Sobraron cosas y las dedicatorias y agradecimientos se alargaron, el dia que alguien recoja un premio que diga !Gracias! y todo será más fácil..
Solo Dani Rovira y Antonio Banderas salvaron una noche que parecía eterna.
Entiendes que después de tanta penuria, deserción o desprecio de esa
cosa tan necesaria llamada público, más la imposición de un IVA tan
brutal como desproporcionado, todo el cine español haga suyo un año tan
venturoso en el que se hace añicos la certidumbre de que los manipulados
espectadores no sienten amor hacia el producto nativo y se demuestra
que pasarán por taquilla si ese producto les hace reír, crea tensión,
entretiene, da miedo, hace sentir, gusta —películas apoyadas por la
interminable, extenuante y productiva maquinaria publicitaria de las
cadenas de televisión que las han financiado y de las que no tienen duda
que van a funcionar, que poseen una sólida materia prima, pero que
multiplicarán la audiencia si la tele y todos los derivados de ese
mercado se las están vendiendo al amado público hasta en la sopa—,
convence a la demanda de que la oferta compensa, de que la pasta que se
han gastado en la entrada está justificada.
También imaginas que esa alegría colectiva del gremio se transmitirá a los millones de mirones que desde nuestras casas vamos a seguir su fiesta en noche tan trascendente, que la gracia y el espectáculo reinarán, que la ceremonia nos enviará a la cama con una sonrisa feliz.
La han adelantado al sábado, pensando con sentido de la lógica y de la oportunidad que la audiencia será más amplia al no tener que madrugar gran parte de ella.
Me dispongo a verla en soledad, en pijama, calentito, en ese sofá con el que me he casado.
Pero unos hospitalarios amigos me convencen para que disfrutemos juntos los Goya en su casa. Bendita sea su invitación, pienso al final de la gala.
Ellos cabecean peligrosamente o se han quedado fritos.
Hasta la traviesa y protectora perra, que nunca para de ladrar a los visitantes, reposa a mis pies vencida por Morfeo.
Yo sigo despierto mediante esfuerzos épicos.
Me pagan por ello.
Son las dos menos cuarto de la madrugada.
El presunto jolgorio comenzó a las diez de la noche.
Y no han existido esas pausas publicitarias que alargan la programación hasta el mareo del receptor. Ha durado 226 minutos, pero mi sensación es de que ha transcurrido una eternidad.
A pesar de estar gratamente acompañado, compartiendo risas, aliados contra el muermo.
Y lo peor es que la movida empieza bien.
Dani Rovira tiene gracia, espontaneidad, descaro.
Su parodia sobre el agradecimiento y las dedicatorias de los premiados es divertida.
Estalla el llanto entre algunos de los galardonados. Tal vez abusivo para el receptor, pero bueno... ellos sabrán, y además el corazón tiene razones que el cerebro no entiende, decía no sé quién.
Y es bonito ver bailar claqué.
Y llega un momento de especial brillantez.
Es cuando un actor con justificadas condiciones de estrella, llamado Antonio Banderas, lee con el tono preciso, pausas, miradas, un texto tan largo como bien escrito.
Y te crees su emocionado gesto final y la voz quebrada al hablar de su hija.
Tiene lo que hay que tener.
Es un profesional
. Le acompaña un Almodóvar extrañamente taciturno, contenido, casi ausente, que sigue heroicamente el impagable consejo de no hablar de sí mismo, aunque dedique una perla envenenada y desdeñosa al fajador Wert, que no pierde la sonrisa.
Enrique González Macho recuerda a las autoridades presentes lo bien que se lo montan con su cine los Gobiernos estadounidenses, franceses, colombianos y dominicanos.
Hay sutiles coces para todos.
Seguro que bajarán su castigador IVA cuando se acerquen las elecciones.
Y todos respetamos y queremos a Asunción Balaguer.
Tras la cansina, aunque también dadaísta aparición de un hombre orquesta que nadie sabe que pinta ahí, comienza el derrumbe
. Hasta Rovira decae en su vis cómica. Los jocosos e interminables cantes de dos ¿humoristas? andaluces pueden provocar sonrojo.
Y los premios se van dilatando o parecen infinitos. Y el cine español que vendrá. Y yo qué sé
. Pero suplicas: “Que no puedo más, que se acabe de una puñetera vez”. No hay manera.
¿Necesito repetirme hasta la náusea afirmando que La isla mínima me parece una película muy buena, que Alberto Rodríguez rebosa personalidad y talento, que las interpretaciones de Bárbara Lennie y de Javier Gutiérrez me provocan inquietud, que Karra Elejalde compone un personaje memorable?
Ojalá que este año se haga buen cine en España y en cualquier lugar.
Pero, por favor, que acorten la duración de los Goya.
O que les otorguen vidilla.
También imaginas que esa alegría colectiva del gremio se transmitirá a los millones de mirones que desde nuestras casas vamos a seguir su fiesta en noche tan trascendente, que la gracia y el espectáculo reinarán, que la ceremonia nos enviará a la cama con una sonrisa feliz.
La han adelantado al sábado, pensando con sentido de la lógica y de la oportunidad que la audiencia será más amplia al no tener que madrugar gran parte de ella.
Me dispongo a verla en soledad, en pijama, calentito, en ese sofá con el que me he casado.
Pero unos hospitalarios amigos me convencen para que disfrutemos juntos los Goya en su casa. Bendita sea su invitación, pienso al final de la gala.
Ellos cabecean peligrosamente o se han quedado fritos.
Hasta la traviesa y protectora perra, que nunca para de ladrar a los visitantes, reposa a mis pies vencida por Morfeo.
Yo sigo despierto mediante esfuerzos épicos.
Me pagan por ello.
Son las dos menos cuarto de la madrugada.
El presunto jolgorio comenzó a las diez de la noche.
Y no han existido esas pausas publicitarias que alargan la programación hasta el mareo del receptor. Ha durado 226 minutos, pero mi sensación es de que ha transcurrido una eternidad.
A pesar de estar gratamente acompañado, compartiendo risas, aliados contra el muermo.
Y lo peor es que la movida empieza bien.
Dani Rovira tiene gracia, espontaneidad, descaro.
Su parodia sobre el agradecimiento y las dedicatorias de los premiados es divertida.
Estalla el llanto entre algunos de los galardonados. Tal vez abusivo para el receptor, pero bueno... ellos sabrán, y además el corazón tiene razones que el cerebro no entiende, decía no sé quién.
Y es bonito ver bailar claqué.
Y llega un momento de especial brillantez.
Es cuando un actor con justificadas condiciones de estrella, llamado Antonio Banderas, lee con el tono preciso, pausas, miradas, un texto tan largo como bien escrito.
Y te crees su emocionado gesto final y la voz quebrada al hablar de su hija.
Tiene lo que hay que tener.
Es un profesional
. Le acompaña un Almodóvar extrañamente taciturno, contenido, casi ausente, que sigue heroicamente el impagable consejo de no hablar de sí mismo, aunque dedique una perla envenenada y desdeñosa al fajador Wert, que no pierde la sonrisa.
Enrique González Macho recuerda a las autoridades presentes lo bien que se lo montan con su cine los Gobiernos estadounidenses, franceses, colombianos y dominicanos.
Hay sutiles coces para todos.
Seguro que bajarán su castigador IVA cuando se acerquen las elecciones.
Y todos respetamos y queremos a Asunción Balaguer.
Tras la cansina, aunque también dadaísta aparición de un hombre orquesta que nadie sabe que pinta ahí, comienza el derrumbe
. Hasta Rovira decae en su vis cómica. Los jocosos e interminables cantes de dos ¿humoristas? andaluces pueden provocar sonrojo.
Y los premios se van dilatando o parecen infinitos. Y el cine español que vendrá. Y yo qué sé
. Pero suplicas: “Que no puedo más, que se acabe de una puñetera vez”. No hay manera.
¿Necesito repetirme hasta la náusea afirmando que La isla mínima me parece una película muy buena, que Alberto Rodríguez rebosa personalidad y talento, que las interpretaciones de Bárbara Lennie y de Javier Gutiérrez me provocan inquietud, que Karra Elejalde compone un personaje memorable?
Ojalá que este año se haga buen cine en España y en cualquier lugar.
Pero, por favor, que acorten la duración de los Goya.
O que les otorguen vidilla.