Japón afronta sus contradicciones en el 70º aniversario de la bomba.
El país, que nunca hizo un debate sincero sobre su imperialismo, quiere
recuperar el uso de la fuerza militar.
Cada año, el 6 de agosto, Japón conmemora el aniversario de la
destrucción de Hiroshima por la bomba atómica estadounidense que arrasó
la ciudad, en un abrir y cerrar de ojos, y se llevó por delante las
vidas de decenas de miles de personas.
Sin duda, el 70º aniversario, que se cumple este año, se conmemorará con ganas.
En esta ocasión la palabra clave es
paz.
La ceremonia tendrá lugar en el Parque Conmemorativo de la Paz de
Hiroshima, construido en 1954 cerca del punto donde estalló la bomba.
A
las 8.15, hora en que tuvo lugar el bombardeo, el primer ministro,
Shinzo Abe,
y otros dignatarios se unirán a los ciudadanos de a pie en oraciones
silenciosas.
Seguirá el repique de las “campanas de la paz”, la lectura
de una “declaración de paz”, y se echarán a volar palomas al cielo que
un día cubrió la nube en forma de hongo.
La paz es, por sí misma, una condición difícil de objetar.
Puede
actuar como el mínimo común denominador que une a personas con
convicciones políticas dispares e incluso antiguos enemigos.
Las
plegarias por la paz, que aluden sobre todo al abrumador sufrimiento
infligido a las víctimas de las bombas de Hiroshima y Nagasaki (atacada
el 9 de agosto), también permiten a muchos japoneses eludir una tarea
aún más difícil: reconciliar las interpretaciones opuestas sobre las
causas que llevaron a la guerra y desencadenaron la mayor hecatombe
nuclear de la historia.
Es fácil olvidar que, en 1945, las armas nucleares eran vistas como
una prolongación natural de las preferencias estratégicas de un país
para enfrentarse al enemigo.
Bajo la doctrina de la guerra total, los
civiles que estaban en la retaguardia, incluidas las mujeres y los
niños, también eran considerados combatientes.
El
bombardeo alemán de Gernika de 1937
conmocionó al mundo, pero con el tiempo todas las potencias aceptaron
la idea de que las víctimas civiles formaban parte integrante de aquella
guerra total, bien porque los bombardeos de precisión contra objetivos
militares se consideraban demasiado complejos, bien porque convertir a
los civiles en un blanco se consideraba una estrategia desmoralizadora
eficaz, o bien, y cada vez más a medida que la guerra se prolongaba, por
ambas razones.
Japón se anticipó al Blitz [el bombardeo continuado de Reino Unido
por parte de la Alemania nazi] y fue uno de los primeros países en
lanzar bombas sobre civiles, en particular en Chongqing, adonde Chang
Kai-shek había trasladado la capital china, desde finales de 1938.
Cuando las fuerzas aliadas también empezaron a hacerlo, lo llevaron
hasta sus últimas consecuencias en Hamburgo, Berlín y otros muchos
lugares de Alemania, alcanzando su punto culminante con el lanzamiento
de bombas incendiarias sobre ciudades japonesas.
Tokio sufrió el mayor
ataque aéreo del 9 al 10 de marzo de 1945 (entre 80.000 y 100.000
muertos en una noche).
Cuando Tokio se rindió, el 15 de agosto de 1945, más de 200 ciudades
japonesas habían sido bombardeadas.
Los que vivían en los centros
urbanos huían en masa al campo, echando por tierra la idea de los
planificadores de la guerra total de que todos y cada uno de los
japoneses lucharían hasta el final. Okinawa había caído, y a la
población civil se la dejó morir de hambre debido a una red de minas
submarinas sembradas por Estados Unidos que impedían el transporte de
los ya escasos suministros de alimentos.
Sobre todo, la entrada de la
Unión Soviética en la guerra el 9 de agosto convirtió la invasión desde
dos frentes, el soviético yel estadounidense en una perspectiva
aterradora para los líderes japoneses.
Es posible que las bombas atómicas precipitasen el ritmo de los
acontecimientos, pero el temor a la Unión Soviética e incluso a una
situación revolucionaria en Japón eran motivos convincentes para que el
país se rindiese.
El Japón más conservador cree que mientras se hable de paz se evitará el examen de sus propias agresiones
Así pues, nació el nuevo Japón, con una Constitución pacifista en la
que renunciaba a la guerra.
El borrador fue redactado por Estados
Unidos, si bien gran parte de la burocracia de los tiempos de guerra
permaneció intacta, y algunos de los líderes de esa época no tardaron en
volver a ocupar cargos públicos.
Sobre todo llama la atención que
el emperador Hirohito,
en cuyo nombre se libró la guerra, se convirtiese en símbolo de la paz.
Las autoridades estadounidenses de ocupación temían, tal vez
injustificadamente, que sin él se produjesen disturbios, y más tarde
necesitaban a Japón como aliado estable en la época de la Guerra Fría.
Con el emperador de la guerra aún en el trono, se convirtió en imposible
discutir abiertamente las fuentes de la responsabilidad de las
autoridades japonesas durante la época bélica (con atrocidades cometidas
en China, Vietnam o Indonesia a raíz del afán imperialista del régimen,
pero también las consecuencias brutales que tuvo para el pueblo japonés
entrar en la guerra).
En todo caso, Japón demostró ser un valioso aliado de Estados Unidos,
y con la ayuda de una rápida recuperación económica, pronto sintió la
tentación de olvidar el oscuro pasado bélico.
No es de extrañar que en
el país no haya habido el equivalente a
la “genuflexión” de Willy Brandt,
cuando el canciller de la República Federal de Alemania se arrodilló
espontáneamente ante el monumento al levantamiento del gueto de Varsovia
en una demostración inequívoca del arrepentimiento alemán.
El Japón más conservador y oficialista, todavía dominado por la
extrema derecha, continúa dando por sentado que, mientras se siga
hablando de paz, podrá evitar hacer un examen de otros aspectos más
sórdidos de su historia agresiva e imperialista, dicho sea sin perjuicio
de algunas admirables iniciativas civiles, periodísticas, artísticas y
académicas emprendidas a lo largo del tiempo para dar pie a un debate
público sincero.
Existe una clara división entre aquellos que consideran
la guerra como un noble, aunque fallido, intento de defender los
intereses del país y los que la ven como un trágico error.
El uso frívolo de un lenguaje pacifista tiene sus riesgos. El 15 de julio, el Gobierno de Shinzo Abe impuso en el Congreso
un nuevo proyecto de ley de seguridad
que permitiría a Japón enviar ayuda militar a sus aliados como parte de
la seguridad colectiva. Esto ha hecho caer en picado el índice de
aprobación del primer ministro.
Ante el temor de que la normativa pueda
involucrar a Japón en el uso de la fuerza militar activa que el país ha
rechazado como una cuestión de identidad nacional de la época de
posguerra, alrededor de 150 intelectuales, entre ellos un premio Nobel
de física y una conocida académica feminista, se han opuesto
conjuntamente a la legislación calificándola de equivocada y despótica.
Al mismo tiempo, decenas de miles de personas han salido a las calles en
una imagen que recuerda a las manifestaciones antinucleares que
siguieron
al desastre de Fukushima.
La triple catástrofe del terremoto, el tsunami y la explosión de los
reactores nucleares que sacudió el noreste de Japón en marzo de 2011 es
profundamente relevante para la actual retórica popular, ya que sirvió
como llamada de atención para muchos japoneses, a los que con frecuencia
se acusa de pasividad fatalista e indiferencia ante la política.
Puede
que los dos primeros fuesen desastres naturales, pero el tercero fue
claramente causado por la mano del hombre, consecuencia de años de mala
gestión y de la decidida presión del régimen conservador a favor de la
energía nuclear desde mediados de la década de 1950.
En tiempos más ingenuos, el Gobierno casi había convencido a los
ciudadanos de que la energía nuclear era “segura”, y de que Japón,
siendo como era el único país de la historia víctima de un bombardeo
nuclear, mostraría al resto del mundo cómo emplearla con un fin
pacífico.
El fiasco de Fukushima puso de manifiesto que lo que tanto
tiempo se había calificado de “seguro” no lo era en absoluto.
Y cuando
se trata del uso de la fuerza militar, muchos japoneses también ponen
objeciones a la versión de la paz del Gobierno de Abe.
Por lo tanto, es
posible que los que este año pronunciarán una oración por la paz en
Hiroshima aparentemente unidos, al fin y al cabo no lo estén tanto.
Eri Hotta es historiadora japonesa y autora de Japón 1941 / El camino a la infamia: Pearl Harbor (Galaxia Gutenberg, 2015).