El mensaje se ha repetido mil veces
. La ciencia es una empresa
colectiva, y el progreso del conocimiento de un país es una magnitud
predecible, una función directa del apoyo social que reciba la
investigación y del porcentaje del PIB que se dedique a ella.
Todo eso
es cierto. Pero deja escapar una noción esencial: el inmenso poder
creador del
genio individual.
Una noción que nos resulta antipática a los intelectos del montón, pues
parece dejarnos fuera de juego, pero a la que sucumbimos enseguida, en
los estratos más profundos de nuestra consciencia, en cuanto repasamos
un par de libros de historia.
O un par de películas, como las que suscitan esta reflexión.
La teoría del todo, de James Marsh, y
The Imitation Game,
de Morten Tyldum, han traído a primer plano a dos demiurgos de nuestro
tiempo: el físico Stephen Hawking y el matemático Alan Turing
. Dos tipos
raros de una naturaleza distinta.
Hawking
(Oxford, 1942) no necesita presentación, pues es uno de los iconos del
presente: cosmólogo, físico teórico, autor de algunos de los libros de
divulgación más vendidos de los últimos 30 años, polemista de impacto
–Dios y la filosofía son dos de sus blancos favoritos—, personaje de
Los Simpson
y, con toda seguridad, el paciente de esclerosis lateral amiotrófica
más longevo del que tiene noticia la medicina.
Su imagen postrada en una
silla de ruedas de alta tecnología y su voz sintética de timbres
robóticos son reconocibles en cualquier ciudad del planeta desde Nueva
York hasta Bombay
. Pero hay otros ángulos de este científico que hasta
ahora resultaban poco conocidos por el gran público, y que la película,
basada en las memorias de su primera mujer, Jane Hawking, presenta de
manera muy reveladora.
La rareza de Stephen Hawking es lo poco que le
importa la esclerosis y el grado hasta el que ha logrado llevar una vida
normal pese a ella
La rareza de Hawking no es su esclerosis, naturalmente.
Su rareza, más bien, es lo poco que le importa la
esclerosis,
y el grado hasta el que ha logrado llevar una vida normal pese a ella
.
Es obvio que Hawking se ha convertido en una figura popular gracias a su
discapacidad, pero su reputación entre sus colegas, los cosmólogos y
los físicos teóricos, no tiene nada que ver con eso. Se debe a que es un
gran físico, una mente creativa de primer nivel.
A los 20 años, antes de que la enfermedad atrapara sus músculos y sus
nervios motores, el joven Stephen ya se había revelado como uno de los
cerebros mejor equipados de
Oxford y
Cambridge.
Y ya entonces, a diferencia de todos sus colegas
normales,
decidió meterse de cabeza en el campo más abstruso y menos prometedor
de la física de la época: la relatividad general, la gran teoría de la
gravitación que Einstein había desarrollado en las dos primeras décadas
del siglo XX; y en particular, en una de sus consecuencias más extrañas y
misteriosas, los agujeros negros.
No fueron los presupuestos de investigación, ni desde luego el apoyo
social, quienes crearon la ciencia moderna
. Fueron Galileo y Newton, dos
mentes que no fueron consecuencia de su tiempo, sino que inventaron un
tiempo nuevo al percibir que la naturaleza habla el lenguaje de las
matemáticas, y que sus mecanismos pueden conocerse mediante la
observación y el experimento.
Tampoco la revolución de la energía
eléctrica fue consecuencia de la inversión de los Gobiernos ni del
interés de los ciudadanos, sino del genio experimental de Faraday y del
talento matemático de Maxwell, que revelaron que la electricidad y el
magnetismo no eran dos fuerzas separadas, sino dos formas de mirar a la
misma fuerza electromagnética.
Los avances de
Einstein
estaban tan alejados de su contexto social y económico que incluso los
físicos más avanzados de su tiempo, como Max Planck, los consideraron
descabellados.
El caso de Alan Turing, el personaje central de
The Imitation Game,
es aún más sobrecogedor que el de Hawking, por la inverosímil amplitud
de sus intereses científicos, pero también por su repugnante desenlace.
Turing (Londres, 1912-Cheshire, 1954) fue un rey Midas del intelecto que
convirtió en oro todo lo que tocó, desde la matemática pura hasta la
biología del desarrollo, la lógica y la filosofía, el
descifrado de las claves secretas de los submarinos nazis y la fundación de las modernas ciencias de la computación y de la inteligencia artificial.
Tenía 24 años cuando publicó un trabajo esencial para la lógica y las
ciencias de la computación, donde frustró –en paralelo con el lógico
Kurt Gödel– el sueño de un sistema formal que pudiera generar todos los
teoremas matemáticos de una manera automática, o algorítmica.
Para
construir su demostración, inventó lo que ahora se denomina la máquina
de Turing universal, una especie de ordenador abstracto que,
matemáticamente, equivale a cualquier otro ordenador concebible
. Por
entonces estaba empezando la guerra civil española. Unos años después,
al poco de estallar la
Segunda Guerra Mundial,
el joven genio matemático diseñó una máquina descifradora que dejó con
las vergüenzas al aire la práctica totalidad de las comunicaciones de
radio codificadas del ejército alemán, a un ritmo de 80.000 mensajes
descifrados al mes hasta el fin de la guerra.
Decir que Turing derrotó a
los nazis sería exagerado, pero que ayudó a ello no se puede ignorar.
Su contribución a la creación del mundo actual no se quedó ahí,
porque al terminar la guerra diseñó el primer computador digital
electrónico con programa almacenado y de uso general, el ACE (
automatic computing engine),
o la primera de las máquinas que hoy llamamos ordenadores. Tal vez no
resulte sorprendente que fuera también Turing el gran impulsor de la
teoría computacional del cerebro, que ve la mente humana como un gran
ordenador digital, y uno de los grandes pioneros de la inteligencia
artificia
l. Los especialistas en esa disciplina siguen hablando hoy del
test de Turing para saber si una máquina ha alcanzado la inteligencia.
Un robot habrá superado ese test cuando logre hacer creer a un humano
que está hablando con otro humano por correo electrónico.
Neumann fue un pionero de la computación moderna y miembro del proyecto Manhattan para crear la primera bomba atómica
El Gobierno británico se ha visto obligado en años
recientes a disculparse oficialmente por una de las actitudes más
deplorables que cabe imaginar.
Porque en marzo de 1952 hizo que Turing
fuera procesado por homosexualidad, que, en efecto, era delito en esa
época.
Y ello a pesar de que le había distinguido con la Orden del
Imperio Británico por su gran contribución al resultado de la Segunda
Guerra, y de que solo un año antes había sido elegido miembro de la
Royal Society, una de las joyas de la corona británica
Le condenaron a
un año de terapia hormonal, le declararon un riesgo para la seguridad
nacional y le prohibieron el acceso a las investigaciones públicas con
los mismísimos ordenadores que él había ayudado a crear.
Cuando poco
después apareció muerto en su habitación, envenenado con cianuro, el
veredicto fue de suicidio. Es posible que lo fuera.
¿Acabará con Hawking y Turing la producción fílmica sobre la
gente rara
de la ciencia del siglo XX? Ojalá no, porque el cine no es solo un
medio más para difundir la ciencia, sus modos y sus ideales, sino que
seguramente es la forma artística que mejor penetra en las motivaciones
de sus artífices, y la que más normales puede hacer sus rarezas.
Y
porque los personajes no se han acabado.
Tomen, por ejemplo, a John von Neumann (Budapest, 1903-Washington,
1957), uno de los grandes genios matemáticos del siglo, y el único que
tiene una esquina dedicada en la ciudad de Princeton por el descomunal
número de accidentes que causó allí con su coche, producto de su no
menos ciclópea afición a las bebidas espirituosas.
También es el único
que ha dado su nombre a un robot del futuro: el autómata de Von Neumann.
Fue un niño prodigio y a los 25 años ya se había convertido en uno de
los matemáticos más prestigiosos del mundo.
Como Turing, fue otro gran
pionero de la computación moderna, y como cualquier genio judío que
viviera en Estados Unidos en la época, miembro del
proyecto Manhattan para construir la primera bomba atómica durante la Segunda Guerra Mundial.
O tomen a George Gamow, que, no contento con haber
sido uno de los primeros físicos en tomarse en serio el Big Bang y
predecir la radiación de fondo de microondas que acabaría demostrándolo
años después, fue también el primer científico en comprender con
profundidad las consecuencias del trabajo de James Watson y Francis
Crick sobre la estructura del ADN –la famosa doble hélice o el secreto
de la vida– y en formular el concepto de código genético.
El código
genético concreto que propuso resultó erróneo, pero la mera idea de que
existiera uno influyó poderosamente en Watson y Crick para que ellos y
otros científicos llegaran a la solución correcta.
Como Von Neumann,
destacó también por su obstinado consumo de whisky.
Y hay más: Craig Venter, que descifró el genoma humano con dinero
privado, creó el primer genoma artificial de una bacteria, y ahora
navega por todo el mundo con su yate para explorar la diversidad
genética de los mares y conseguir un bronceado que rara vez se asocia
con la dedicación a la genética.
Y no olviden los cineastas que los dos
grandes genios creativos de la biología del siglo XX fueron seguramente
dos mujeres: Barbara McClintock y Lynn Margulis. Otro día les hablaré de
ellas.