Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

10 ago 2015

Almodóvar pone fin a su ‘Silencio’....................................................... Noelia Núñez

El director ultima en el barrio de Justicia en Madrid la grabación de su nueva película.

Pedro Almodóvar
Almodóvar, el pasado miércoles durante el rodaje de 'Silencio' en Madrid. / Samuel Sánchez

A algunas personas que el pasado miércoles paseaban por el madrileño barrio de Justicia les pilló por sorpresa la parafernalia montada esa tarde en las calles de Fernando VI y Regueros.
 No como a buena parte de los vecinos, conocedores de lo que pasaba
. Un cartel prevenía: Se rueda. No estacionar por rodaje cinematográfico”.
 Casi un centenar de personas, entre actores y equipo técnico, disfrazaban el entorno de ambiente ochentero.
 Y, en medio de ese ordenado caos, el cineasta. “¿De verdad está grabando Pedro Almodóvar?”, preguntaba entusiasmado un matrimonio al pasar, casi cegado por los focos.
 Iban a cenar, pero antes querían atisbar al cineasta, tocado con sombrero, que daba indicaciones a los miembros del equipo.
Un centenar de personas ambientaban dos calles para evocar los ochenta
Son los últimos días del rodaje de Silencio, vigésima película del director, protagonizada por Emma Suárez y Adriana Ugarte.
 Cuando el pasado mayo comenzó a rodar, el cineasta definió su filme como “un drama sombrío de universo femenino”.
 Narra las vicisitudes de una mujer que durante tres décadas sufre el abandono de personas importantes en su vida
. El reparto está repleto de caras femeninas: Rossy de Palma, Inma Cuesta, Nathalie Poza, Michelle Jenner, Priscilla Delgado, Susi Sánchez, Pilar Castro... Daniel Grao, Joaquín Notario y Darío Grandinetti son los actores
. El pasado miércoles solo estaban Suárez y Grandinetti.

“Es un viernes por la noche, venís de un garito y os saludáis”.
 Son las indicaciones del equipo a los figurantes, ataviados con ropa de la época de la Movida madrileña.
“Parece que llevo un cuadro de Picasso”, comentaba una joven mirándose el vestido, “pero la chaqueta de cuero roja me encanta”, decía mientras acariciaba la prenda, como si fuera una reliquia. De repente, un grito: “¿Preparados? Acción”.
Todas las miradas se dirigían a la protagonista: una mujer paseaba entre las cámaras con aire taciturno.
 Uno, dos, hasta tres coches pasaron delante de ella antes de que se dirigiese a su apartamento. Después, los vehículos daban marcha atrás y repetían la escena. “La actriz es Emma Suárez”, le decía una señora a su amiga.

Anécdotas para todos

La calle de Fernando VI ni siquiera estaba cortada, pero en sus aceras se filmaban los exteriores
. Para los interiores disponen de un edificio alquilado en el número 19 de esa calle, repleta de restaurantes y tiendas de delicatessen.
 Horas antes de acabar la grabación, un miembro del equipo recordaba detalles de todo el trabajo: “El despliegue de luces ha sido espectacular.
 Hace unas semanas, había una grúa enorme que desde fuera iluminaba todo el interior del edificio. A mí me recordaba a La ventana indiscreta”.
El cineasta ha definido la cinta como “un sombrío drama femenino”
Quienes tenían vistas privilegiadas del rodaje, que finalizó el pasado viernes, eran los vecinos.
 Pese a alguna molestia, parecían encantados.
Uno de ellos contaba ilusionado a una amiga que hace 20 años actuó como extra en otro filme de Almodóvar, La flor de mi secreto.
  “Aparezco en la manifestación de los médicos. Entonces tenía 24 años, cómo pasa el tiempo.
 Nos trataron genial y había barra libre de agua y bocadillos”, rememoraba sonriente.
“En esa frutería entró Almodóvar y compró picotas, peras y melocotones”, decía Shiraida Pérez, dependienta de un comercio de la zona.
Al encargado de un bar, el escenario cinematográfico le divertía solo a medias.
 Por un lado, había hecho fotos con el móvil y contaba que una chica había estado persiguiendo al director para que le hiciese una prueba.
 Pero también se hallaba algo molesto: “Solo pueden aparcar ellos en la calle, ¡como si fuera de su propiedad!
 Con tanto follón por las noches, la gente casi no entra en el bar.
Un día vino Almodóvar con unos cuantos a tomar algo, pero tuvieron que marcharse
. Eran las cuatro y media y ya íbamos a cerrar”.
Todos los comerciantes parecen tener una anécdota del rodaje, como Paloma González, una de las responsables de una tienda de ropa: “Nos pidieron si podíamos cambiar el vestuario de los escaparates por modelitos de los ochenta”.
Alguien le pidió a una señora que esperase sin cruzar la calle dos minutos para grabar una escena. Caso omiso.
 Con gorro de lana pese al calor, pasó refunfuñando con su carrito de la compra por todo el escenario de Silencio.

 

Cuando Andy Warhol conoció a la Velvet Underground............................................ Álex Vicente

Una exposición en el Pompidou de Metz celebra el 50º aniversario de este “flechazo”.

 

Andy Warhol (a la derecha) y la Velvet Underground, en una imagen de 1966 tomada por el fotógrafo Steve Schapiro.

Las distintas versiones de esta historia difieren respecto a los detalles, pero todas coinciden en lo esencial: Andy Warhol estrechó por primera vez la mano de los integrantes de la Velvet Underground en diciembre de 1965, cuando eran la banda residente del Café Bizarre, un local del Village neoyorquino del que no tardarían en ser despedidos
. Lo hizo gracias a Barbara Rubin, figura central del cine underground de los sesenta, que poco después abandonó los excesos de la ciudad para unirse a una secta hasídica, antes de morir a los 35 años de una infección contraída durante el parto.
La banda, cuyo nombre se inspiraba en un estudio psiquiátrico sobre la desviación sexual, había sido fundada meses atrás por John Cale, joven discípulo del compositor vanguardista La Monte Young, y por Lou Reed, letrista y vocalista recién salido de la universidad con un expediente brillante, pese a sus problemas para acatar la autoridad.
Su música eléctrica y sombría, unida a la poesía violenta de sus letras, su interés por el ruido y una puesta en escena tan gélida como antitética a los swinging sixties, logró fascinar a Warhol.
 El artista no tardó en ficharlos para que actuaran en la Factory, el estudio que había abierto en 1963 en el quinto piso de un edificio de Manhattan.
El mismo Reed lo describió en su día como un flechazo: “Estábamos hechos el uno para el otro.
 Las canciones escritas antes de nuestro encuentro ligaban perfectamente con los temas de sus películas.
 Andy nos dio la oportunidad de convertirnos en The Velvet Underground.
 Antes, no éramos nada y no interesábamos a nadie”.
La sede del Centro Pompidou en Metz, enclave industrial de la Lorena francesa, celebra ahora el 50º aniversario de ese flechazo con una nueva exposición, titulada Warhol Underground.
 Hasta el 23 de noviembre, la muestra recorre los vínculos del artista con la escena vanguardista de Nueva York y trata de determinar hasta qué punto influyó en su obra.
 “En realidad, todas las rupturas estéticas se hacen en grupo. Warhol fue lo contrario a un autista encerrado en su torre de marfil.
Supo observar y escuchar, nutriéndose de cuantos le rodeaban”, sostiene Emma Lavigne, directora del museo y comisaria de la exposición.
“Se inspiró en esa constelación de artistas que malvivían en el Lower East Side, a la que ayudó económicamente, pero también en los herederos de la Beat Generation, las figuras del movimiento Fluxus y los dioses de la contracultura como Robert Rauschenberg, John Cage, Merce Cunningham o Jonas Mekas”, añade Lavigne.
 Sin olvidar a las llamadas superstars de Warhol, personajes de la noche neoyorquina, como Candy Darling, International Velvet u Ondine, a quienes prestaba una atención fluctuante.
 Todos pasaron por este refugio de las vanguardias, frecuentado por artistas excéntricos, ángeles caídos y toxicómanos de distinta índole.
'Ten Lizes', serigrafía realizada por Warhol con retratos de Elizabeth Taylor. / The Andy Warhol Foundation for the Visual Arts

Serigrafías y retratos

El recorrido de la muestra incluye las primeras serigrafías ejecutadas en su taller, como las famosas latas de sopa Campbell y las cajas de estropajos de marca Brillo, pasando por sus retratos de Elizabeth Taylor (Ten Lizes) y la tétrica reflexión sobre la silla eléctrica (Big Electric Chair). Pero también las películas que Warhol rodó en la Factory, a razón de 15 al año, entre las que figuran Sleep, Kiss, Empire o Chelsea Girls.
En la primera sala de la exposición, frente a un sofá rojo idéntico al de la Factory original, un centenar de fotografías dan fe de la vibrante cotidianidad del lugar.
La modelo Edie Sedgwick aparece bailando en una fiesta.
El poeta Gerard Malanga, principal ayudante de Warhol y responsable del casting de aspirantes, se apoya en una pared plateada, el color que envolvía toda la Factory.
 Y la cantante Nico aprende los primeros acordes de There she goes again, entre visitantes tan ilustres como Dylan, Tennessee Williams o Truman Capote.
Entre los autores de las imágenes figuran nombres tan reputados como los de Nat Finkelstein, Steve Schapiro y Stephen Shore, reclutado a los 18 años por Warhol.
“En 1965, rodé un corto que se proyectó en el mismo cine neoyorquino donde Andy exhibía sus películas. Me pidió que le siguiera y lo hice”, recordaba Shore poco después de la inauguración. “Dejé el instituto y pasé mis días en la Factory, convirtiéndome en uno más.
El contacto con los inquilinos de la Factory, que se convirtieron en amigos, dio lugar a cientos de fotografías con las que aprendí el oficio”.

“Solo pagaba el alquiler”

Otro de los personajes asiduos era el fotógrafo David McCabe, contratado a los 25 años para que retratase a Warhol durante los doce meses de 1964. McCabe se opone a la leyenda de que el artista vampirizó a sus jóvenes súbditos en beneficio propio.
“Sé que Edie [Sedgwick] se sintió utilizada, pero en realidad fue ella misma quien se autodestruyó. Warhol solo le dio la fama”, asegura.
 “Podía ser frío con la gente que no le caía bien, pero conmigo siempre fue respetuoso y cooperativo. Percibió mi talento a la tierna edad de 25 años y me prestó una atención de la que me sigo beneficiando hoy, cincuenta años después”, añade.
El propio Warhol negaba ser lo más interesante del lugar:
“La gente creía que en la Factory todo giraba en torno a mí. En realidad, yo solo pagaba el alquiler”.

La partida interminable....................................................... Carlo Frabetti

Imajen de la Película "El Séptimo  sello"

Fotograma de la película "El séptimo sello", de Ingmar Bergman. / EL PAÍS

EL PAÍS y Materia proponen a sus lectores, cada semana, un juego de lógica. Los lectores pueden enviar sus soluciones en los comentarios, y plantear nuevos acertijos y juegos. La respuesta correcta será ofrecida en la columna de la semana siguiente.
Para calcular el número de posiciones posibles en una partida de ajedrez tras el segundo movimiento de las blancas, podemos considerar primero las posibles combinaciones de dos movimientos blancos y multiplicarlas por 20, que son las posibilidades de las negras en su único movimiento. El cálculo puede desglosarse de la forma siguiente, en función de las diversas opciones del bando blanco para sus dos movimientos:
Mueve dos peones: 16 x 14/2 x 20 = 2.240 (dividimos por 2 porque mover primero el peón A y luego el B es equivalente a mover primero el B y luego el A).
Mueve dos veces un mismo peón: 16x20 + 14 posibles capturas – 8 clavadas = 326.
Mueve un peón y una pieza: 121 x 20 - 4 obstrucciones = 2.416.
Mueve un caballo y lo devuelve a su casilla: 20.
Mueve un caballo dos veces sin volver a su casilla: 10 x 20 = 200.
Mueve los dos caballos: 4 x 20 = 80.
Mueve un caballo y una torre: 4 x 20 = 80.
Total: 2.240 + 326 + 2.416 + 20 + 200 + 80 + 80 = 5.362.
Obviamente, muchas de estas jugadas son absurdas y nunca se darían en una partida real; pero no se trata de calcular el número de las posiciones razonables, sino el de las posibles.
En cuanto a la partida más corta, no es el conocido "mate del pastor", pues con la suicida colaboración de las blancas las negras pueden dar mate en dos jugadas: 1 f3, e5; 2 g4, Dh4++. Es el conocido como "mate del loco" y, por increíble que parezca, no es una mera curiosidad combinatoria, sino que se ha producido al menos una vez en una competición oficial.
EL PAÍS
Ocurrió en la cuarta ronda de la Olimpiada de Ajedrez que se celebró en Tromso (Noruega) en agosto de 2014, mientras los espectadores se frotaban los ojos con incredulidad y los periodistas hacían fotos al tablero, pues la forma fulminante en que la jugadora Rhoda Masiyazi, de Zimbabue, derrotó a Akua Kosife Esse, de Togo, no es concebible en un torneo internacional.
Menos sencillo es determinar la partida más larga posible.
 Que no es interminable, como podría parecer a primera vista.
En principio, dos jugadores muy despistados podrían prolongar una partida indefinidamente haciendo jugadas inoperantes; pero, según el reglamento de la FIDE (Federación Internacional de Ajedrez), una partida se considera tablas cuando se efectúan 50 jugadas por bando sin que se haya movido ningún peón ni comido ninguna pieza.
Teniendo en cuenta esta regla, ¿cuál es la partida más larga posible?
 

La envidia y el síndrome de Solomon....................................................................... Borja Vilaseca

Formamos parte de una sociedad que tiende a condenar el talento y el éxito ajenos

La envidia paraliza el progreso por el miedo que genera no encajar con la opinión de la mayoría

Uno de los mayores temores del ser humano es diferenciarse del resto y no ser aceptado.

Ilustración de José Luis Ágreda

En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar una prueba de visión.
 Al menos eso es lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un experimento sobre la conducta humana en un entorno social.
 El experimento era muy simple.
 En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban compinchados con Asch
. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de chavales participaban en la misma prueba de visión que él.
Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea
. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo.
 Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado.
Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobaya del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.
La conformidad es el proceso por medio del cual los miembros de un grupo social cambian sus pensamientos, decisiones y comportamientos para encajar con la opinión de la mayoría”
(Solomon Asch)
La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error.
Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta incorrecta.
Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea
. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento.
A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.
Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les pre­­guntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás.
 Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría.
Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.
A día de hoy, este estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de investigadores de la conducta humana.
 La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos.
 Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable. El propio Asch se sorprendió al ver lo mucho que se equivocaba al afirmar que los seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida.

La luz de Nelson Mandela

ILUSTRACIÓN DE JOSÉ LUIS ÁGREDA
Después de 27 años en la cárcel y ser elegido en 1994 presidente electo de Sudáfrica, Nelson Mandela compartió con el mundo entero uno de sus poemas favoritos, escrito por Marianne Williamson: “Nuestro temor más profundo no es que seamos inadecuados
. Nuestro temor más profundo es que somos excesivamente poderosos.
 Es nuestra luz, y no nuestra oscuridad, la que nos atemoriza.
 Nos preguntamos: ¿quién soy yo para ser brillante, magnífico, talentoso y fabuloso?
 En realidad, ¿quién eres para no serlo? Infravalorándote no ayudas al mundo.
No hay nada de instructivo en encogerse para que otras personas no se sientan inseguras cerca de ti. Esta grandeza de espíritu no se encuentra solo en algunos de nosotros; está en todos.
 Y al permitir que brille nuestra propia luz, de forma tácita estamos dando a los demás permiso para hacer lo mismo.
Al liberarnos de nuestro propio miedo, automáticamente nuestra presencia libera a otros”.
Más allá de este famoso experimento, en la jerga del desarrollo personal se dice que padecemos el síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para evitar sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado.
 Y también cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que transita la mayoría. De forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que nuestras virtudes y nuestros logros ofendan a los demás.
 Esta es la razón por la que en general sentimos un pánico atroz a hablar en público.
No en vano, por unos instantes nos convertimos en el centro de atención.
Y al exponernos abiertamente, quedamos a merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, dejándonos en una posición de vulnerabilidad.
El síndrome de Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra condición humana.
 Por una parte, revela nuestra falta de autoestima y de confianza en nosotros mismos, creyendo que nuestro valor como personas depende de lo mucho o lo poco que la gente nos valore.
 Y por otra, constata una verdad incómoda: que seguimos formando parte de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos.
 Aunque nadie hable de ello, en un plano más profundo está mal visto que nos vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena crisis económica, con la precaria situación que padecen millones de ciudadanos.
Detrás de este tipo de conductas se esconde un virus tan escurridizo como letal, que no solo nos enferma, sino que paraliza el progreso de la sociedad: la envidia.
La Real Academia Española define esta emoción como “deseo de algo que no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y concluimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en nuestras carencias, las cuales se acentúan en la medida en que pensamos en ellas.
 Así es como se crea el complejo de inferioridad; de pronto sentimos que somos menos porque otros tienen más.
“Ladran, luego cabalgamos”
(dicho popular)D. Quijote a Sancho
Bajo el embrujo de la envidia somos incapaces de alegrarnos de las alegrías ajenas.
 De forma casi inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas nuestras propias frustraciones.
 Sin embargo, reconocer nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso, que necesitamos canalizar nuestra insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que envidiamos
. Solo hace falta un poco de imaginación para encontrar motivos para criticar a alguien.
El primer paso para superar el complejo de Solomon consiste en comprender la futilidad de perturbarnos por lo que opine la gente de nosotros.
 Si lo pensamos detenidamente, tememos destacar por miedo a lo que ciertas personas –movidas por la desazón que les genera su complejo de inferioridad– puedan decir de nosotros para compensar sus carencias y sentirse mejor consigo mismas.
¿Y qué hay de la envidia? ¿Cómo se trasciende?
 Muy simple: dejando de demonizar el éxito ajeno para comenzar a admirar y aprender de las cualidades y las fortalezas que han permitido a otros alcanzar sus sueños.
Si bien lo que codiciamos nos destruye, lo que admiramos nos construye.
 Esencialmente porque aquello que admiramos en los demás empezamos a cultivarlo en nuestro interior.
 Por ello, la envidia es un maestro que nos revela los dones y talentos innatos que todavía tenemos por desarrollar. En vez de luchar contra lo externo, utilicémosla para construirnos por dentro.
 Y en el momento en que superemos colectivamente el complejo de Solomon, posibilitaremos que cada uno aporte –de forma individual– lo mejor de sí mismo a la sociedad.