Fallece Yvonne Hortet, compañera del editor y escritor Carlos Barral.
Al final del verano de 1989 la cocina de Carlos Barral en Barcelona
estaba en penumbra y aquel hombre que ya andaba a zancadas cortas porque
los pulmones no le daban para más no sabía dónde estaba el agua fría.
No está Yvonne, decía.
Los dos, él e Yvonne (Yvonne Hortet, que falleció anteayer en Barcelona a los 83 años) fueron inseparables desde que ella era una adolescente de cuerpo admirable y de risa sin desmayo.
Esa fue la sonrisa de Yvonne, el rastro público de su elegancia melancólica, de su manera de ser y de estar a la vez, esencial e íntima, pública y también secreta.
Los dos, en realidad, fueron siempre unos adolescentes; a Yvonne la risa se le hizo fronteriza con la tos que procuran los cigarrillos, y a Carlos la risa se le hizo metálica y grande, como una gota enorme de risa seca que empezaba y concluía en un hermoso espasmo de sorpresa.
Él protagonizó una de las aventuras literarias más impresionantes de la segunda parte del siglo XX en Europa, y fue el centro visible de un sentimiento europeo que, después de la guerra mundial y de nuestra propia guerra incivil, trató de reconstruir el ánimo intelectual, y narrativo, del continente.
A su lado esta mujer, cuya alegría ahora es como su emblema en la memoria de los otros, fue siempre un apoyo, una referencia, como el bastón invisible en el que se apoyaba en su soledad y también en sus desvaríos sobre las arenas movedizas del negocio de vivir.
A él todas las cosas le parecían posibles, como caminar sobre las aguas, e Yvonne, más allá incluso de la muerte de Carlos (que se produjo, tras aquel verano en que buscaba infructuosamente el agua fría en la cocina oscura, el 12 de diciembre de 1989), creyó también que el mar no iba a ser nunca violento
. Pero no le respondieron las expectativas de su entusiasmo; luchó para que la casa de Calafell, aquella reliquia barraliana (e ivonyana) sobreviviera a la piqueta espiritual del tiempo, y batalló en silencio, o risueña, para que la memoria del navegante del Argüello, su barco, no naufragara en el proceloso océano del olvido al que este país somete sobre todo a quienes lo quisieron.
La inevitable melancolía de aquella pérdida, pues Barral era un continente en sí mismo, y alrededor todo fue archipiélago, no hizo heridas visibles en Yvonne, que tuvo la fortaleza de sus hijos y de sus nietos, la cercanía de los símbolos (el barco, la arena, L’Espineta, el bar donde recibían en verano a los amigos y a los transeúntes, en Calafell) y también la increíble realidad de la memoria común.
Esos libros que escribió Carlos Barral para dejar memoria de él son también la memoria de Yvonne Hortet; ahí está ella, saltando “sobre aquellas aguas de espejo”…
El encuentro con Yvonne, evoca Barral en uno de esos textos, “había movido mi centro de gravedad, modificado mi posición de equilibrio con respecto al mundo que me rodeaba o, mejor, había como desplazado la idea que me venía haciendo de mí mismo”.
Este hombre sin tierra, mirando la vida desde la arena o desde el mar (Cataluña desde el mar, qué canto de amor a su tierra desde las olas)..., siempre creyó que la vida era agua.
Él era “urgente y frágil, / de alabastro”, ella era de aire, y de agua de mar, una habitante sutil y hasta incorpórea, compañera de este habitante de la arena que acabó sus días soñando que era otra vez el adolescente que podía andar desnudo por la playa, esperando otra vez, intacta, la primera visión de la chica que se aprestaba a saltar "sobre aquellas aguas de espejo".
Fueron dos adolescentes mirándose y mirando cómo cada uno iba en pos de un mar común al que ahora llegan, en un tiempo que ni ella ni él reconocerían, porque ya se acabó, desde hace tanto, el tiempo de los adolescentes, es decir, el instante largo de la que fue su alegría.
No está Yvonne, decía.
Los dos, él e Yvonne (Yvonne Hortet, que falleció anteayer en Barcelona a los 83 años) fueron inseparables desde que ella era una adolescente de cuerpo admirable y de risa sin desmayo.
Esa fue la sonrisa de Yvonne, el rastro público de su elegancia melancólica, de su manera de ser y de estar a la vez, esencial e íntima, pública y también secreta.
Los dos, en realidad, fueron siempre unos adolescentes; a Yvonne la risa se le hizo fronteriza con la tos que procuran los cigarrillos, y a Carlos la risa se le hizo metálica y grande, como una gota enorme de risa seca que empezaba y concluía en un hermoso espasmo de sorpresa.
Él protagonizó una de las aventuras literarias más impresionantes de la segunda parte del siglo XX en Europa, y fue el centro visible de un sentimiento europeo que, después de la guerra mundial y de nuestra propia guerra incivil, trató de reconstruir el ánimo intelectual, y narrativo, del continente.
A su lado esta mujer, cuya alegría ahora es como su emblema en la memoria de los otros, fue siempre un apoyo, una referencia, como el bastón invisible en el que se apoyaba en su soledad y también en sus desvaríos sobre las arenas movedizas del negocio de vivir.
A él todas las cosas le parecían posibles, como caminar sobre las aguas, e Yvonne, más allá incluso de la muerte de Carlos (que se produjo, tras aquel verano en que buscaba infructuosamente el agua fría en la cocina oscura, el 12 de diciembre de 1989), creyó también que el mar no iba a ser nunca violento
. Pero no le respondieron las expectativas de su entusiasmo; luchó para que la casa de Calafell, aquella reliquia barraliana (e ivonyana) sobreviviera a la piqueta espiritual del tiempo, y batalló en silencio, o risueña, para que la memoria del navegante del Argüello, su barco, no naufragara en el proceloso océano del olvido al que este país somete sobre todo a quienes lo quisieron.
La inevitable melancolía de aquella pérdida, pues Barral era un continente en sí mismo, y alrededor todo fue archipiélago, no hizo heridas visibles en Yvonne, que tuvo la fortaleza de sus hijos y de sus nietos, la cercanía de los símbolos (el barco, la arena, L’Espineta, el bar donde recibían en verano a los amigos y a los transeúntes, en Calafell) y también la increíble realidad de la memoria común.
Esos libros que escribió Carlos Barral para dejar memoria de él son también la memoria de Yvonne Hortet; ahí está ella, saltando “sobre aquellas aguas de espejo”…
El encuentro con Yvonne, evoca Barral en uno de esos textos, “había movido mi centro de gravedad, modificado mi posición de equilibrio con respecto al mundo que me rodeaba o, mejor, había como desplazado la idea que me venía haciendo de mí mismo”.
Este hombre sin tierra, mirando la vida desde la arena o desde el mar (Cataluña desde el mar, qué canto de amor a su tierra desde las olas)..., siempre creyó que la vida era agua.
Él era “urgente y frágil, / de alabastro”, ella era de aire, y de agua de mar, una habitante sutil y hasta incorpórea, compañera de este habitante de la arena que acabó sus días soñando que era otra vez el adolescente que podía andar desnudo por la playa, esperando otra vez, intacta, la primera visión de la chica que se aprestaba a saltar "sobre aquellas aguas de espejo".
Fueron dos adolescentes mirándose y mirando cómo cada uno iba en pos de un mar común al que ahora llegan, en un tiempo que ni ella ni él reconocerían, porque ya se acabó, desde hace tanto, el tiempo de los adolescentes, es decir, el instante largo de la que fue su alegría.