Francisca Bonilla, Paquita para los suyos, está agonizando.
A sus 71 años, un
cáncer de ovarios
que le fue diagnosticado hace 15 meses tras muchas idas y venidas al
médico por unas molestias abdominales ha invadido sus entrañas con
metástasis.
Su organismo, llevado al límite, está al borde del colapso.
Las ocho sesiones de quimioterapia, la operación de
desguace en
la que le extirparon todo órgano no vital del vientre, y la quimio
intraperitoneal a que fue sometida en quirófano con la esperanza de
atajar el tumor, solo han logrado retrasar este momento.
21 días después de su ingreso hospitalario por obstrucción
intestinal, en los que su estado, complicado con una neumonía, ha
empeorado drásticamente, Paquita se halla en situación de “últimos
días”
. Hace unas horas, a petición de la familia y gracias al hecho no
siempre seguro de que había camas libres, la han trasladado de la
habitación doble que ha ocupado esas semanas en Cirugía —y donde ha
visto morir a una de sus cinco sucesivas compañeras—, a otra individual
en Oncología en previsión de un desenlace inminente.
Paquita está en situación de "últimos días", el eufemismo médico para la agonía
Son las 6,40 de la mañana de un martes de invierno
. A su lado, en el
incómodo sillón del acompañante, su hija mayor vela el agitado sueño de
la moribunda
. Pese a la sedación por perfusión de benzodiacepinas y
opioides prescrita por el equipo de cuidados paliativos para ayudarla en
el tránsito, Francisca se halla en un estado de inquieta
seminconsciencia. No responde a las palabras de ánimo, ni termina de
abrir los ojos, ni reacciona a la presión de la mano de su hija sobre la
suya
. Pero cabecea, bisbisea palabras ininteligibles, se aferra a los
barrotes metálicos de la cama como si se agarrara a la vida que se le
escapa
. A las 6.45, la hija se levanta a por el móvil para oír los
informativos de la radio
. Entonces, el ruido de la respiración,
remarcado por el gorgoteo del oxígeno, deja de sonar. Sobresaltada, la
hija mira a la cama.
Vuelve a sonar. Deja. Vuelve. Un sonido raro, como
de desinflado de un globo, un último fruncido de ceño y, después, una
rara paz en el rostro y el más absoluto de los silencios.
Falta una hora
larga para que un médico de guardia encuentre tiempo para subir a
planta y certificar el óbito, pero la hija no necesita el trámite para
saber que su madre ha fallecido.
He aquí la crónica de una muerte corriente
. Sin épica ni lírica.
La historia de un deceso cualquiera
. Uno entre los
390.419 fallecimientos registrados en España en 2013
—últimos datos del INE—, de los que 184.624, un 47,2%, se produjeron,
como el de Francisca, en un hospital
. El 52, 8% restante murió en casa,
en la carretera, fuera de un centro sanitario
. La mitad de los españoles
expresa su deseo de morir en su cama, rodeado de los suyos y atendido
por un equipo médico domiciliario, según el Centro de Investigaciones
Sociológicas.
Un porcentaje que sube al 90% si se consulta a enfermos
terminales, según una encuesta de la OCU. Sin embargo, a la hora de la
verdad, por miedo o por impotencia propia o de la familia, por falta de
condiciones de la casa, por ausencia de un cuidador, o por la evolución
de la dolencia, muchos acaban acudiendo a expirar a los hospitales.
“Muchos se mueren sin colesterol, pero rabian de dolor”
Álvaro Gándara, presidente de la SECPAL, lleva 30
años ayudando a morir al prójimo, una vocación no apreciada
especialmente por muchos de sus colegas especialistas.
Según este médico
de familia de la Unidad de Paliativos del hospital Fundación Jiménez
Díaz de Madrid y presidente de la Sociedad Española de Cuidados
Paliativos (Secpal), la muerte es el último tabú incluso entre los
sanitarios.
“La muerte se considera un fracaso médico y se rechaza todo
lo que tenga que ver con ella.
En la universidad enseñan a curar.
No hay
especialidad de Paliativos. Los médicos temen a la morfina por
desconocimiento.
Cuando no se puede curar y el horizonte es la muerte,
cuidar y aliviar, no solo el dolor, no es una opción, sino la
obligación.
Sin embargo, los paliativos siguen teniendo carácter
peyorativo
. Hay colegas que abandonana sus pacientes y los dan
por desahuciados, cuando deberíamos trabajar juntos desde el primer día
en que alguien es incurable” sostiene.
Gándara denuncia, asímismo, el “encarnizamiento terapeútico y
paliativo” con los moribundos.
“He visto a compañeros pedir una
analítica la víspera de morir alguien.
Aquí muchos mueren con el
colesterol estupendo y rabiando de dolor”.
La mitad de ellos
no tienen acceso a un equipo de cuidados paliativos,
según ha denunciado la Asociación Española Contra el Cáncer
. Existen
430 unidades y harían falta 750 para cubrir todo el territorio, sostiene
el doctor Álvaro Gándara, presidente de la Sociedad de Cuidados
Paliativos.
Por eso, entre otras cosas, la calidad de vida de las
últimas semanas, días, u horas de un enfermo terminal, dependerá no solo
de sus circunstancias personales, sino las de su entorno asistencial.
De si su demarcación sanitaria dispone de asistencia paliativa a
domicilio y en el hospital, de si es fin de semana, de si hay o no
habitaciones individuales, de su voluntad y de la de su familia respecto
a los cuidados terminales y hasta de la tolerancia de los médicos al
sufrimiento ajeno.
No hay un protocolo que se aplique por decreto.
Cada
moribundo es un mundo. “Se muere como se puede”, resume una enfermera de
Medicina Interna en un hospital andaluz, acostumbrada a ver fallecer
pacientes a diario.
Hasta para morirse hay que tener suerte. La muerte
de Paquita es solo una muestra de cómo se expira aquí y ahora, en el
primer año en que, según las proyecciones del INE, se producirán más
óbitos que nacimientos desde la Guerra Civil española.
Morirse no es fácil
. Cuesta lo suyo.
El organismo lleva milenios
evolucionando para sobrevivir a las amenazas externas, incluso a sí
mismo
. Si el corazón y los pulmones funcionan, se adapta a las
dificultades que le impone la enfermedad y sigue tirando
. Salvo si
hablamos de un infarto, un ictus o una hemorragia fulminantes, hace
falta una concatenación de factores para que se produzca el paro
cardiorrespiratorio definitivo
. Las últimas fases de males como el
cáncer, la ELA o las demencias pueden acarrear, no obstante, mucho
sufrimiento físico y psicológico
. Deterioro. Dolor. Angustia.
Aliviarlos, y acompañar a los enfermos en su viaje hacia el fin es el
objeto de los cuidados paliativos.
Se aferra a los barrotes de la cama como si se agarrara a la vida que se le escapa
Las doctoras Natalia González y Raquel Pérez; las enfermeras
Purificación García y Matilde Murillo, y la administrativa Asunción
Cuadrado montaron hace siete años la Unidad de Soporte Paliativo del
Hospital Príncipe de Asturias de Alcalá de Henares, en Madrid.
Todas
habían trabajado con enfermos terminales y tenían vocación por ayudar a
los demás a morir. Al principio, les costó obtener el respaldo total de
sus colegas
. Oncólogos, neumólogos, cardiólogos, cirujanos son médicos
cuyo máximo objetivo es curar.
Y no siempre entienden el trabajo de
quienes, asumida la imposibilidad del reto, nada más —y nada menos—
eligen cuidar
. La morfina, las benzodiacepinas, hasta la ketamina —útil
en dolores refractarios al tratamiento como el del cáncer de pulmón con
metástasis en huesos de la esposa de Pepe, un caso que llevan atendiendo
dos años largos tanto en su domicilio como en sus frecuentes ingresos
hospitalarios — son su arsenal de trabajo.
Fármacos seguros, baratos y
eficaces que, no obstante, despiertan las reticencias de no pocos
facultativos por su supuesta capacidad de acortar la vida.
“Morir en un cuarto individual es una emergencia ética”
El informe de la Defensora del Pueblo es demoledor. “La atención en
Urgencias a pacientes en fase terminal representa un fracaso del
sistema, ya que en estas áreas no es posible garantizarles una muerte
digna y preservar el duelo de los familiares”, reza la conclusión número
16, de la radiografía de las urgencias hospitalarias presentada en
enero. Juan González Armengol, médico internista de urgencias y presidente de la Sociedad de Medicina de Emergencias (SEMES),
asiente con matices.
No es frecuente tener moribundos en Urgencias.
Nada más —nada menos— que el 0,01% de los pacientes que ingresan
fallecen en el departamento. Aún así, hay quien muere solo, entre
sanitarios aturullados, sin el consuelo de su familia.
Ahí, González
quiere “mojarse”: “Un terminal no debería acabar en urgencias.
Pero ¿a
que si te ahogaras de madrugada, llamarías al SAMUR? Tratamos de
buscarles el entorno más tranaquilo posible.
Pero yo sería partidario de
'robar' una cama en planta, a costa de aplazar, por ejemplo, una
operación programada.
Poder morir en un cuarto, con los tuyos, es una
emergencia ética”.
González, Pérez, García y Murillo atendieron a Paquita en sus últimos
cuatro meses de vida.
Desde que el cirujano que la operó la derivó a su
departamento después de palpar al tacto grandes masas de metástasis en
su vientre solo tres meses después de habérselo vaciado
. Nadie pronunció
la palabra.
Pero tanto la madre —tan aprensiva que se negó a leer el
consentimiento informado de la operación— como la hija, que la
acompañaba en la visita, entendieron que estaba desahuciada.
En la consulta, la recibieron la doctora Pérez y la enfermera García
.
Le dijeron que estuviera tranquila. Que iban a estar con ella
. Que
había que ir día a día. Le dieron un
dolorómetro, una especie de regleta infantil numerada y le preguntaron, de 0 a 10, cuánto le dolía.
“El dolor es subjetivo. No hay ningún
aparato
que lo mida”, le explicó Pérez. Paquita, viuda desde los 65 años, madre
de cuatro hijos cuarentones, abuela esclava de sus nietos y una mujer
recia, acostumbrada a trabajar como una mula sin un ay más alto que
otro, colocó la flecha en el 8.
Tras el tratamiento que le
prescribieron, la percepción del dolor de Paquita bajó hasta 2, 3, 6, en
los peores días.
Pero llegó el momento en que tenía que usar varias
veces al día el “rescate” —dosis extra para picos de dolor— para
soportar el zarpazo.
Después llegó la obstrucción por avance del tumor.
El ingreso. La neumonía. Y la situación de “últimos días”.
“Se muere como se es”, sostiene Puri, la enfermera de paliativos de
Alcalá.
En el caso de Francisca así fue.
Defraudada en lo más íntimo por
la reaparición del tumor tras su intervención quirúrgica y su rápido
empeoramiento, decidió que no quería saber nada más de nada.
Pero sabía.
Es más, sus hijos sabían que sabía y ella sabía que ellos sabían
. Pero
la matriarca, soriana, seca por fuera e hipersensible por dentro, sobria
hasta el final, eligió el silencio.
Pasó los últimos días callada. Es
difícil hablar con un moribundo que solo responde con monosílabos.
¿De
qué charlar en esa tesitura?
No de comida, puesto que Francisca ya no
ingería.
No de sus nietos, a los que no vería hacerse hombres y mujeres
.
Ni siquiera del tiempo, porque todos eran conscientes de que no iba a
salir viva.
Se libera al cuerpo de sondas y vías, reducidos ahora a lo que son: basura hospitalaria
Aun así, antes de su propia agonía, Francisca fue testigo de otra.
La
de Teodora, su penúltima compañera de cuarto. En muchos hospitales
públicos las habitaciones son dobles, incluso triples, en algunos
centros antiguos
. Muchos, como el de Alcalá, disponen de habitaciones de
uso individual para moribundos.
Pero no siempre están libres
. O, a
veces, la muerte se presenta de repente y no da tiempo a cambios
logísticos
. Ocurrió con Teodora, una anciana que parecía que iba a
remontar un ictus hasta que una tarde empeoró súbitamente y empezó un
drama de media hora que acabó de la peor manera posible
. En esos casos,
los enfermeros corren la cortina como de ducha que separa ambos lechos.
Si el compañero puede moverse, quizá quiera salir de la habitación y
esperar acontecimientos en el pasillo. Si no, oirá las blasfemias de los
médicos, los pitidos de los aparatos, los lamentos de la familia, y, lo
más difícil de olvidar, los estertores del compañero con quien ha
compartido esperanza y desesperación las 24 interminables horas del día
hospitalario.
Paquita murió como era: soriana, serena, seca. Sobria hasta el final
Francisca Bonilla ya ni siente ni padece.
Tras la firma del parte de
defunción, su cuerpo permanece aún un buen rato en el cuarto.
Huele a
humanidad en el más literal sentido de la palabra.
A sangre, a sudor, a
lágrimas. Llega un par de auxiliares y le proporciona, ahora sí, el
último auxilio. Se le libera del oxígeno, de las sondas, de las vías, de
los yugos que le han tenido amarrada al lecho, y a la vida, reducidos a
lo que son: cables, agujas, plásticos, basura hospitalaria.
Se le asea.
Se le aplica una colonia fresca tipo bebé.
Se le cubre con una sábana
dejando el rostro fuera
. Se permite a la familia despedirse de la
difunta a la vez que se la invita a recoger sus pertenencias —las
zapatillas, la bata, el reloj, las gafas—y llevárselas en una bolsa de
la basura.
Desde la megafonía, se pide a enfermos y visitantes que, por favor,
despejen el pasillo y cierren las puertas cinco minutos.
Nadie lo dice,
pero todos saben que van a sacar a un fallecido
. Se trata, a la vez, de
preservar la intimidad del muerto y la sensibilidad de los vivos.
La
comitiva, cerrada por los deudos, enfila el último paseo hacia el
ascensor de uso exclusivo del personal —aunque lo usa todo el mundo y
más de un infractor se ha llevado un susto de muerte al abrirse las
puertas— que marca la separación definitiva
. El fallecido, al depósito.
La familia, al duelo.
En el cuarto, los celadores desinfectan el colchón
y dejan la cama hecha a la espera de otro paciente. Ley de muerte. Ley
de vida.
(Francisca Bonilla murió el 28 de enero de 2014 en la planta cuarta
del hospital de Alcalá de Henares. La misma donde el cineasta Antonio
Mercero rodó su película homónima, con un inolvidable Juan José Ballesta
niño haciendo carreras en sillas de ruedas con el tierno cráneo pelado
por la quimioterapia.
La misma que la hija mayor de Francisca visitó
hace más de dos décadas, estando en construcción, en una de sus primeras
prácticas como periodista sin saber que allí iban a morir sus padres y a
nacer sus hijas. Paquita era mi madre).
“La mitad de los enfermos terminales no saben que lo son”
Fernando Marín, médico de familia, y miembro de la Asociación Derecho a Morir Dignamente
cree que el primer requisito para que un enfermo terminal tenga una
muerte digna es saber que va a morir sin remedio
. Y, sin embargo, “más
de la mitad de los enfermos terminales no saben que lo son”, explica,
coincidiendo con todos los expertos consultados en este reportaje.
“Hay
una especie de pacto de silencio”, opina Marín.
“Las familias son
hiperprotectoras y pervive cierto paternalismo médico, pero el paciente
debe conocer sus opciones, y para eso es necesario que sepa su situación
real.
Desde que se establece el diálogo: 'tú me cuentas, y yo decido',
empieza el camino de aceptación de la muerte”.
En DMD , atienden a “gente abandonada por el sistema”.
Terminales que
no quieren vivir más y desean que se les retire el tratamiento y se les
sede profundamente hasta la muerte.
Para Marín, estar atendido por
paliativos no es una garantía. “Se escatiman recursos.
Se va un paso por
detrás del dolor, cuando se podría ahorrar 24 o 48 horas de sufrimiento
siendo más audaz y yendo un paso por delante”.