Cuando en 2001
Russell Crowe logró el
Oscar al mejor actor por
Gladiator, fue el único de los cinco finalistas –entre los que se encontraban
Javier Bardem,
Tom Hanks,
Ed Harris y
Geoffrey Rush– que al escuchar su candidatura
se aplaudió ostensiblemente a sí mismo.
Sin atisbo de falsa modestia, con el mismo orgullo y sangre fría que
exhibió minutos después, subió al escenario con uno de los peores
looks
masculinos de la historia de Hollywood a recoger la dorada estatuilla.
Crowe recordó entonces de dónde venía –un suburbio de Sídney, ciudad en
la que creció– y adónde sentía que le llevaba ese glorioso instante, de
regreso a esa humilde procedencia.
Esta mezcla de autenticidad, determinación y seguridad en sí mismo es
una de las señas de identidad de este actor nacido en Wellington, Nueva
Zelanda, en 1964. La misma fe inquebrantable que le ha llevado a
embarcarse en la dirección de su primera película,
El maestro del agua,
protagonizada por él en la piel de un padre-granjero-aventurero en
busca de sus hijos muertos en la batalla de Galípoli. Un batido
sentimental y antibelicista que naufraga en un mar de buenas
intenciones.
Crowe, un actor con fama de asilvestrado y metepatas, cree que a
estas alturas sabe lo suficiente para embarcarse en una carrera como
realizador, algo que le permitiría mantener su residencia en Australia y
poder vivir junto a sus dos hijos, Charlie y Tennyson, de 11 y 8 años
respectivamente. Dirigir, aseguraba hace unos días en Madrid, no es un
accidente en su carrera, sino sencillamente una apuesta que tiene como
meta lograr la “libertad” creativa. “Si me diesen a elegir a cualquier
director vivo con el que trabajar, no escogería a ninguno; no creo que
exista uno solo del que a estas alturas pueda aprender algo. Hay muchos
que me fascinan, eso es distinto, pero habiendo probado ya las mieles de
mi propio rodaje, creo que puedo decir que hasta la fecha es el más
feliz y divertido que he conocido nunca”.
Aunque resulte presuntuoso, el actor lo suelta con tantísima
convicción que no queda otra que asentir su afirmación. “Sí, es
arriesgado, y si esta película no funciona volveré a trabajar para
otros, y tampoco está mal, aunque será volver a un limbo no muy cómodo
para mí. Ahora mismo no tengo ningún proyecto porque necesito tiempo
para mí mismo. Hasta la primera semana de mayo no regreso a casa y en
este momento es lo único que necesito, porque no me siento ni muy sano,
ni muy motivado, ni muy conectado con nada. Necesito volver y recuperar
las cosas más esenciales de la vida”.
Entre esas cosas están, además de sus hijos, su tierra, su equipo de rugby (los
South Sydney Rabbitohs),
su banda de rock y una forma de vida que rechaza el lujo de Hollywood.
Crowe cree que el tiempo no ha pervertido tampoco su esencia como actor.
“Tengo más capas de experiencia, pero creo que hay una pureza en mi
forma de ver el trabajo que sigue intacta, igual que el primer día.
Elijo los personajes siempre con mi propio criterio y sigo, como me
gusta decir, respetando a los dioses del cine. Solo acepto proyectos con
los que tengo una honda conexión. No hago anuncios de televisión ni
presto mi imagen para vender ninguna clase de productos. Amo mi trabajo.
Eso tampoco quiere decir que sea de esos que se lo toman demasiado en
serio, pero siento muchísimo respeto por lo que hago”. Dirigir a otros
actores no solo no le impone, sino que le parece lo mejor de su nueva
faceta como director. “Conozco el grado de intimidad y de esfuerzo que
necesita un actor para sentirse a gusto. Creo mucho en la preparación de
un personaje, en el trabajo previo. Todo lo que se camina antes del
rodaje solo puede beneficiar a una película. Es una pena que esto no se
cuide suficiente, y lo sé por experiencia propia, que ya es larga y va
desde mi adolescencia hasta hoy. Muchas veces he echado de menos que los
directores no te escuchen suficiente ni tampoco se tomen la molestia de
preguntarte nada. No siempre es así,
Ridley Scott
es un director que espera que contribuyas con tus ideas a la película.
Al menos lo hizo conmigo y quizá se arrepintió porque sé que me ponía
muy pesado. Pero creo que para un realizador escuchar a un actor es un
privilegio, su poder sobre ellos y el equipo en general debe aceptarse
como una enorme suerte, y los que lo olvidan están simplemente dejando
de lado lo más importante de su oficio”.
Si me diesen a elegir a cualquier director vivo con el que trabajar,
no escogería a ninguno; no creo que exista uno solo del que pueda
aprender algo”
Hijo de una pareja que trabajaba sirviendo comida en rodajes y que
emigró a Australia cuando él tenía apenas cuatro años, Crowe fue un mal
estudiante que dio sus primeros pasos como actor en plena pubertad.
Alcanzó la fama internacional en 1997 gracias a su interpretación de un
policía taciturno en
L. A. Confidential,
su tercer largometraje estadounidense. A su favor, además de su
talento, jugaba una tosquedad física que le daba un atractivo añadido.
Ante una legión de nuevos galanes cuya palmaria falta de testosterona
les incapacitaba para la épica masculina, Crowe se convirtió en todo un
especialista, sutil y poderoso, en machos alfa. Su plenitud llegaría
–además de con
Una mente maravillosa (2001), de Ron Howard– con la magnífica interpretación del capitán Jack Aubrey en
Master and Commander
(2003), de Peter Weir. Una película clave en su carrera y en su vida,
cuyas enseñanzas también ha aplicado para su primer trabajo detrás de la
cámara. “Antes del rodaje de
Master and Commander pasé
bastante tiempo en alta mar, junto a capitanes de todo tipo de barcos.
No tenía claro si podía ser del todo un marino y era algo que necesitaba
saber antes de rodar. En aquellos días tuve largas conversaciones con
muchos capitanes, de mercantes, pesqueros, de barcos militares. Les
pregunté por la importancia de los galones y me dijeron que en los
momentos críticos la tripulación nunca espera de ti que tengas razón,
sino que tengas seguridad. Esa idea es algo que me he aplicado a la hora
de rodar esta película”.
Crowe ha demostrado que es creíble en el
thriller (
El dilema), en la piel de un viejo periodista de investigación (
La sombra del poder), que se atreve con la comedia romántica (
Un buen año), que sigue siendo un detective creíble (
American Gangster) y que además sabe cantar (
Los miserables) y hasta puede encarnar a Robin Hood o al mismísimo Noé. Incluso se permite el lujo de rechazar la segunda parte de
Gladiator
por considerar que ya no tiene edad –ni figura– para interpretar el
papel. Efectivamente, si el actor quiere volver a meterse en la piel de
Máximo Décimo Meridio tendría que renunciar a unas cuantas cervezas. A
sus 51 años recién cumplidos, fuma como un carretero y ha ganado unos
kilos que exhibe sin complejos. Cuando le preguntaron hace unos meses
por la decisión de decir no a la secuela de romanos, el actor dio, según
algunos medios, unas polémicas declaraciones sobre lo patético que le
resultaba ver a actrices ya maduras interpretando personajes jóvenes.
Sus compañeras lo pusieron a caldo y
solo Meryl Streep salió en su defensa
al alegar que se estaban sacando sus palabras de contexto y que
entendía perfectamente a qué se refería el actor con sus declaraciones. A
él, básicamente, le da igual la polémica en cuestión. “Me alegra que al
menos una actriz como ella supiera entender lo que dije, que hablaba
solo sobre mí mismo. La pregunta incómoda era para mí ante la dura
decisión de dejar de hacer papeles que ya no se ajustan a mi edad. Y no
es una decisión nada sencilla, pero, bueno, es muy fácil sacar de
contexto una frase para que parezca desafortunada. En cualquier caso,
estoy seguro de que todas esas actrices jóvenes que tanto se
escandalizaron lo entenderán perfectamente cuando tengan mis años”.
Una edad en la que Crowe está francamente decidido a dejar de ser un
artista nómada para convertirse en un sedentario padre de familia. “Me
he separado de mi mujer, tengo dos hijos y nada me importa ahora más que
ellos. Ni mi profesión, ni nada. En el impulso de convertirme en
director y hacer esta película subyace la necesidad no solo de estar a
su lado, sino de que sepan que me dedico a algo que no es lejano y
abstracto. No quiero que crezcan sin verme trabajar y pensando que son
unos privilegiados que tienen un padre que viaja mucho, gana un montón
de dinero y luego, cuando está en casa, no hace nada. Creo que es muy
importante inculcarles la ética del trabajo, y esa ética solo nace
viendo a tus padres trabajar. Opino que una manera de prevenirles de su
propio entorno es que entiendan que todo ese glamur que indudablemente
tiene mi profesión viene de algo muy concreto: el esfuerzo. Quiero que
me conozcan como a un padre trabajador, de la misma manera que yo conocí
a los míos, que han sido mis grandes referentes”.
En París, pocos días antes de la entrevista, Crowe supo que le había
sido denegada la nacionalidad australiana, noticia un tanto chocante
teniendo en cuenta que su país de adopción hasta ha estampado un sello
con su cara. “Es una complicación burocrática algo absurda que intento
esclarecer. Durante un tiempo dejé de entregar unos papeles que debía
llevar al día y cuando lo hice ya era demasiado tarde. Fue durante una
etapa muy ocupada de mi vida, que coincidió con la campaña para los
Oscar de
Gladiator y el rodaje y la campaña de
Una mente maravillosa.
Pasé casi todo aquel tiempo fuera de Australia y ahora se acogen a eso
para denegarme la nacionalidad. Es absurdo, me he criado en este país,
mis hijos y mi exmujer son australianos y es desde hace mucho tiempo mi
hogar. Por otro lado, podría haber utilizado mis influencias para
resolver este asunto sin hacer ruido, pero no he querido hacerlo porque
me parecía importante ser uno más y señalar que esto que me está
ocurriendo a mí le pasa a otros 200.000 neozelandeses, cuya contribución
al país se niegan a reconocer las autoridades australianas”.
Quiero que mis hijos me conozcan como a un padre trabajador, de la
misma manera que yo conocí a los míos, que han sido mis grandes
referentes”
Los sectores más reaccionarios de aquel confín le echan ahora en cara que su película
El maestro del agua
intente acabar con la heroicidad de una batalla, la de Galípoli, que ha
contribuido a la narración nacional. “Quería poner sobre la mesa que se
construyó una falsa épica alrededor de esta batalla, en la que murieron
miles de jóvenes australianos y neozelandeses y cuya realidad espantosa
poco tuvo que ver con la aventura mítica que se construyó luego. Fue
brutal; los chicos morían desangrados, aullaron de dolor durante horas.
Las contiendas no son ni limpias ni hermosas. Siento haber ofendido a
los veteranos de guerra, pero algunos periodistas saben cómo cabrear a
las publicaciones de derechas y promilitares, y eso es exactamente lo
que ha pasado: algunos diarios en Australia han hablado en nombre de
esos veteranos que han podido sentirse ofendidos. La película,
ciertamente, no celebra la guerra, pero estoy seguro de que eso no
ofenderá nunca a ningún hombre que ha conocido los horrores de una
batalla”.
Por si quedaban dudas de su condición de convencido australiano (de
adopción), nada más aterrizar en Madrid, Crowe preguntó por un bar con
flat white,
típico café espumoso que es todo un orgullo nacional. Lo encontró en la
zona del cuartel del Conde-Duque, y tras degustar el cordero, la
remolacha y el canguro del local dejó una generosa propina de 55 euros.
“¿De verdad le parece mucho? El servicio era estupendo y la comida
también. No es que necesite imperiosamente ir a un café australiano,
aunque también lo hice al llegar a París. Lo cierto es que tengo
bastante morriña, llevo muchas semanas viajando fuera de casa y, sí, me
gusta el café que tomamos allí, que además se lo recomiendo vivamente a
cualquiera. Eso no quiere decir que cuando viaje no me interese también
por la comida y las costumbres de ese lugar, es solo que estoy un poco
cansado después de varios meses en ruta”.
Al día siguiente de la entrevista en Madrid, el actor voló rumbo a
Los Ángeles con dos inciertas misiones: convencer al mundo de sus recién
adquiridas maneras de director de cine con
El maestro del agua y dar con el café australiano perfecto, ese capaz de hacerle sentir como en casa.