Todos los partidos, especialmente los nuevos, deberán adaptarse en los próximos meses al nuevo mapa de competición partidista en un proceso que seguramente no estará libre de incoherencias o renuncias
Ayer asistimos al colofón electoral de un periodo trepidante en la
competición política en España.
El sistema de partidos de los últimos treinta años ha llegado a su fin y el nuevo panorama electoral se concreta en un aumento de la fragmentación partidista.
Visto en perspectiva, ésta ha sido la crónica de un cambio anunciado
. Nuestro sistema se ha sostenido durante los últimos cuatro años sobre una crisis de representación que eclosionó en las calles y se consolidó con las múltiples iniciativas de movilización social sectorial, para finalmente penetrar en la arena política transformando el sistema de partidos.
Lo verdaderamente novedoso a partir de hoy será la gestión de una representación política más diversa y fragmentada.
La evolución del mapa político desde principios de año ha estado acompañada de una mejora continuada de la valoración de la situación en las encuestas del CIS.
Que esta mejora se produzca justo en el momento en el que se produce una profundización en la oferta electoral da una idea de las esperanzas que muchas personas están depositando en los cambios. No obstante, todos los partidos, especialmente los nuevos, deberán adaptarse en los próximos meses al nuevo mapa de competición partidista en un proceso que seguramente no estará libre de incoherencias o renuncias.
Si las expectativas de los ciudadanos se establecen sobre el corto plazo, existe el riesgo de que las esperanzas de hoy sean proporcionales a la desilusión de mañana.
Puede que muchos de quienes ayer votaron lo hicieran pensando en que otra forma de hacer política es posible
. Pero, de momento, con lo que hoy nos hemos levantado es con un sistema político diferente que nos obliga a repensar nuestra manera de gobernar para los próximos meses y, casi con seguridad, para los próximos años.
Que las nuevas formas de gobernar redunden en otra forma de hacer política depende en gran medida de los partidos políticos y de los cambios institucionales que éstos aprueben, pero también de la capacidad de la ciudadanía de adaptarse sin frustración a las exigencias derivadas de un contexto político más plural.
El mejor antídoto contra el desengaño pasa por el reconocimiento libre de prejuicios de las oportunidades y retos que se abren en este nuevo tiempo político.
Por un lado, la traslación de la fragmentación partidista en la formación de gobiernos obliga a los partidos a llegar a acuerdos y pactar, y quizás eso favorezca que el consenso se convierta en un elemento esencial de nuestra democracia
. La dinámica del acuerdo puede contribuir a que la crispación política sea algo del pasado y a que la competición interpartidista deje de concebirse exclusivamente como un juego de ganadores y perdedores.
Los partidos estarán obligados a entenderse para sumar mayorías, por lo que la división entre lo viejo y lo nuevo que tanto se ha enfatizado durante la campaña electoral puede acabar desactivándose en el proceso de formación de gobiernos.
Una mayor diversidad en la representación política también puede ayudar, por ejemplo, a engrasar las relaciones entre comunidades autónomas y el gobierno central, disminuyendo la alineación partidista de los poderes regionales en los órganos de cooperación intergubernamental que dificulta la consecución de acuerdos.
Por otro lado, en las virtudes del nuevo sistema de partidos se encuentran sus principales retos. Un sistema basado en pactos requiere de ciudadanos dispuestos a aceptar que sus partidos hagan concesiones en aras del consenso
. Esto, que puede parecer obvio, encierra una paradoja.
Los cambios que se han producido en el sistema de partidos tienen su origen en la sensación por parte de los votantes de que los partidos políticos tradicionales habían traicionado su ideología o gobernado a espaldas de las preferencias de los ciudadanos.
Sin embargo, la ampliación de la oferta política que se ha producido como consecuencia de esa insatisfacción aumenta la probabilidad de que los partidos acaben rebajando o renunciando a parte de sus compromisos electorales como contrapartida para poder participar en un gobierno de coalición.
El contexto político actual también representa un desafío mayor para los ciudadanos a la hora de premiar o castigar la actuación de los gobiernos
. Esto se concreta fundamentalmente de dos maneras.
La primera es que expulsar del poder a los gobernantes será algo más difícil.
Los pactos para formar gobiernos pueden hacer que partidos que han perdido las elecciones acaben gobernando y que quien ha ganado en escaños se quede en la oposición.
Dicho de otra manera, la traslación entre lo que prefiere la mayoría y quién gobierna no es tan directa.
La segunda, y más importante, tiene que ver con la necesidad de que los votantes estén más y mejor informados sobre lo que ocurre en el gobierno.
La fragmentación del poder entre distintos actores dificulta la capacidad de los ciudadanos de saber quién hace qué y, por lo tanto, de pedir cuentas a los gobernantes por lo bien o mal que vayan las cosas en el país.
Aunque en España el interés por la política y el consumo de información han crecido durante los últimos años, otros indicadores como puede ser el del bajo nivel de circulación de prensa escrita alertan sobre la debilidad de la crítica y, por lo tanto, del control de la actuación de los políticos.
Esa fiscalización es si cabe más necesaria en un contexto donde el reparto de poder hace más difícil para los votantes atribuir responsabilidades por los resultados de las políticas.
En definitiva, conocer los desafíos a los que nos aboca el nuevo escenario es el mejor antídoto contra la frustración en el escenario político actual.
Una mayor diversidad y fragmentación en el sistema de partidos no se conjura con Grandes Coaliciones, con una lectura catastrofista de la incertidumbre, sino mediante un reconocimiento sin prejuicios de las oportunidades y retos asociados a estos cambios.
Que los próximos representantes gobiernen atendiendo al bien común y alejados de las prácticas corruptas no dependerá de las bondades intrínsecas a una nueva generación de políticos, sino de una reforma de las instituciones que obligue a un mayor rendimiento de cuentas ante el electorado y, sobre todo, de una ciudadanía que sepa adaptarse a los desafíos y exigencias del nuevo tiempo político.
El sistema de partidos de los últimos treinta años ha llegado a su fin y el nuevo panorama electoral se concreta en un aumento de la fragmentación partidista.
Visto en perspectiva, ésta ha sido la crónica de un cambio anunciado
. Nuestro sistema se ha sostenido durante los últimos cuatro años sobre una crisis de representación que eclosionó en las calles y se consolidó con las múltiples iniciativas de movilización social sectorial, para finalmente penetrar en la arena política transformando el sistema de partidos.
Lo verdaderamente novedoso a partir de hoy será la gestión de una representación política más diversa y fragmentada.
La evolución del mapa político desde principios de año ha estado acompañada de una mejora continuada de la valoración de la situación en las encuestas del CIS.
Que esta mejora se produzca justo en el momento en el que se produce una profundización en la oferta electoral da una idea de las esperanzas que muchas personas están depositando en los cambios. No obstante, todos los partidos, especialmente los nuevos, deberán adaptarse en los próximos meses al nuevo mapa de competición partidista en un proceso que seguramente no estará libre de incoherencias o renuncias.
Si las expectativas de los ciudadanos se establecen sobre el corto plazo, existe el riesgo de que las esperanzas de hoy sean proporcionales a la desilusión de mañana.
Puede que muchos de quienes ayer votaron lo hicieran pensando en que otra forma de hacer política es posible
. Pero, de momento, con lo que hoy nos hemos levantado es con un sistema político diferente que nos obliga a repensar nuestra manera de gobernar para los próximos meses y, casi con seguridad, para los próximos años.
Que las nuevas formas de gobernar redunden en otra forma de hacer política depende en gran medida de los partidos políticos y de los cambios institucionales que éstos aprueben, pero también de la capacidad de la ciudadanía de adaptarse sin frustración a las exigencias derivadas de un contexto político más plural.
El mejor antídoto contra el desengaño pasa por el reconocimiento libre de prejuicios de las oportunidades y retos que se abren en este nuevo tiempo político.
Por un lado, la traslación de la fragmentación partidista en la formación de gobiernos obliga a los partidos a llegar a acuerdos y pactar, y quizás eso favorezca que el consenso se convierta en un elemento esencial de nuestra democracia
. La dinámica del acuerdo puede contribuir a que la crispación política sea algo del pasado y a que la competición interpartidista deje de concebirse exclusivamente como un juego de ganadores y perdedores.
Los partidos estarán obligados a entenderse para sumar mayorías, por lo que la división entre lo viejo y lo nuevo que tanto se ha enfatizado durante la campaña electoral puede acabar desactivándose en el proceso de formación de gobiernos.
Una mayor diversidad en la representación política también puede ayudar, por ejemplo, a engrasar las relaciones entre comunidades autónomas y el gobierno central, disminuyendo la alineación partidista de los poderes regionales en los órganos de cooperación intergubernamental que dificulta la consecución de acuerdos.
Por otro lado, en las virtudes del nuevo sistema de partidos se encuentran sus principales retos. Un sistema basado en pactos requiere de ciudadanos dispuestos a aceptar que sus partidos hagan concesiones en aras del consenso
. Esto, que puede parecer obvio, encierra una paradoja.
Los cambios que se han producido en el sistema de partidos tienen su origen en la sensación por parte de los votantes de que los partidos políticos tradicionales habían traicionado su ideología o gobernado a espaldas de las preferencias de los ciudadanos.
Sin embargo, la ampliación de la oferta política que se ha producido como consecuencia de esa insatisfacción aumenta la probabilidad de que los partidos acaben rebajando o renunciando a parte de sus compromisos electorales como contrapartida para poder participar en un gobierno de coalición.
El contexto político actual también representa un desafío mayor para los ciudadanos a la hora de premiar o castigar la actuación de los gobiernos
. Esto se concreta fundamentalmente de dos maneras.
La primera es que expulsar del poder a los gobernantes será algo más difícil.
Los pactos para formar gobiernos pueden hacer que partidos que han perdido las elecciones acaben gobernando y que quien ha ganado en escaños se quede en la oposición.
Dicho de otra manera, la traslación entre lo que prefiere la mayoría y quién gobierna no es tan directa.
La segunda, y más importante, tiene que ver con la necesidad de que los votantes estén más y mejor informados sobre lo que ocurre en el gobierno.
La fragmentación del poder entre distintos actores dificulta la capacidad de los ciudadanos de saber quién hace qué y, por lo tanto, de pedir cuentas a los gobernantes por lo bien o mal que vayan las cosas en el país.
Aunque en España el interés por la política y el consumo de información han crecido durante los últimos años, otros indicadores como puede ser el del bajo nivel de circulación de prensa escrita alertan sobre la debilidad de la crítica y, por lo tanto, del control de la actuación de los políticos.
Esa fiscalización es si cabe más necesaria en un contexto donde el reparto de poder hace más difícil para los votantes atribuir responsabilidades por los resultados de las políticas.
En definitiva, conocer los desafíos a los que nos aboca el nuevo escenario es el mejor antídoto contra la frustración en el escenario político actual.
Una mayor diversidad y fragmentación en el sistema de partidos no se conjura con Grandes Coaliciones, con una lectura catastrofista de la incertidumbre, sino mediante un reconocimiento sin prejuicios de las oportunidades y retos asociados a estos cambios.
Que los próximos representantes gobiernen atendiendo al bien común y alejados de las prácticas corruptas no dependerá de las bondades intrínsecas a una nueva generación de políticos, sino de una reforma de las instituciones que obligue a un mayor rendimiento de cuentas ante el electorado y, sobre todo, de una ciudadanía que sepa adaptarse a los desafíos y exigencias del nuevo tiempo político.
Sandra León es profesora en la Universidad de York y colaboradora de la Fundación Alternativas.