Un Blues

Un Blues
Del material conque están hechos los sueños

16 may 2015

Lola Flores, veinte años de pena, penita, pena............................................................. Víctor Núñez Jaime

Hoy se cumplen dos décadas de la muerte de La Faraona. Un musical sobre su vida evoca la carrera de una artista irrepetible.

 

La artista Lola Flores, conocida como La Faraona, en 1994. / Gorka Lejarcegi
Lola Flores participaba en Luces de España, un espectáculo de bailaores, guitarristas y cantaores en el Teatro Villamarta de Jerez de la Frontera (Cádiz), cuando el director Fernando Mignoni buscaba “una gitanilla” para su película Martingala.
 Era 1939, la Guerra Civil acababa de terminar y aquella muchacha que aspiraba a cantar como Concha Piquer, a bailar como Carmen Amaya y a actuar como Ana Magnani, se presentó a las audiciones (acompañada por su madre) con la firme convicción de que el cine le ayudaría a consolidar su carrera artística.
 Cantó un tema de Estrellita Castro y dijo un monólogo incluido en la cinta Morena clara (“Con tu fe me santiguo y la tormenta apaciguo…”). Mignoni la eligió y Lola —el barroquismo irresistible, la fiebre del arte— se fue a Madrid dispuesta a comerse un buen trozo de la tarta de la gloria.
Setenta y seis años después de aquella prueba, el dramaturgo Miguel Murillo y el director Ricardo Wang afinan durante estos días los preparativos de Lola Flores, el musical de su vida, una obra sobre la cantante, fallecida hace exactamente este sádado 20 años, que esperan estrenar el próximo mes de diciembre.
 “El proceso de escritura del libreto ha durado tres años.
 Está basado en la vida real de Lola, no en los rumores que se han ido diciendo por ahí, y en todo momento hemos contado con el apoyo y el asesoramiento de sus hijas Lolita y Rosario”, dice Wang. “La obra no es una simple biografía.
 Trata, sobre todo, de su temperamento y personalidad y el hilo conductor es su música”, añade Murillo.
La cantante Lola Flora, en1994. / GORKA LEJARCEGI
Por su temperamento y personalidad, Lola Flores (1923-1995) ha conseguido la inmortalidad reservada a los privilegiados: ser una fuente inagotable de anécdotas y frases, presentes en el imaginario colectivo.
 Hija de un camarero y de una costurera, se ufanaba de haber aprendido a caminar bailando, de haberse aprendido las canciones de Imperio Argentina antes que las tablas de multiplicar y de haber “españoleado” por todo el mundo. Lola —el cuerpo cimbreante, los ojos luciferinos e hipnotizadores, el rostro rabioso, el bronceado natural, la peineta, la bata de cola, el abanico y el arrebato— murió la madrugada del 16 de mayo de 1995 en El Lerele, su casa de La Moraleja (Madrid).
 Durante una veintena de horas, más de 150.000 personas pasaron frente a ella —la mantilla blanca, el rosario entre las manos, los pies descalzos dentro del ataúd— para darle el último adiós
. Había luchado durante 25 años contra el cáncer de mama, entre operaciones y tratamientos, pero negándose a que le amputaran un seno.
Lola —los 18 de julio ante el Generalísimo (“No soy de Franco, soy de España”), recitadora de la poesía de Federico García Lorca, admiradora de Tina Turner, folclórica, actriz y hasta rapera (¿Cómo me las maravillaría yo?)— pasó 55 años de su vida serpenteando sobre los escenarios.
 No se le resistió ni el Olympia de París, ni el Madison Square Garden de Nueva York. 
“No canta ni baila, pero no se la pierdan”, dijo de ella The New York Times.
 Se fue a México en 1952 y, entre otras, filmó ¡Ay pena, penita, pena! (1953) y La Faraona (1956), dos películas que la posicionaron entre el público iberoamericano.
 Cada gira, cada actuación, cada entrevista, elevaba su popularidad hasta la extenuación. 
Pero cuando los años ochenta estaban por concluir, no tuvo más remedio que sentarse en el banquillo de los acusados por fraude fiscal (“¡maldito parné!”). 
Entonces ella, que había sido “una curranta desde los 12 años”, definió su nuevo estatus con el pañuelo en la mano y las lágrimas en los ojos: “Ya no soy Lola de España, soy Lola de Hacienda”. Pagó lo que el juez le ordenó y siguió trabajando (“¡Estoy como nunca!”).

Lola —su biografía en la Enciclopedia Británica, la furia convertida en su sustancia, las frases y las sentencias meciéndose en su boca (“¡Si me queréis, irse!”)— “es para España”, dice el cantante Miguel Bosé, “lo que Madonna fue para América
. Quizá tengamos muy presentes sus últimos años, pero el momento en que arrancó fue muy difícil. No se cantaba así, no se bailaba así, no se maquillaba alguien así, no se hablaba como ella
… No era guapa. Era imponente.
 Según iba madurando, su físico se volvía más espectacular. 
Tenía un corazón como una fundación. ¡Con los suyos era una fundación! Y fue la gran embajadora de este país.” Sin embrago, Carlos Espinosa de los Monteros, alto comisionado del Gobierno para la Marca España, no está de acuerdo con la definición de Bosé: 
“Después de 20 años de su muerte, no creemos que Lola Flores tenga peso en la imagen de la Marca España
. La imagen de un país es algo dinámico y, salvo figuras universales como Cervantes o Picasso, las personas fallecidas hace muchos años han dejado de asociarse a la España de hoy, como en este caso”, dice.
Ajenos a las declaraciones políticas, Miguel Murillo y Ricardo Wang intentan condensar el temperamento y la personalidad de La Torbellino de Colores en el que, probablemente, sea el único acontecimiento en este año para conmemorar su 20º aniversario luctuoso
. “Los músicos ya están ensayando las canciones”, puntualiza Murillo. “Estrenaremos en Cádiz, porque ahí nació Lola, y no la interpretará una sola actriz y cantante. 
Habrá varias porque una sola no es capaz”, adelanta Wang. La tarea es difícil, sobre todo, porque como decía el escritor catalán Terenci Moix, Lola Flores “fue la sublimación del triunfo personal, el ascenso hacia el éxito establecido peldaño a peldaño, pero también el desgarro vital, con ese punto de sinceridad arrolladora que siempre la engrandeció.
 Era mucha Flores esa Lola”.

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Ni bilingüe ni enseñanza................................................................. Javier Marías

Los españoles se empeñan en trufar sus diálogos con términos en inglés, mal dichos e irreconocibles.

Una de las mayores locuras del sistema educativo español –también una de las más paletas– ha sido la implantación, no sé en cuántas comunidades autónomas, de lo que sus responsables bautizaron pomposa e ilusamente como “enseñanza bilingüe”, consistente en que los alumnos estudien algunas asignaturas en español y otras en inglés.
 Pongamos que Ciencias Naturales –o como se llame su equivalente en la actualidad– se imparte exclusivamente en la lengua de Elton John. Bien
. Los encargados de las clases no son, sin embargo, salvo excepción, nativos británicos ni estadounidenses ni australianos ni irlandeses, sino individuos de Langreo, Orihuela, Requena, Conil o Mejorada del Campo que se supone que dominan dicha lengua.
 Pero, por cuanto me cuentan personas que trabajan en colegios e institutos –y absolutamente todas coinciden–, esos profesores poseen un conocimiento precario del idioma, de nuevo salvo excepción; lo chapurrean, por lo general tienen pésimo acento o ignoran la pronunciación correcta de numerosas palabras, su sintaxis y su gramática tienden a ser mera copia de las del castellano, y además, en cuanto se encuentran con una dificultad insalvable, recurren un rato a esta última lengua, sabedores de que es la que los estudiantes sí entienden.
 El resultado es un desastre total (ni enseñanza ni bilingüe): los chicos salen sin saber nada de inglés y aún menos de Ciencias o de las asignaturas que hayan caído bajo el dominio del presunto o falso inglés.
 Al parecer no se enteran, dormitan o juegan a los barcos (si es que aún se juega a eso) mientras los individuos de Orihuela o Conil sueltan absurdos macarrónicos en una especie de no-idioma
. Algo ininteligible hasta para un nativo, un farfulleo, una ristra de vocablos quizá aprendidos el día antes en Internet, un mejunje, un chapoteo verbal.
Una de las cosas más incomprensibles es una lengua extranjera mal hablada por alguien que, para mayor fatuidad, está convencido de hablarla bien.
 Incluso alguien que conozca la gramática, la sintaxis y el vocabulario, capacitado para leerla y hasta traducirla, sólo emitirá un galimatías si tiene fortísimo acento, pronuncia erróneamente o no adopta la adecuada entonación
. He oído contar que ese era el caso del renombrado traductor Fernando Vela, que vertió al español muchos libros, pero que si oía decir como es debido “You are my girl”, frase sencilla, no la reconocía: para él “You” se pronunciaba como lo veía escrito, y no “Yu”; “are” no era “ar”; “my” no era “mai”, sino “mi”; y la última palabra era “jirl”, con una i bien castellana. Si oía “gue:l” (pronunciación correcta aproximada), simplemente no estaba facultado para asociarla con “girl”, que había traducido centenares de veces.
 También he oído contar que Jesús Aguirre se atrevió a dar una conferencia en inglés en una Universidad norteamericana.
 Los nativos lo escucharon pacientemente, pero luego admitieron, todos, no haber comprendido una palabra de aquel imaginario inglés de esparto
. En una ocasión oí a un colega novelista leer fragmentos de sus textos en una sesión londinense.
 Pese a que el escritor había residido largo tiempo en Inglaterra y debía de conocer su lengua, no estaba capacitado para hablarla de manera inteligible, tampoco allí entendió nadie nada.
Lo curioso es que, a pesar de estas dificultades frecuentes, los españoles de hoy están empeñados en trufar sus diálogos de términos en inglés, pero por lo general tan mal dichos o pronunciados que resultan irreconocibles.
 Hace poco oí hablar en una tertulia del “Ritalix”. Así visualicé yo la palabra al oírsela a unos y otros, y tan sólo saqué en limpio que lo de “Rita” iba por la alcaldesa de Valencia, Barberá. Al poco apareció el engendro por fin escrito en pantalla: “Ritaleaks
. Lo mismo me pasó con un anuncio de algo: “Yástit”, repetían las voces, hasta que lo vi escrito: “Just Eat”.
 En castellano contamos con sólo cinco vocales, así que si uno no distingue que “it” no suena igual que “eat”, ni “pick” como “peak”, ni “sleep” como “slip”, ni “ship” como “sheep”, con facilidad llamará ovejas a los barcos y demás. Si además ignora que se usa la misma vocal para “bird”, “Burt”, “herd”, “hurt” y “heard”, pero no para “beard” ni “heart”, o que “break” se dice “breik” pero “bleak” se dice “blik”, son fáciles de imaginar las penalidades para entender y para hacerse entender.
 La gente española llena hoy sus peroratas de “brainstorming”, “crowdfunding”, “mainstream”, “target”, “share”, “spoiler”, “feedback” y “briefing”, pero la mayoría suelta estos vocablos a la española, a la pata la llana, y así no habrá británico ni americano que los reconozca en tan espesos labios
. Vistas nuestras limitaciones para la Lengua Deseada, a uno se le ponen los pelos de punta al figurarse esas clases de colegios e institutos impartidas en inglés estropajoso. ¿No sería más sensato –y mucho menos paleto– que los chicos aprendieran Ciencias por un lado e inglés por otro, y que de las dos se enteraran bien?
 Sólo cabe colegir que a demasiadas comunidades autónomas lo que les interesa es producir iletrados cabales.
elpaissemanal@elpais.es

 

El pasado de Michelle....................................................................... Elvira Lindo

La hoy primera dama de EE UU siempre aspiró a que el color de su piel no influyera en la consideración de los demás sobre su trabajo.

Michelle Obama y su hermano Craig Robinson. / Landov

Cada vez que Barack Obama se enfrenta a un caso de brutalidad policial contra la población negra, pienso en ella, en Michelle.
 En los disturbios de Baltimore, tras el asesinato de Freddie Gray, el presidente quiso dejar claro desde el primer momento cuál era su posición al respecto, para que no quedara ninguna duda de que es, ante todo, un defensor del orden: reprimiría cualquier acto de violencia callejera.
 Y entonces yo pensé en Michelle. ¿No hubiera esperado ella que su marido comenzara condenando la causa, la repetidamente abusiva e incontrolada actitud de la policía hacia los negros pobres? Porque Michelle y Barack son dos tipos de negros diferentes y esa sutileza es algo que escapa a una primera mirada y que sólo se va entendiendo conforme se observa e indaga en las heridas aún no cerradas de la población afroamericana de los Estados Unidos.
 Michelle es descendiente de esclavos; Barack, no. Michelle es el fruto de unos bisabuelos que emigraron del sur del país a Chicago, que se establecieron en el South Side, un barrio esencial para entender el devenir de muchas familias negras, tan capital como Harlem, pero con páginas en su historia mucho más sombrías
. En South Side se apiñaba confinada y sin posibilidad de elegir otro espacio la población negra de Chicago, y así siguió bien avanzado el siglo XX, en un país que iba borrando la sombra del racismo en sus ley
es pero era absolutamente permisivo con una economía basada en el abuso de una raza sobre otra. Michelle es una negra de Chicago.
 Bendecida, eso sí, desde la cuna por unos padres que debieran ser ejemplo para todos los padres que hoy en día se enfrentan a la difícil tarea de educar unos hijos y no saben por dónde empezar.
Más que en Princeton a Michelle la educaron en casa.
 Como debe ser.
Buceo en el pasado de Michelle en la biografía que sobre ella ha escrito Peter Slevin.
 No se trata de un hallazgo el que el autor dé cuenta de la procedencia humilde de su heroína, porque es pública la devoción que siente por sus padres, y el agradecimiento por los sacrificios que asumieron para que tanto su hermano como ella llegaran a la universidad, pero sí ilustra con detalle cómo esos padres, Marian y Fraser, hubieron de apañárselas para animarles en sus ambiciones y sueños sin dejar por ello de advertirles que su esfuerzo no sería recompensado de igual manera que el esfuerzo de los blancos.
 Mucho amor hubo en esa familia en la que el padre luchó desde muy joven con una esclerosis múltiple que le fue dejando incapacitado y dolorido aunque no dejara de trabajar jamás
. Mucha entrega la que puso esa pareja en sus dos niños, Michelle y Craig, que aparecen en una foto de esas que están siempre en un lugar destacado del aparador familiar con aspecto cuidado, sonrientes, protegidos y amados.
Seguimos los pasos de la adolescente Michelle de camino al instituto en el invierno helador de Chicago, saliendo de casa de noche y volviendo de noche después de haber estado dos horas de camino. 
Podemos ver el humilde apartamento donde se apretujaban los cuatro, la pareja y los niños, estudiando y viviendo en la cocina, pasando las noches de los sábados entretenidos en juegos de mesa.
 Podemos ver a los hijos de los Robinson pasar el día en la calle, en esos años sesenta en que una parte esencial del aprendizaje social se adquiría de la interacción con los amigos, de correrías por las aceras y en los patios traseros. 
Y también seguimos los pasos de Michelle hasta Princeton donde pudo comprobar cómo una universidad abrumadoramente blanca no ocultaba su extrañeza e incomodidad ante esos jóvenes negros que comenzaban a acceder a las aulas.
 En los primeros días de campus Michelle sufrió el primer revés: la madre de su compañera de dormitorio pidió a la universidad que cambiaran a su hija de cuarto
. La razón: en su familia no estaban acostumbrados a la cercanía de los negros.
La joven disciplinada, responsable y en absoluto acomplejada por su negritud que fue Michelle aspiró, desde el primer momento de su carrera profesional, a no ser vista permanentemente como negra, a que el color de su piel no influyera en la consideración que los demás tuvieran sobre su trabajo.
 Ya desde niña sus amigos del barrio la acusaban de querer comportarse como una blanca
. Aspirar a una educación superior podía considerarse una traición a sus orígenes.
 Leyendo sobre la infancia de Michelle se entiende su gesto determinado, el acento constante que pone en la educación, en la estructura familiar, en la alimentación, en el ejercicio
. Del pasado de esta dama me interesa menos su ascenso social que los pasajes sobre la infancia y juventud. Debería publicarse una separata con los primeros capítulos y repartirse en las asociaciones de padres.
 Más que en Princeton a Michelle la educaron en casa. Como debe ser.

 

El runrún...................................................... Boris Izaguirre

Esta semana ha tenido ritmilllo gracias a la revelación de Ada Colau como cantante o el enfado de Charlize Theron en Cannes.

 

La actriz Charlize Theron en Cannes. / Pascal Le Segretain  (guetty )

Ha sido una semana más movida de lo habitual, en parte porque este periódico estrenaba nuevo formato.
Y en ese ajetreo se ha colado el runrún de Ada Colau, un vídeo rumboso y sabrosón en plena campaña electoral donde Colau se muestra sencilla, comprometida y sobre todo divertida.
Un gol baratito de los políticos emergentes en este baile donde queremos que cambie el ritmillo, aunque que sea solo un poco.
Colau, candidata a la alcaldía de Barcelona, la ha colado bien mientras en España atravesamos por distintas etapas con ritmo saleroso como de rumbita.
 El runrún de principios de año era que el bipartidismo se acababa.
 Ahora es que posiblemente repitamos lo sucedido en las elecciones británicas y que recuperen el aliento los partidos tradicionales.
Y en ese apartado de nuestra democracia que es la corrupción, todo parece quedarse en un runrún, un mal rato para unos cuantos privilegiados que en su día fueron políticos honorables.
 Mientras el runrún nos dibuja una sonrisa, a ritmo de rumba, Catalana por supuesto.
De nuevo en mayo arrancan el Festival de Cannes, en Francia y el Festival de Flores de Chelsea, en Londres.
 Dos eventos cargados de simbolismo y estilo.
 En la alfombra roja de Cannes todos son estrellas.
 En el Festival de Chelsea donde todo son flores, este año es el príncipe Carlos el que está en el punto de mira, porque se han filtrado cartas suyas aconsejando a los primeros ministros.
 Un príncipe y un ministro pueden mantener cierto runrún pero jamás una relación epistolar
. A Carlos lo acusan de querer inmiscuirse en el Gobierno cuando sabe que no está entre sus privilegios. Tony Blair no sabe, no contesta.
Y mientras tanto, Cannes despliega más información y magisterio en la alfombra roja que en la sala de proyecciones
. No es un runrún, es el ritmo de nuestro tiempo.
 Las películas probablemente no sean obras maestras, pero la verdadera magistralidad está en esa alfombra roja, la más civilizada del mundo donde las estrellas, sobre todo las femeninas, entienden ese desfile como una prolongación de sus carreras como una profesión paralela vendiendo lujo
. Un carrusel donde todas deslumbran, posan y se van.
 Y si en la gala del Met en Nueva York se consagró el zombi chic, un estilo donde todo el mundo parece regresar alegremente de entre los muertos, entre jirones y calaveras, en la alfombra roja de Cannes se ha impuesto el lesbianismo ligero como código chic pero también como género sexual favorito en las interpretaciones de las grandes actrices.
 Tanto Charlize Theron como Cate Blanchett interpretan personajes que juegan con el prejuicio de la marimacho y con la lucha por una mejor calidad de vida entre dos lesbianas de los años 50. Theron le sacó las uñas a un periodista que osó preguntarle si su personaje tenía más lado masculino que femenino.
Y le dejó muy claro que las mujeres son solo eso, mujeres. Blanchett fue más lejos, ante la pregunta de si había tenido relaciones con otra mujer, respondió que sí y además varias veces, dejando a la prejuiciosa prensa internacional con la boca abierta.
 Un viejo run run se silencia y se abre paso a una definitiva reivindicación femenina.
En el parlamento británico hay tantas diputadas “lets be honest” (un juego de palabras muy en boga entre las lesbianas discretas) que el Daily Mirror lanzó un titular declarándolo como el más gay del mundo
. Ese mismo día en otra isla, Palma de Mallorca, estallaba un nuevo escándalo de corrupción después de una imputación a otro funcionario acusado de organizar orgías con altos cargos públicos mallorquines y prostitutas de muchas nacionalidades
. La investigación intenta arrojar luz sobre una presunta trama corrupta incrustada en la policía de Palma.
 Las prostitutas han declarado que eran contratadas para bacanales con alcaldes y políticos, donde “corrían el Dom Perignon y la Viagra”
 ¡Qué combinación! ¡Qué resacón! Por más bueno y real que sea el Dom Perignon, termina afectando
. Y los que han usado Viagra en plan diversión saben que deja un dolor de cabeza no doble sino triple.
 Hay que reconocerle a esas fiestas un punto refinado, casi glamuroso precisamente por esa combinación.
Y que puede verse como una apuesta por el turismo de calidad. Entre todos los runrunes de corrupción, nos faltaba una bacanal con prostitutas y policías en una isla. Y además con buen presupuesto.
 Así se constata que Berlusconi definió un estilo aspiracional: tienes que pegarte una fiesta a lo Villa Certosa para transformarte en un Ulises moderno y presunto que sabe seguir el ritmo, que sabe seguir el runrún.