Siempre he sentido fascinación por los microbios y todos los organismos diminutos, por ese colosal hervor de vidas.
Uno de los trastornos obsesivos más comunes es la hipersensibilidad a
la posible suciedad de las cosas, el horror patológico a los microbios.
He conocido personas que se lavaban las manos doscientas veces al día, o
que se estremecían ante la idea de tener que estrecharle la mano a
alguien.
Llevo pensando en ellos desde que leí, hace unas semanas, ese
fascinante reportaje de Miguel Ángel Criado en EL PAÍS en donde
explicaba que, cada vez que nos besamos con lengua con alguien durante
diez segundos, intercambiamos ochenta millones de bacterias.
Pobres
maniáticos de la higiene míos: supongo que a los casos más graves ya les
daría cierto repelús lo de mezclar salivas, pero me temo que este
reportaje ha podido terminar de estropear la vida sexual de más de uno.
Siempre he sentido fascinación por los microbios y todos los
organismos diminutos, por ese colosal hervor de vidas que nos rodea y
que, con nuestra habitual ceguera etnocentrista, ignoramos
olímpicamente, como si todo aquello que no podemos contemplar con
nuestros defectuosos y limitados ojos simplemente no existiera.
Nos
sentimos los reyes de la creación, la medida del mundo, individuos
orgullosos y solitarios, y no nos damos cuenta de que hasta el
misántropo más aislado del planeta está inmerso en un tumulto monumental
de bichejos varios. Empezando por los ácaros del colchón, de los
sillones, de los cojines; vistos al microscopio, son unas bestias de
aspecto aterrador y repugnante, peores que el Alien de la película.
Y
convivimos todos los días con millones.
En el agua, en el suelo, en el
polvo, en el aire, en la superficie de las mesas, en la pelambre de
nuestros animales de compañía, por doquier nos rodean batallones y
batallones de cosas vivas.
Por no hablar, claro está, de nosotros
mismos, que somos un territorio colonizado por los microbios. Según leí
hace años en un libro escolar genial,
Ni contigo ni sin ti
(Gran Guignol Ediciones), escrito por Miguel Vicente, Marta
García-Ovalle y Javier Medina, nueve de cada diez células de nuestro
cuerpo son bacterias.
Bien mirado, es como si las bacterias nos
explotaran biológicamente, como si fuéramos su huerto, su vaquita. Por
cada célula mía, nueve pasajeros: qué invasión, qué barullo.
En total
acarreamos cerca de kilo y medio de bacterias en nuestro cuerpo, la
mayoría en el sistema digestivo. ¡Y en ocasiones nos sentimos solos!
Qué
ceguera.
Sabemos que convivimos con todo ese submundo maravilloso desde hace
varios siglos
. La primera persona que vio los microbios fue un
comerciante de telas holandés llamado Antoine van Leeuwenhoek. Como
necesitaba poder contar los hilos de los tejidos que vendía, este hombre
habilidoso fabricó unas cuantas lupas que luego, movido por la
curiosidad, fue enfocando sobre todo cuanto le rodeaba: la hierba, las
moscas, las gotas de agua.
Así descubrió que, alrededor de él e incluso
dentro de su cuerpo, porque también escudriñó su saliva, había una
infinidad de cosas que se movían
. Dedujo acertadamente que esas pizcas
itinerantes estaban vivas y las denominó animálculos. Si te paras a
pensarlo, tuvo que ser un momento espeluznante y grandioso: el hallazgo
de todo un universo paralelo de seres vivos que compartían el planeta
con nosotros.
Es como haber establecido contacto con los alienígenas,
solo que se trataba de unos marcianos muy diminutos. Todo esto sucedió
en el año 1676, o sea, hace un montón de tiempo, pero de algún modo nos
las hemos arreglado para olvidarlo, de la misma manera que olvidamos que
nos vamos a morir: son saberes incómodos, humillantes, amedrentantes.
Nos rompen nuestro espejismo de protagonismo orgánico
. Por eso nadie se
acuerda de Antoine van Leeuwenhoek ni de aquel instante estelar de la
humanidad. Descubrir que somos una colonia de bacterias es un
conocimiento amargo de tragar.
Y ahora además nos dicen que nuestros besos, esa cosa tan húmeda y
tan íntima, no es sólo cosa de dos, sino que interviene una multitud.
Al
parecer en la boca puede haber hasta setecientas bacterias diferentes.
Bichos aventureros y viajeros dispuestos a mudarse a una lengua ajena,
verdaderos exploradores interestelares.
Porque, desde el punto de vista
de los microbios que nos habitan, debemos de ser tan grandes e
inabarcables como una galaxia.
Un inmenso sistema que los acoge, a ellos
y a los hijos de sus hijos
. A veces me imagino que los humanos somos
las bacterias de algún organismo enorme, microbios alojados en la
centelleante negrura intestinal de un megaser.
Curiosamente, es un
pensamiento que me serena.