Su vestido cruzado se lo (auto)regalaban las chicas que conseguían un ascenso en los 70. La diseñadora más salvaje reivindica saltarse las normas y vivir a su manera.
No era ésa la imagen que proyectaba en los años 70, ni la de fiera matriarca ni la de responsable empresaria, cuando ella y su primer marido, el príncipe austroalemán Egon von Fürstenberg, se instalaron en medio del Nueva York warholiano, con sangre joven, dinero viejo y muchas ganas de fiesta
. El día que se casó con él, embarazada, su suegro, un fascista que había posado brazo en alto en una foto con Hitler, no acudió a la recepción.
No le emocionaba la idea de que su hijo se uniese a una judía hija de una superviviente de Auschwitz.
Un artículo publicado en la revista New York precipitó el final de su matrimonio.
Allí ambos hablaban sin reserva de la bisexualidad de él y de la política «abierta» que seguía la pareja.
Ella declaraba que hacer el amor con su marido era tan aburrido «como si tu mano derecha tocase a la izquierda». En sus memorias admite: «Me di cuenta de que no quería ser esa princesa de Park Avenue con una falsa vida decadente».
Su divorcio coincidió con el auge de su negocio.
«Nunca quise ni un dólar de mi exmarido», aclara hoy, cuando lleva décadas casada con Barry Diller, un empresario audiovisual multimillonario que solo había tenido relaciones con hombres hasta conocerla.
Princesa por caché. En 1968, huyendo de un París que le parecía «un lío» –«Yo tenía la edad de los estudiantes que protestaban pero debo confesar que si cruzaba las barricadas era para ir al club Jimmy’s en el bulevar Montparnasse»– aceptó trabajar para el empresario textil italiano Angelo Ferretti.
Éste se había quedado con una obsoleta maquinaria para medias y Von Furstenberg descubrió que podía utilizarla para hacer camisetas, y más tarde vestidos, de nailon.
Costaba menos de 15 euros producir cada uno; los minoristas los adquirían a 35 la pieza y en las tiendas se vendían a casi 70.
Se despachaban más de 25.000 a la semana a mediados de los 70.
Es fácil hacer las matemáticas.
Antes de llegar a los 30, la diseñadora ya era, si no una empresaria hecha a sí misma –mantuvo su título de princesa porque le daba caché y sin duda los contactos de su exmarido fueron cruciales en sus inicios–, sí un rotundo éxito autoproducido.
Y es verdad. Tanto en los 70 como en los 90, cuando la marca protagonizó un sonado regreso tras una década menos triunfante, el little DVF era el regalo que las jóvenes profesionales se hacían a sí mismas cuando conseguían un ascenso.
«No son un hito de la moda, son un hito sociológico y gracias a ellos conseguí convertirme en la mujer que siempre quise ser.
Almodóvar me dijo que los consideraba un símbolo de la feminidad –si alguien no ha visto La piel que habito puede dejar de leer en este instante–. Por eso se los puso a Elena Anaya en esa película en la que un hombre se convierte en mujer», cuenta.
Y repite las señas de identidad de la firma: «Mi estilo es natural, sexy y en marcha. Si no lo puedes enrollar y meter en una maleta, no es de mi casa».
La empresaria, que preside el Consejo de Diseñadores Americanos (CFDA), y se considera la matriarca de la moda americana, tardó mucho en verse a sí misma como una diseñadora. Creía que había tenido una buena ocurrencia, como el Tetra Brik o el Chupa Chups. En su caso, el wrap dress, el vestido envolvente, que lanzó en 1974. «Siempre he estado agradecida a esas prendas porque me cuadraron las cuentas y me pagaron el Bentley que conduzco y todas las casas que tengo, pero antes a veces pensaba: “Con todas las cosas que he hecho, ¿por qué solo hablan de eso?”. Ahora ya no. La exposición que hice en Los Ángeles me sirvió para darme cuenta de que no son solo importantes para mí, sino para muchas personas», dice saltando del inglés a un perfecto castellano que aprendió de joven en Madrid, con una sonrisa muy business-friendly de la que no se despega. La muestra que menciona, The Journey of a Dress, que acogió el LACMA, el museo de arte contemporáneo de la ciudad, fue uno de los hitos con los que celebró el año pasado el 40 aniversario de su creación más famosa. Todo se conjuró para obligar a esta mujer hipervitaminada y adicta al futuro a mirar hacia atrás y hacia dentro. Publicó sus memorias, The Woman I Wanted to Be (La mujer que quise ser, Simon & Schuster) y metió las cámaras de televisión en su casa, en el reality House of DVF.
El día que habló con S Moda estaba en Bruselas, su ciudad natal, para la apertura de la exposición Los belgas. Una historia de moda inesperada. Calzaba mules de tacón vertiginoso y la acompañaba su cuñada, que controla las tiendas de su marca en Bélgica y viste como una DVF centroeuropea, con las mismas gigantescas pulseras doradas en ambos brazos.
Princesa por caché. En 1968, huyendo de un París que le parecía «un lío» –«Yo tenía la edad de los estudiantes que protestaban pero debo confesar que si cruzaba las barricadas era para ir al club Jimmy’s en el bulevar Montparnasse»– aceptó trabajar para el empresario textil italiano Angelo Ferretti. Éste se había quedado con una obsoleta maquinaria para medias y Von Furstenberg descubrió que podía utilizarla para hacer camisetas, y más tarde vestidos, de nailon. Costaba menos de 15 euros producir cada uno; los minoristas los adquirían a 35 la pieza y en las tiendas se vendían a casi 70. Se despachaban más de 25.000 a la semana a mediados de los 70. Es fácil hacer las matemáticas. Antes de llegar a los 30, la diseñadora ya era, si no una empresaria hecha a sí misma –mantuvo su título de princesa porque le daba caché y sin duda los contactos de su exmarido fueron cruciales en sus inicios–, sí un rotundo éxito autoproducido.
«En 2005 vine a Bélgica para abrir mi primera tienda en el país, en Amberes.
Me sentía muy intimidada ante la idea de conocer a los creadores de aquí.
¡Tan serios, tan rigurosos! Pero luego resultó que fueron muy amables y me dieron una gran bienvenida», recuerda.
Sus otras dos misiones en Bruselas ahora, además de recibir esta «validación tan linda», como dice de nuevo en castellano, son juzgar los trabajos de graduación de la escuela de moda de La Cambre, algo que asegura que le fascina, y participar en una mesa redonda sobre el empoderamiento femenino
. «Si eres exitoso, lo primero que consigues es independencia económica, lo cual es muy agradable», confía.
«Y lo segundo es una voz. Es tu obligación cedérsela a la gente que no la tiene, el poder de las mujeres es mi misión en la vida».
Su diagnóstico de la actualidad no es muy optimista:
«Cuando estaba interna en el colegio, había chicas persas y afganas, y esos países eran seculares
. Ya no es así. Cada día en Mosul se venden chicas en jaulas y se pueden comprar por Internet.
No, a las mujeres no les va muy bien ahora mismo».
A ella sí, pero ésa es otra historia.