Nos sirvieron las imágenes hasta en la sopa, una y
otra vez, en todos los canales de televisión, y, con su habitual manía
retrospectiva, las acompañaron de otras escenas similares del pasado, de
archivo. Todo ello con grandes elogios hacia los pobres desgraciados
que las protagonizaban.
Una cosa es que haya individuos tercos y
masoquistas, que atentan indefectiblemente contra su salud (son muy
libres), que buscan procurarse un infarto o una ataxia, jaleados además
por una multitud sádica que goza con su sufrimiento, que gusta de ver
reventar a un semejante sobre una pista, en un estadio.
Otra cosa es que
todos los locutores y periodistas habidos y por haber ensalcen la
“gesta” y fomenten que los espectadores se sometan a destrozos
semejantes; que los inciten a imitar a los desdichados (tirando a
descerebrados) y a echar en público los higadillos, eso en el más
benigno de los casos.
Lo que provocaba la admiración de estos comentaristas daba verdaderas
lástima y angustia, resultaba patético a más no poder.
Una atleta
groggy,
que no podía con su alma ni con sus piernas ni con sus pulmones, se
arrastraba desorientada, a cuatro patas y con lentitud de tortuga, para
recorrer los últimos metros de una maratón o “media maratón” y alcanzar
la meta por su propio pie (es un decir).
Se la veía extenuada, deshecha,
enajenada, con la mirada turbia e ida,
los músculos sin respuesta
alguna, parecía una paralítica que se hubiera caído de su silla de
ruedas. Y, claro, no sólo nadie le aconsejaba lo lógico (“Déjalo ya,
muchacha, que te va a dar algo serio, que estás fatal; túmbate, toma un
poco de agua y al hospital”),
sino que sus compañeras, los jueces, la
masa –y
a posteriori los locutores– miraban cómo manoteaba y
gateaba penosamente y la animaban a prolongar su agonía, con gritos de
“¡Vamos, machácate, tú puedes! ¡Déjate la vida ahí si hace falta,
continúa reptando y temblando hasta el síncope, supérate!” Y ya digo, a
continuación rescataban “proezas” equivalentes: corredores mareados, que
no sabían ni dónde estaban, vomitando o con espumarajos, las rodillas
castañeteándoles, el cuerpo entero hecho papilla, víctimas de
insolación, sin sentido del equilibrio ni entendimiento ni control de su
musculatura, desmadejados y lastimosos, todos haciendo un esfuerzo
inhumano ¿para qué?
Para avanzar un poco más y luego poder decir y
decirse: “Llegué al final, crucé la meta, pude terminar la carrera”.
Alguien que va a rastras no ha terminado una carrera, es obvio que no ha podido llegar
Y no, ni siquiera eso es verdad. Alguien que va a
rastras no ha terminado una carrera, es obvio que no ha podido llegar,
que no aguanta los kilómetros de que se trate en cada ocasión.
Su
“hazaña” es sólo producto del empecinamiento y la testarudez, como si
completar la distancia a cuatro patas o dando tumbos tuviera algo de
admirable o heroico.
Y no, es sólo lastimoso y consecuencia de la
estupidez que aqueja a estos tiempos.
Como tantas otras necedades, la
mística de la “superación” me temo que nos viene de los Estados Unidos, y
ha incitado a demostrarse, cada uno a sí mismo –y si es posible, a los
demás–, que se es capaz de majaderías sin cuento: que con noventa años
se puede uno descolgar por un barranco aunque con ello se rompa unos
cuantos huesos; que se puede batir el récord más peregrino, qué sé yo,
de comerse ochocientas hamburguesas seguidas, o de permanecer seis
minutos sin respirar (y palmar casi seguro), o de esquiar sin freno en
zona de aludes, o de levantar monstruosos pesos que descuajeringarían a
un campeón de halterofilia.
Yo entiendo que alguien intente esos
disparates en caso de extrema necesidad.
Si uno es perseguido por
asesinos y está a pocos metros de una frontera salvadora, me parece
normal que, al límite de sus fuerzas, se arrastre para alcanzar una
alambrada; o se sumerja en el agua seis minutos –o los que resista– para
despistar a sus captores, ese tipo de situaciones que en el cine hemos
visto mil veces.
Pero ¿así porque sí? ¿Para “superarse”? ¿Para
demostrarse algo a uno mismo? Francamente, no le veo el sentido, aún
menos la utilidad
. Ni siquiera la satisfacción.
Lo peor es que, mientras los médicos ordenan nuestra
salud, los medios de comunicación mundiales se dediquen a alentar que
la gente se ponga gratuitamente en peligro, se fuerce a hacer
barbaridades, se someta a torturas innecesarias y desmedidas, sea
deportista profesional o no.
Y la gente se presta a toda suerte de
riesgos con docilidad. “
Vale, con noventa y cinco años ha atravesado a
nado el Amazonas en su desembocadura y ha quedado hecho una piltrafa,
está listo para estirar la pata. ¿Y?
¿Es usted mejor por eso? ¿Más
machote o más hembrota?”
Es más bien eso lo que habría que decirle a la
muy mimética población. O bien: “De acuerdo, ha entrado en el
Libro Guinness de los Récords
por haberse bebido cien litros de cerveza en menos tiempo que nadie.
¿Y? ¿No se percató de que lo pasó fatal –si es que salió vivo de la
prueba– y de que es una enorme gilipollez?”
O bien: “Bueno, alcanzó
usted la meta, pero como un reptil y con la primera papilla esparcida en
la pista.
¿No le parece que sería mejor que no lo hubiéramos visto?”.
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