, a ser posible, un trabajo.
“Los he tenido en la hostelería y la limpieza, pero los perdía en cuanto me colocaba, entonces pasaba a ser un delincuente y a hacer lo que fuera para conseguir dinero: desde robar a vender drogas”, relata.
Ejemplos de recuperación como el suyo no sirven para que el Gobierno Federal de Canadá apoye al centro o cree nuevos en el resto del país
. Es más, ha intentado cerrarlo en varias ocasiones, algo que fue denegado por la Corte Suprema, que mantuvo la excepción legal bajo la que se ampara Insite, que sí cuenta con el aliento y la financiación del Gobierno Provincial de la Columbia Británica, donde está Vancouver.
“Para la administración federal representamos todo lo malo, como si apoyásemos la drogadicción. Creen que iniciativas como esta la alientan, cuando no solo no es así, sino que es la mejor forma de abordar el problema, según se ha demostrado”, explica el doctor Montaner.
No solo ocurre en Canadá. Kazatchkine, que también es miembro de la Comisión Global de Políticas de Drogas, explica que los Gobiernos a menudo no se guían por la evidencia científica:
“No solo pasa en Ucrania o Rusia, tampoco existen centros seguros de consumo en Inglaterra, Francia o Portugal.
Se ha demostrado que la represión es contraproducente, pero los gobiernos parecen no querer verlo”. Quizás, algún día, también legislen en contra de la ley de la gravedad, pero no por ello dejarán de caer.
Nos puede parecer mal la ley de la gravedad y votar todos en su contra, que seguiremos cayendo si saltamos desde una ventana
. Con los abordajes de la salud de los consumidores de droga sucede algo parecido.
Facilitar a los drogadictos lugares seguros para pincharse puede generar controversia o dudas morales.
Sin embargo, decenas de estudios han demostrado que donde se implantan se reduce la infección de hepatitis y VIH —entre otras—, baja la mortalidad y, por lo general, aumenta la seguridad ciudadana y el porcentaje de quienes comienzan programas de desintoxicación.
En Vancouver (Canadá) un pequeño local sirve de modelo mundial para mostrar la evidencia de que este es el abordaje más eficaz.
“Es el único lugar de Norteamérica en el que entras con drogas y no eres un criminal”, asegura Liz Evans, una de las impulsoras de Insite, un centro de supervisión de inyecciones que se creó en 2003 en Down Town East Side (DTES), un barrio devastado por la droga y el sida en los noventa. Alrededor de 40 papers publicados en algunas de las más prestigiosas revistas de salud del mundo muestran su éxito: la criminalidad ha bajado, el contagio entre quienes se inyectan ha descendido un 90%, las víctimas mortales de la sobredosis han caído un 35% y su presencia ha supuesto un aumento del 35% de la participación en los programas de desintoxicación.
No es el único similar; en el mundo existen alrededor de 90 narcosalas.
El ejemplo, sin embargo, no parece cundir.
Aunque la epidemia mundial de VIH está siendo controlada —las infecciones caen y cada vez se producen menos muertes en el mundo por su causa—, existen regiones que se resisten a este descenso.
La que comprende el Este de Europa y Asia Central sufrió un aumento del 40% entre 2001 y 2014, en buena medida por el contagio de entre drogodependientes. “Es una zona en la que los estupefacientes están muy perseguidos y las políticas para el consumo seguro son inexistentes, cuando no penadas.
El resultado es que el 70% de los casos de VIH y casi la mitad de los nuevos contagios tienen su origen en el uso de jeringuillas”, explica Michel Kazatchkine, enviado especial de la ONU para el VIH-sida en la región
. También se ha producido un dramático ascenso del contagio del virus del sida en una franja rural del medio oeste estadounidense, donde el consumo de opiáceos sin prescripción facultativa está creciendo y las leyes persiguen incluso los programas que facilitan jeringuillas nuevas a los consumidores.
En Indiana, por ejemplo, llevar una sin prescripción médica puede suponer penas de cárcel.
Con las narcosalas, la criminalidad baja, el
contagio entre quienes se inyectan desciende y las víctimas mortales
también, además de suponer un ahorro sanitario
Estos métodos restrictivos no solo han demostrado no funcionar, sino que son a la larga mucho más caros porque tienen una gran repercusión en el sistema de salud”, asegura Chris Beyrer, presidente de la Sociedad Internacional de Sida (IAS, por sus siglas en inglés), que celebró precisamente en Vancouver su congreso el pasado julio.
De hecho, la idea de Insite surgió de Julio Montaner, su antecesor en el cargo.
El actual director del Centro para la excelencia en VIH-sida de la Columbia Británica (BCCfE, por sus siglas en inglés) y uno de los más prestigiosos investigadores sobre la enfermedad en el mundo no era precisamente favorable a este abordaje.
“A mí en principio no me gustaba la idea de habilitar un espacio para que los drogadictos fueran a inyectarse, pero todo lo demás había fallado, las muertes en el barrio estaban a la orden del día y teníamos que probar algo nuevo.
Esto resultó”, explica.
Aún hoy, la presencia de la droga se mantiene.
Los promotores de Insite calculan que de los 16.000 vecinos, 6.000 son adictos.
Es algo que se palpa en cuanto uno llega al DTES, justo al lado del centro de la que es considerada una de las mejores ciudades para vivir del mundo.
Las caras demacradas, el mercadeo callejero, los carritos de la compra llenos de posesiones vitales y los asentamientos improvisados para dormir dan a simple vista una idea del problema que aqueja al barrio.
Al menos, hoy no se encuentran cadáveres en la calle, algo que era prácticamente normal en los noventa, según relata Scott Thomsom, policía de la zona desde 1987:
“He visto tantos que no puedo contarlos”.
Por aquella época, Kevin ya estaba inyectándose heroína.
Empezó en 1979, cuando tenía 17 años.
Lo lleva grabado en el rostro
. Comenzó a usar Insite desde que lo abrieron. “Antes de esto yo compartía jeringuilla con siete u ocho personas
. Es un milagro que no tenga VIH, aunque sí contraje hepatitis.
Cuando te drogas en la calle haces cosas que sorprenderían a cualquiera, usas el agua de charcos o incluso del váter”, cuenta
. El centro se basa en en cosas sencillas: tratar a los drogadictos como a personas humanas, ofrecerles limpieza, seguridad, calor, jeringuillas nuevas y un pequeño espacio donde pincharse.
Y no juzgarles. “Si esto funcionase, lo haríamos, pero resulta que no es así”, afirma Darwin Fisher, director de Insite.
El mecanismo del centro es, como las premisas en las que se basa, sencillo.
Abre sus puertas a las 10.00 de la mañana cada día
. Los usuarios pasan, dan un nombre (que pueden ser ficticio), se lavan las manos y se sientan durante el tiempo que necesiten en uno de los trece puestos habilitados para inyectarse droga mientras suena música.
Cada día pasan por él 400 personas. Nadie les hace preguntas si no quieren, nadie les asesora si no lo piden.
Junto a los puestos de consumo está todo el material que necesitan y enfermeros que les pueden ayudar en caso de que lo soliciten.
Muchos lo hacen, y la higiene y seguridad con la que se drogan a aumentado; hasta 2013 se habían practicado más de 3.400 intervenciones clínicas entre las más de 9.200 personas que habían pasado por allí
. “Las charlas con el personal, sin embargo no suelen ser sanitarias, sino humanas, eso les hace sentirse cómodos”, explica Fisher.
Europa del Este es la región del mundo donde más sube el contagio del VIH, sobre todo debido a la reutilización de jeringuillas
. Nadie les presiona para ello, pero en el caso de que lo soliciten, existe un programa de desintoxicación a su disposición.
“Lo bueno es que no tienen que llamar ni que rellenar papel alguno, simplemente lo piden y se lo facilitamos”, cuenta Fisher.
Aproximadamente un tercio recurre a esta ayuda.
El problema es que hay más demanda que oferta. En la planta de arriba, lo que llaman Onsite, tienen habilitado un centro con 12 camas, aunque la rotación es frecuente, así que no suelen tardar mucho en acceder al programa.
Más de la mitad lo completa con éxito.
Tras ese proceso, pueden acceder a otro, que también está en una planta diferente.
En la tercera duerme Kevin.
Es un lugar de estancia temporal con habitaciones y baños individuales que son asignados tras la recuperación.
Es el paso hacia una vida normal. Kevin lleva cuatro meses ahí y está buscando un alojamiento definitivo fuera del centro y, a ser posible, un trabajo.
“Los he tenido en la hostelería y la limpieza, pero los perdía en cuanto me colocaba, entonces pasaba a ser un delincuente y a hacer lo que fuera para conseguir dinero: desde robar a vender drogas”, relata.
Ejemplos de recuperación como el suyo no sirven para que el Gobierno Federal de Canadá apoye al centro o cree nuevos en el resto del país
. Es más, ha intentado cerrarlo en varias ocasiones, algo que fue denegado por la Corte Suprema, que mantuvo la excepción legal bajo la que se ampara Insite, que sí cuenta con el aliento y la financiación del Gobierno Provincial de la Columbia Británica, donde está Vancouver.
“Para la administración federal representamos todo lo malo, como si apoyásemos la drogadicción. Creen que iniciativas como esta la alientan, cuando no solo no es así, sino que es la mejor forma de abordar el problema, según se ha demostrado”, explica el doctor Montaner.
No solo ocurre en Canadá. Kazatchkine, que también es miembro de la Comisión Global de Políticas de Drogas, explica que los Gobiernos a menudo no se guían por la evidencia científica:
“No solo pasa en Ucrania o Rusia, tampoco existen centros seguros de consumo en Inglaterra, Francia o Portugal.
Se ha demostrado que la represión es contraproducente, pero los gobiernos parecen no querer verlo”. Quizás, algún día, también legislen en contra de la ley de la gravedad, pero no por ello dejarán de caer.